El poeta Manuel José
Arce -como no podía ser de otra
manera- sufre el arrebato de su estro
magistral en esta exquisita pieza literaria que es también un auténtico ensayo
de moral. De moral viva, cotidiana, auténtica, sincera; no un tratado de ética
que sólo es una referencia teórica (la ética es la teoría de la moral) en un
curso universitario y la cual entra por un oído y sale por el otro. Los grandes
éticos siempre han sido los más grandes perversos, porque nada mejor para
conocer las carencias de un ser humano que atenernos al viejo aforismo popular
de “Dime de que presumes y te diré de qué careces”. El perdón es el
amor. Todo ser humano que ama de verdad sabe perdonar. Por ello, sin decirlo de
manera explícita, el poeta guatemalteco nos da una lección trepidante y vital
de moral, consciente de su mal obrar y de sus hipocresías. Esa es su grandeza y
la de todo hombre: estar consciente de sus imperfecciones y de la imperiosa
necesidad conversión, de renovación; no a través de la religión, sino partiendo
del respeto a sí mismo, para respetar a los demás. La ética es un artefacto
intelectual que está demás en este mundo. La moral no, porque es el referente
práctico y consecuente de la relación con todas las personas, sus derechos y su
dignidad. Luciano Castro Barillas.
“Perdón” es una de las más hermosas palabras
del idioma. “Perdón” es el momento cuando el hombre tiene valor de medir su
propia limitación, reconoce su capacidad de error y admite el derecho de los
demás, la dignidad de los demás, la individualidad de los demás. “Perdón” es el
puente por sobre las ofensas y los atropellos, por sobre las heridas y los
abusos. Es el camino de regreso hasta el punto de partida del egoísmo. “Perdón”
es el salvavidas de la amistad, del amor, de la fraternidad. Es reconocer que
en la prisa de nuestros gestos podemos lastimar, equivocarnos, ser injustos y
ciegos. “Perdón” fue la palabra que me regaló un día mi padre cuando se dio
cuenta que el castigo había sido injusto, o excesivo. “Perdón” fue el pedestal
que él erigió para mi dignidad de niño, pero fue también piedra grande en los
cimientos de mi amor por él.
“Perdón” es la voz del desvalido frente a la
ira ciega del victorioso. “Perdón” es la voz que demanda los derechos del
miedo. “Perdón” es la consigna que resucita la clemencia sepultada bajo
paletadas de odio. “Perdón”, digo, es una de las más hermosas palabras del
idioma. Y por hermosas es perseguida. Y por hermosas es prostituida. Y por
hermosas es vendida, manipulada, ensuciada.
Porque en este tiempo de simulaciones, hasta las palabras más nobles son
víctimas de la falsía, del cálculo, de la simulación. “Perdón” es una palabra
que sirve de patente de corso para justificar anticipadamente las injurias, los
atropellos, las indignidades.
“Perdón” se vuelve la mampuesta del alevoso. El
burladero de los cobardes. La coartada de los rastreros. La justificación de
los viles. El sitial de los bellacos. La trinchera de auto-humillación de los
castrados. Quien ofende teniendo anticipadamente preparada la frase de demanda
de “Perdón” es dos veces despreciable, es más digna de asco que de compasión. Pero
sucede que en nuestro tiempo, no habiendo ya más qué prostituir, qué convertir
en mercancía, en moneda falsa, se ha llegado a prostituir hasta las más nobles
palabras del idioma común, del oxígeno colectivo del pensamiento, de este
santo y amplio camino de la
Humanidad que es el lenguaje.
DEBO PEDIR PERDÓN
He sido mordaz, hiriente y agresivo. Mi sentido
de humor y agresividad de polemista, han tenido con frecuencia la cáustica
textura del chichicaste en la piel ajena. A veces me río de mí mismo. Pero eso
no me lastima ni me hace daño. Hasta cómo me resulta. Pero cuando me río de los
demás, mi risa se vuelve cruel, irresponsable. Y acaso ellos no tienen esta
manera de reírse de ellos mismos que me proteje a mí. Por esto y por otras
cosas debo pedir perdón. Debo pedir perdón porque he sido intolerante con las
ideas ajenas. A veces el convencimiento de mi propia manera de pensar me vuelve
fanático. Llego a creer que soy el único poseedor de la única verdad. Entonces
es cuando más equivocado estoy.
Debo pedir perdón porque he sido irrespetuoso
conmigo mismo. Y si no me respeto a mí
¿cómo aprenderé a respetar a los demás? Y si no respeto a los demás ¿con qué
derecho me voy a respetar a mí? Y tanto ellos como yo somos gente respetable.
Debo pedir perdón porque he sido irresponsable, porque he descuidado deberes,
porque he dejado que la realidad -sin
timón ni brújula- se embrolle y se
complique. Y una realidad así no puede dar todos los frutos que se espera de
ella. Debo pedir perdón porque he juzgado con ligereza las actitudes de la
gente y he exigido, en cambio, que a mí se me juzgue con benevolencia, con
detenimiento, con mayor valoración de mis cualidades que de mis defectos. Debo
pedir perdón porque he inculpado a otros por mis errores. Porque he descargado
en otros mis tensiones. Porque he culpado a otros de mis fracasos. Porque he
amparado en la imperfección de otros mi propia imperfección. Debo pedir perdón
porque he permitido que otros me hagan daño, con la excusa cruel de que su
propia conciencia habrá de castigarlos. Debí, por el contrario, defenderme para
bien mío, de ellos y de la relación entre los seres humanos. Su conciencia, en
realidad, los amargó después y acaso de manera más profunda y prolongada que el
daño que les permití hacerme y hubo en ello un placer cruel de víctima de mi
parte.
Debo pedir perdón por mi apatía: ante la pena
de otros tuve miedo de empañar mi felicidad y me encogí de hombros y me refugié
en mi egoísmo tranquilo. Debo pedir perdón por mi generosidad satisfactoria y
porque a veces, tras hacer un favor, me sorprendí mirándome en un secreto
espejo, admirándome y pensando: “Que buenos sos, Manuel José”. Debo pedir
perdón por mis sueños: por refugiarme en ellos, por darles mucho más
importancia que a los sueños de los demás, por considerar los míos mucho más
dignos e inteligentes que los de otros. Debo pedir perdón porque he buscado
competir. Y competir no es sólo triunfar: es, también, derrotar a otros. Es,
también, salir derrotado a veces, acumular resentimiento, obligar a que otros
lo acumulen en ellos mismos por mi causa. Debo pedir perdón porque he tenido la
soberbia de callar mis penas y mis angustias, por orgullo. Y porque, en otras
ocasiones, he abrumado a los demás con ellas, por cobardía y debilidad de mi
parte. Debo pedir perdón por tantas cosas, por tanta vanidad, por tanto egoísmo
y por la habilidad que tengo para disfrazarlos. Debo reconocer -y reconozco-
la parte de responsabilidad que tengoen el odio, en el dolor, en la incomprensión y
en la soledad de los seres humanos. Debo reconocer -y reconozco-
que yo también tengo culpa, algún grado de culpa, de que la vida no sea
más clara y hermosa. Debo reconocer -y
reconozco- que tengo la obligación de
cambiar, de ser diferente, de integrarme a la humanidad como un átomo suyo,
útil, feliz y solidario.
Debo pedir perdón. Lo pido. Porque estoy
tratando de merecerlo.
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