Pienso
en la infancia de mi madre, rota por la sublevación de Franco, y reparo en que
Almudéver y otros jóvenes como él combatieron a los fascistas con mucho corazón
y pocas balas. Arrojar porquería sobre su memoria me parece una inexcusable
indignidad. Por eso, me cago en Pérez-Reverte y en los gilipollas que le han
encumbrado. ¡Vivan las Brigadas Internacionales!
ME CAGO
EN PÉREZ-REVERTE:
¡VIVAN
LAS BRIGADAS INTERNACIONALES!
José Eduardo Almudéver |
Por Rafael Narbona
Siempre he considerado a Arturo Pérez-Reverte un
macarra envalentonado por el éxito de su mediocre literatura. En una época que
impide permanecer al margen de la historia, sin convertirse en cómplice de la
ofensiva neoliberal contra los derechos y libertades de los ciudadanos, no está
de más recordar su deleznable artículo “La guerra que todos perdimos”
(19-04-11), donde mete en el mismo saco al “mono azul de miliciano, la boina de
requeté o la camisa azul de Falange”. Pérez-Reverte tampoco establece
distinciones entre los voluntarios de las Brigadas Internacionales y los
voluntarios de la Italia fascista o la Alemania nazi. Todos eran “hijos de puta
que ni siquiera sabían hablar en castellano y vinieron aquí a mojar en la
sangre y en la muerte que solo era de nuestra incumbencia, sin que a ellos les
hubiera dado nadie maldita vela en nuestro entierro”. Al releer esta miserable
frase, he recordado el homenaje de Luis Cernuda a los brigadistas en su hermoso
poema “1936”: “Gracias, compañero, gracias / por el ejemplo. Gracias por que me
dices / que el hombre es noble. / Nada importa que tan pocos lo sean: / uno,
uno tan solo basta / como testigo irrefutable / de toda la nobleza humana”.
59.380 brigadistas de 54 países diferentes
lucharon en la guerra civil española (sería más correcto decir “guerra de
clases”). No eran soldados profesionales, sino trabajadores, intelectuales o ex
combatientes de la Gran Guerra reclutados por la Internacional Comunista. 15.000
perdieron la vida en el campo de batalla, muchas veces con edades que apenas
rozaban los veinte años. Los primeros brigadistas llegaron a Albacete el 14 de
octubre de 1936. Entre ellos había escritores de notable talento como Ralph
Winston Fox y John Conrford. De nacionalidad británica, ambos murieron en la
batalla de Lopera, una estrepitosa derrota que no obstante frenó el avance
franquista hacia Andújar y Jaén. En la batalla del Jarama, cayó el poeta
irlandés Charles Donnelly, que se refugió en unas olivas, huyendo del fuego de
las ametralladoras franquistas instaladas en el cerro Pingarrón. Poco antes de
morir, susurró: “Incluso las olivas sangran”. El poeta inglés Christopher
Caudwell también falleció en el frente del Jarama. La presencia de numerosos
escritores, poetas, médicos, artistas y científicos en las Brigadas
Internacionales explica que algunos historiadores hayan descrito a los
voluntarios como “la unidad militar más intelectual de la historia”.
Las Brigadas Internacionales desempeñaron un
papel esencial en la Batalla de Madrid. 1.550 hombres y 78 mujeres
establecieron su cuartel general en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad Complutense. Gracias a su enorme despliegue y a sus abundantes
bajas, pudieron frenar a los golpistas en la Casa de Campo, la carretera de
Valencia y la sierra de Guadarrama. Las Brigadas Internacionales no resultaron
menos cruciales en la Batalla del Jarama y en la Batalla de Guadalajara. No
tuvieron tanto éxito en la Batalla de Belchite y en la Batalla de Teruel
sufrieron muchas bajas, intentando evitar que las tropas franquistas
reconquistaran la plaza. Su sacrificio no fue menor en la Batalla de Caspe y en
la Batalla del Ebro, donde intervinieron como tropas de choque. Su actividad
como guerrilla fue particularmente meritoria, pues se infiltraron en pequeños
grupos en las líneas enemigas para sabotear su red de comunicaciones. En 1938,
el número de voluntarios se había reducido a un tercio. El 21 de septiembre,
Juan Negrín, Presidente del Gobierno, anunció la retirada inmediata e
incondicional de los combatientes extranjeros del bando republicano, con la
ingenua esperanza de que el bando sublevado respondiera con un gesto semejante.
