Tales dificultades son
enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados
y los expulsados, y para los que viven en las democracias burguesas.
LAS CINCO DIFICULTADES
PARA DECIR LA VERDAD
Por Bertolt Brecht
El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la
verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el
valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia
necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el
discernimiento indispensable para difundirla.
Tales dificultades son enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero
también para los exiliados y los expulsados, y para los que viven en las
democracias burguesas.
1. El valor de escribir la
verdad
Para mucha gente es evidente que el escritor deba escribir la verdad, es
decir, no debe rechazarla, ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante
los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los
poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante
los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al
salario.
Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a
la gloria en general. Para todo ello, se necesita mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y
nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas
y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier
aparece la consigna: “No hay pasión más noble que el amor al sacrificio”.
En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de
máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se
clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el
hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse el
interrogante: ¿mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas
imperfectas, el valor está en decir: ¿es que el hambre, la ignorancia y la
guerra no crean taras?
También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es
un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la
persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son
malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa
bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una
bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad,
como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran
buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor.
Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser
algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se
desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las
generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las cosas prácticas,
reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar en general la maldad
del mundo y el triunfo de la brutalidad ni para anunciar con estruendo el
triunfo del espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se
creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan
hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos
y reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca. También
reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del
botín. En síntesis, sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y
exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del
hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la
verdad.
2. La inteligencia necesaria
para descubrir la verdad
Tampoco es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así,
según opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie
extrema. Una guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar
en cualquier momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro
continente en un montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No
puede negarse que llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de
este género. Son como el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco
que se estaba hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les
procura una cierta dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar
por los poderosos, pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan imágenes.
Esta actitud absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no dejan de
sacar provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No crea que es cosa
fácil distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al
principio parecen importantes, pues la operación artística consiste
precisamente en dar importancia a algo, pero hay que mirar la cosa de cerca: se
darán cuenta de que no dejan de decir: no puede impedirse que llueva hacia
abajo.
También, están los que por falta de conocimientos no llegan a la verdad y,
sin embargo, distinguen las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la
miseria. Pero viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy
bellos. Para ellos el mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer
los hechos e ignorar las relaciones que existen entre ellos. Me permito decir a
todos los escritores de esta época confusa y rica en transformaciones que hay
que conocer el materialismo dialéctico, la economía y la historia. Tales
conocimientos se adquieren en los libros y en la práctica si no falta la
necesaria aplicación. Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad e,
incluso, verdades enteras. El que busca necesita un método, pero puede
encontrarse sin método, o sin objeto que buscar, inclusive. Sin embargo,
ciertos procedimientos pueden dificultar la explicación de la verdad: los que
la lean serán incapaces de transformar esa verdad en acción. Los escritores que
se contentan con acumular pequeños hechos no sirven para hacer manejables las
cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no tiene otra ambición. Por
consiguiente, esos escritores no están a la altura de su misión.
3. El arte de hacer la
verdad manejable como arma
La verdad debe decirse pensando en sus consecuencias sobre la conducta de
los que la reciben.
Hay verdades sin consecuencias prácticas; por ejemplo, esa opinión tan
extendida sobre la barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de barbarie
que se ha abatido sobre varios países, como una plaga natural. Así, al lado y por
encima del capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera fuerza: el
fascismo. Para mi, el fascismo es una fase histérica del capitalismo y, por
consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país fascista, el capitalismo
existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, bajo su
forma más cruda, más insolente, más opresiva, más engañosa.
Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo -que se condena-
si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina? Una verdad de este
género no reporta ninguna utilidad práctica.
Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra
la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero
y oponerse a sacrificarlo.
Los demócratas burgueses condenan con énfasis los métodos bárbaros de sus
vecinos, y sus acusaciones impresionan tanto a sus auditorios que éstos olvidan
que tales métodos se practican también en sus propios países.
Ciertos países logran todavía conservar sus formas de propiedad gracias a
medios menos violentos que otros. Sin embargo, los monopolios capitalistas
originan por doquier condiciones bárbaras en las fábricas, en las minas y en
los campos. Pero mientras que las democracias burguesas garantizan a los
capitalistas, sin el recurso de la violencia, la posesión de los medios de
producción, la barbarie se reconoce en que los monopolios sólo pueden ser
defendidos por la violencia declarada.
Ciertos países no tienen necesidad, para mantener sus monopolios bárbaros,
de destruir la legalidad instituida, ni su confort cultural (filosofía, arte,
literatura); de ahí que acepten perfectamente escuchar a los exiliados alemanes
estigmatizar su propio régimen por haber destruido esas comodidades. A sus ojos
es un argumento suplementario en favor de la guerra.
¿Puede decirse que respetan la verdad los que gritan: “Guerra sin cuartel a
Alemania, que es hoy la verdadera patria del mal, la oficina del infierno, el
trono del anticristo”? No. Los que así gritan son tontos, impotentes gentes
peligrosas. Sus discursos tienden a la destrucción de un país, de un país
entero con todos sus habitantes, pues los gases asfixiantes no perdonan a los
inocentes.
Los que ignoran la verdad se expresan de un modo superficial, general e
impreciso. Peroran sobre el “alemán”, estigmatizan el “mal”, y sus auditorios
se interrogan: ¿debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará con que seamos buenos
para que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre la barbarie
salida de la barbarie resultan impotentes para suscitar la acción. En realidad
no se dirigen a nadie. Para terminar con la barbarie se contentan con predicar
la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la cultura. Eso equivale
a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena de las causas y a
considerar como potencias irremediables ciertas fuerzas determinantes, mientras
que se dejan en la oscuridad las fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco
de luz y los verdaderos responsables de las catástrofes aparecen claramente: los
hombres.
Vivimos una época en que el destino del hombre es el hombre.
El fascismo no es una plaga que tendría su origen en la “naturaleza” del
hombre. Por lo demás, es un modo de presentar las catástrofes naturales que
restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza combativa.
El que quiera describir el fascismo y la guerra -grandes desgracias, pero
no calamidades “naturales”- debe hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas
desgracias son un efecto de la lucha de clases; poseedores de medios de
producción contra masas obreras. Para presentar verídicamente un estado de
cosas nefasto, mostrar que tiene causas remediables. Cuando se sabe que la
desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.
4. Cómo saber a quién
confiar la verdad
Un hábito secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace que el
escritor no se ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su editor, u
otro intermediario, las distribuye a todo el mundo, y se dice: yo hablo y los
que quieren entenderme me entienden. En la realidad, el escritor habla y los
que pueden pagar le entienden. Sus palabras jamás llegan a todos, y los que las
escuchan no quieren entenderlo todo.
Sobre esto se han dicho ya muchas cosas, pero no las suficientes.
Transformar la “acción de escribir a alguien” en “acto de escribir” es algo que
me parece grave y nocivo. La verdad no puede ser simplemente escrita; hay que
escribirla a alguien. A alguien que sepa utilizarla. Los escritores y los
lectores descubren la verdad juntos.
Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien escuchado, pero la verdad
debe ser dicha con astucia y comprendida del mismo modo. Para nosotros, escrito
res, es importante saber a quién la decimos y quién nos la dice; a los que
viven en condiciones intolerables debemos decirles la verdad sobre esas condiciones,
y esa verdad debe venirnos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de
un solo sector: hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de
entendernos. Hasta los verdugos son accesibles, con tal que comiencen a temer
por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se oponían a todo cambio de
régimen, se hicieron permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que
sus hijos, al volver de una larga guerra, quedaban reducidos al paro forzoso.
La verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo. Ordinariamente se
adopta un tono suave y dolorido: “yo soy incapaz de hacer daño a una mosca”.
Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a quien lo escucha. No trataremos
como enemigos a quienes emplean este tono, pero no podrán ser nuestros compañeros
de lucha. La verdad es de naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la
mentira, sino de los embusteros.
5. Proceder con astucia para
difundir la verdad
Orgullosos de su valor para escribir la verdad, contentos de haberla
descubierto, cansados sin duda de los esfuerzos que supone el hacerla operante,
algunos esperan impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí que les
parezca vano proceder con astucia para difundir la verdad.
Confucio alteró el texto de un viejo almanaque popular cambiando algunas
palabras: en lugar de escribir “el maestro Kun hizo matar al filósofo Wan”,
escribió: “el maestro Kun hizo asesinar al filósofo Wan”. En el pasaje donde se
hablaba de la muerte del tirano Sundso, “muerto en un atentado”, reemplazó la
palabra “muerto” por “ejecutado”, abriendo la vía a una nueva concepción de la
historia.