El 28 de octubre de 1938 se organizó un homenaje de despedida en Barcelona. Las
Brigadas Internacionales desfilaron por última vez. Manuel Azaña, Negrín,
Companys y Vicente Rojo encabezaron un acto que reunió a 250.000 personas bajo
el lema: “Caballeros de la libertad del mundo: ¡buen camino!”. Dolores
Ibarruri, Pasionaria, pronunció un discurso emotivo y vibrante: “¡Podéis
marcharos orgullosos! Sois la historia, sois la leyenda, sois el ejemplo
heroico de la solidaridad y de la universalidad de la democracia!”. No suele mencionarse
que el 15% de los voluntarios eran de origen judío. La mayoría eran comunistas
o anarquistas sin convicciones religiosas. Muchos de los brigadistas no
pudieron volver a sus países de origen, pues les esperaban dictaduras fascistas
(Alemania, Austria, Italia, Bulgaria). Otros, se enfrentaron a gobiernos que
perseguían al comunismo o les exigían cuentas por haber combatido en las filas
de un ejército extranjero (Canadá, Suiza). Algunos acabaron en campos de
concentración franceses. Otros se incorporaron a la resistencia. Cuatro
brigadistas yugoslavos organizaron el Ejército Partisano de Liberación:
PekoDapcevic, KocaPopovic, KostaNad y Petar Drapsin. Todos son considerados
grandes héroes nacionales. Entre los brigadistas ilustres, puede mencionarse a
Willy Brandt, el pintor mexicano David Alfaro Siqueiros o el mariscal Tito. Los
voluntarios de la Brigada Abraham Lincoln regresaron a Estados Unidos sin
problemas, pero durante los años del macartismo sufrieron el hostigamiento del
gobierno, que les consideraba simpatizantes de la Unión Soviética. El 26 de
enero de 1996 el Congreso de los Diputados les concedió la nacionalidad
española, a cambio de renunciar a su propia nacionalidad. La Ley de Memoria
Histórica eliminó este ofensivo requisito en 2006 y en junio de 2009 la
embajada española en Londres entregó varios pasaportes. La derecha española
nunca ha ocultado su odio hacia las Brigadas Internacionales y ha boicoteado
sistemáticamente cualquier clase de homenaje o reconocimiento.
José Eduardo Almudéver nació en Marsella durante
una gira del circo donde trabajaba su madre, natural de Valencia. Falsificó su
edad para alistarse en las Brigadas Internacionales y no obedeció la orden de
retirarse al extranjero, lo cual le costó ser capturado y recluido en los
durísimos campos de concentración de Los Almendros y Albatera. Al ser liberado,
se enroló en el maquis hasta 1947. Hace poco, con 94 años, evocó su primera
experiencia en el frente: “Íbamos doscientos con fusiles, pero sin balas. Había
que tener corazón para ir a la primera línea a luchar sin una bala”. No puedo
evitar pensar en mi madre, que solo era una niña de doce años cuando le cayó
una bomba de la aviación nazi en la calle de la Palma en el Madrid de 1937. Milagrosamente,
el artefacto no explotó, pero una lluvia de cristales cayó sobre su cuerpo
desnutrido. Mi abuelo era contable del Ministerio de Hacienda y ese mismo año
fue trasladado a Barcelona, gracias a lo cual mi madre pudo contemplar la
despedida de las Brigadas Internacionales y escuchar a la Pasionaria. No ha
olvidado que los voluntarios se marcharon entre abrazos y flores arrojadas por
una multitud conmovida por su valor y altruismo. Tampoco ha olvidado el miedo
que estremeció a Barcelona cuando la Legión y los Tabores de Regulares pisaron
la Avenida del Catorce de Abril, más tarde Avenida del Generalísimo y, en la
actualidad, Avinguda Diagonal.
Con su estilo de rufián familiarizado con las
reyertas y las puñaladas traperas, Pérez-Reverte finaliza su detestable
artículo con un exabrupto: “No es cierto que nos ayudaran; déjenme de milongas
pamperas, de camelos retóricos, de demagogia. El arriba firmante se cisca en la
solidaridad internacional de las derechas y las izquierdas, en los discursos y
en la mandanga”. No establecer diferencias entre un nazi de la Legión Cóndor y
un brigadista como José Eduardo Almudéver constituye una infamia. Sin embargo,
Pérez-Reverte considera que no es suficiente y cita su experiencia como
corresponsal para vomitar más insidias: “Yo he pasado veintiún años yendo a
guerras que no eran mías, y sé de qué iba Hemingway. Por eso me cago en
Hemingway y en la madre que lo parió”. No esperaba menos de un meapilas que ha
adquirido una fama abocada a disiparse tan deprisa como la de José María
Gironella, autor del lamentable best-sellerLos cipreses creen en Dios (1953),
uno de los grandes éxitos de la literatura franquista. Hemingway nunca me ha
inspirado demasiada simpatía. De hecho, creo que se parece bastante a
Pérez-Reverte: fanfarrón, pendenciero, bocazas. Pienso en la infancia de mi
madre, rota por la sublevación de Franco, y reparo en que Almudéver y otros
jóvenes como él combatieron a los fascistas con mucho corazón y pocas balas. Arrojar
porquería sobre su memoria me parece una inexcusable indignidad. Por eso, me cago
en Pérez-Reverte y en los gilipollas que le han encumbrado. ¡Vivan las Brigadas Internacionales!