El que en la actualidad reemplaza “pueblo” por “población”, y “tierra” por
“propiedad rural”, se niega ya a acreditar algunas mentiras, privando a algunas
palabras de su magia. La palabra “pueblo” implica una unidad fundada en
intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural, puesto que únicamente
existen “intereses comunes” entre varios pueblos. La “población” de una misma
región tiene intereses diversos e incluso antagónicos. Esta verdad no debe ser
olvidada. Del mismo modo, el que dice “la tierra”, personificando sus encantos,
extasiándose ante su perfume y su colorido, favorece las mentiras de la clase
dominante. Al fin y al cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor
del hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo que importa es el
precio del trigo y el precio del trabajo. El que saca provecho de la tierra no
es nunca el que recoge el trigo y “el gesto augusto del sembrador” no se cotiza
en Bolsa. El término justo es “propiedad rural”.
Cuando reina la opresión, no hablemos de “disciplina”, sino de “sumisión”
pues la disciplina excluye la existencia de una clase dominante. Del mismo
modo, el vocablo “dignidad” vale más que la palabra “honor”, pues tiene más en
cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la
ventaja de defender el “honor” de un pueblo, y con qué liberalidad los ricos
distribuyen el “honor” a los que trabajan para enriquecerlos.
La astucia de Confucio es utilizable también en nuestros días, también la
de Tomás Moro. Este último describió un país utópico idéntico a la Inglaterra
de aquella época, pero en el que las injusticias se presentaban como costumbres
admitidas por todo el mundo.
Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso dar una idea de la
explotación de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó Rusia por Japón y
Sajalín por Corea. La identidad de las dos burguesías era evidente, pero como
Rusia estaba en guerra con Japón la censura dejó pasar el trabajo de Lenin.
Hay una infinidad de astucias posibles para engañar a un Estado receloso.
Voltaire luchó contra las supersticiones religiosas de su tiempo escribiendo la
historia galante de “La Doncella de Orleans”: describiendo en un bello estilo
aventuras galantes sacadas de la vida de los grandes.
Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta entonces tenían
por caución de su vida disoluta). De repente, se hicieron los propagadores
celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que defendía sus
privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las
ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que precisamente apuntaba
Voltaire.
Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus versos para la propagación
de su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden favorecer su
difusión clandestina, pero hay que reconocer que a veces suscitan múltiples
sospechas. De ahí, la necesidad de descuidarlas deliberadamente en ciertas
ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se introdujera en una novela
policíaca -género literario desacreditado- la descripción de condiciones
sociales intolerables. A mi modo de ver, esto justificaría completamente la
novela policíaca.
En la obra de Shakespeare puede encontrarse un modelo de verdad propaga da
por la astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de César. Afirmando
constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que
hace de él es mucho más aleccionadora que la del criminal. Dejándose dominar
por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción mucho más que de
su propio juicio.
Jonathan Swift propuso en un panfleto que los niños de los pobres fueran
puestos a la venta en las carnicerías para que reinara la abundancia en el
país. Después de efectuar cálculos minuciosos, el célebre escritor probó que
podrían realizarse economías importantes llevando la lógica hasta el fin. Swift
jugaba al monstruo. Defendía con pasión absolutista algo que odiaba. Era una
manera de denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución más
sensata que la suya o, al menos, más humana, sobre todo, aquellos que no habían
comprendido a dónde conducía este tipo de razonamiento.
Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma que éste adopte,
sirve la causa de los oprimidos. En efecto, los gobernantes al servicio de los
explotadores consideran el pensamiento como algo despreciable. Para ellos, lo
que es útil para los pobres es pobre. La obsesión que estos últimos tienen por
comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo menospreciar los honores
militares cuando se goza de este favor inestimable: batirse por un país cuando
se muere de hambre.
Es bajo dudar de un jefe que os conduce a la desgracia. El horror al
trabajo que no alimenta al que lo efectúa es asimismo una cosa baja, y baja
también la protesta contra la locura que se impone y la indiferencia por una
familia que no aporta nada. Se suele tratar a los hambrientos como gentes
voraces y sin ideal, de cobardes a los que no tienen confianza en sus
opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de vagos a los que
pretenden ser pagados por trabajar, etcétera. Bajo semejante régimen, pensar es
una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para aprender a pensar? A
todos los lugares donde impera la represión.
Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en que
resulta indispensable para la dictadura, en el arte de la guerra, por ejemplo,
y en la utilización de las técnicas. Resulta indispensable pensar para
remediar, mediante la invención de tejidos “ersatz”, la penuria de lana. Para
explicar la mala calidad de los productos alimenticios o la militarización de
la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero recurriendo a la
astucia puede evitarse el elogio de la guerra, al que nos incitan los nuevos
maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la guerra? lleva a la
pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo
evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear esta cuestión en
público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a la
ver dad? Evidentemente no.
Si en nuestra época es posible que un sistema de opresión permita a una
minoría explotar a la mayoría, la razón reside en una cierta complicidad de la
población, complicidad que se extiende a todos los dominios. Una complicidad
análoga, pero orientada en sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por
ejemplo, los descubrimientos biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en
peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se inquietó. La policía no
veía en ello nada nocivo.
Los últimos descubrimientos físicos implican consecuencias de orden
filosófico que podrían poner en tela de juicio los dogmas irracionales que
utiliza la opresión. Las investigaciones de Hegel en el dominio de la lógica
facilitaron a los clásicos de la revolución proletaria, Marx y Lenin, métodos
de un valor inestimable. Las ciencias son solidarias entre sí, pero su
desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es incapaz de controlarlos
todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encon trar terrenos de
investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es enseñar el buen
método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de sus caracteres
transitorios y variables. Los dirigentes odian las transformaciones: desearían
que todo permaneciese inmóvil, de ser posible durante un milenio: que la Luna
se detuviera y el Sol interrumpiera su carrera. Entonces, nadie tendría hambre
ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando ellos abrieran fuego; su
salva sería necesariamente la última.
Subrayar el carácter transitorio de las cosas equivale a ayudar a los
oprimidos. No olvidemos jamás recordar al vencedor que toda situación contiene
una contradicción susceptible de tomar vastas proporciones. Semejante método
-la dialéctica, ciencia del movimiento de las cosas- puede ser aplicado al
examen de materias como Biología y Química, que escapan al control de los
poderosos, pero nada impide que se aplique al estudio de la familia; no se
corre el riesgo de suscitar la atención. Cada cosa depende de una infinidad de
otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras. Pues
bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas narices de la policía. Los
gobernantes que conducen a los hombres a la miseria quieren evitar a todo
precio que, en la miseria, se piense en el gobierno. De ahí que hablen de
destino. Es al destino, y no al gobierno, al que atribuyen la responsabilidad
de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a las causas de
estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al gobierno.
En general, es posible reclinar los lugares comunes sobre el Destino y
demostrar que el hombre se forja su propio destino. Ahí está el ejemplo de esa
granja islandesa sobre la que pesaba una maldición. La mujer se había arrojado
al agua, el hombre se había ahorcado. Un día, el hijo se casó con una joven que
aportaba como dote algunas hectáreas de tierra. De golpe, se acabó la
maldición. En la aldea se interpretó el acontecimiento de diversos modos. Unos
lo atribuyeron al natural alegre de la joven; otros, a la dote, que permitía,
al fin, a los propietarios de la granja comenzar sobre nuevas bases. Incluso,
un poeta que describe un paisaje puede servir a la causa de los oprimidos si
incluye en la descripción algún detalle relacionado con el trabajo de los
hombres.
En resumen: importa emplear la astucia para difundir la verdad.
Conclusión
La gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla
equivale a impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad importante- es
ésta: nuestro continente se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de
los medios de producción se mantiene por la violencia. ¿De qué sirve escribir
valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice clara mente por
qué?
Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad privada de los medios
de producción.
Ciertamente, esta afirmación nos hará perder muchos amigos: todos los que,
estigmatizando la tortura, creen que no es indispensable para el mantenimiento
de las formas actuales de propiedad. Digamos la verdad sobre las condiciones
bárbaras que reinan en nuestro país; así será posible suprimirlas, es decir,
cambiar las actuales relaciones de producción. Digámoslo a los que sufren del
statu quo y que, por consiguiente, tienen más interés en que se modifique: a
los trabajadores, a los aliados posibles de la clase obrera, a los que
colaboran en este estado de cosas sin poseer los medios de producción.
Publicado por LaQnadlSol
Ct., USA.