viernes, 14 de diciembre de 2012

LOS HUESOS…



Reportaje

Tiene la boca abierta, llena de tierra, y uno piensa que el cráneo, en su mueca desencajada, refleja el espanto de la persona al momento de ser asesinada. A la par, en la fosa n° 64, una decena de esqueletos tirados sin orden. Debajo de los esqueletos, hay más esqueletos. Son desaparecidos del conflicto armado. Estos huesos recorrerán un largo itinerario científico. Pasarán por muchas pruebas y análisis hasta que, quizás, algún día, sean identificados y devueltos a la familia que aún los busca.




LOS HUESOS QUE BUSCAN SU NOMBRE



Varios de los cráneos tienen la parte superior cubierta por un trapo. Cuando los mataron les vendaron los ojos. “La Historia con su hacha mayúscula”, decía el escritor Georges Perec.

La fosa se encuentra en una base militar a cinco kilómetros de Cobán. En Alta Verapaz sabían que durante la guerra, los que eran capturados por el ejército o cuerpos paralelos del Estado, eran concentrados allí. Y que luego nadie les volvía a ver. Se suele decir que el asesino vuelve siempre al lugar del crimen. En este caso, el ejército de Guatemala nunca se fue. Sin embargo, en estas vueltas imprevisibles, la Zona Militar 21 de los años ochenta se ha convertido en la base de Creompaz, Comando Regional de Entrenamiento de Operaciones de Mantenimiento de Paz. Bajo la supervisión de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y de instructores extranjeros, oficiales y unidades de kaibiles, futuros cascos azules se entrenan para evitar que en países remotos, otros ejércitos cometan atrocidades como las que se cometieron aquí.

En esta base, todos los edificios son blancos, los vehículos, blancos también, ostentan las siglas U.N. y los letreros están escritos en inglés. Un monumento, un casco militar pintado de azul celeste, exalta la “filosofía del soldado de la ONU”. A un kilómetro del monumento y de los edificios blancos, están las fosas de la guerra.

En el tupido bosque de la base militar, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) ha descubierto este año 78 fosas y exhumado 486 osamentas. Mientras se siguen realizando macabros descubrimientos, la FAFG intenta, hasta donde la ciencia alcanza, identificar cada osamenta.

Casos abiertos y casos cerrados

En 1992, cuatro años antes de que finalizara la guerra civil, un pequeño grupo de arqueólogos y antropólogos guatemaltecos fue reunido por el legendario investigador forense norteamericano Clyde Snow, conocido por las exhumaciones que realizó en Irak, Argentina, Chile, Bosnia y El Salvador. Ellos fueron los primeros en abrir las fosas desperdigadas por toda Guatemala, y los primeros en utilizar procedimientos científicos para reconstruir hechos que desde el poder se intentaban negar.

Tres objetivos movían a estos investigadores: recabar elementos de prueba que permitieran la persecución penal de los responsables del genocidio y las desapariciones forzadas. Intentar descubrir el destino final de los desaparecidos, devolviendo así su identidad a miles de osamentas. Y finalmente, contribuir a la construcción de la memoria histórica de un país tentado por la amnesia y la negación.

Hoy en día, la FAFG cuenta con un equipo de 125 personas, dos laboratorios de antropología forense y un laboratorio de genética. Un esfuerzo científico considerable, financiado en su mayoría por el Sistema de Naciones Unidas, ha permitido analizar más de 1,400 sitios que atestiguan la violencia indiscriminada del conflicto armado interno.

Fredy Peccerelli, director ejecutivo de la FAFG, explica los tres tipos de casos que la Fundación investiga. “El primer tipo es el de las ejecuciones extralegales en las comunidades, sean estas individuales o masivas. En la mayoría de estos casos, hay muchos testigos, hay mucha información, se sabe dónde están las fosas, se sabe muchas veces quiénes fueron los perpetradores, se sabe muy bien quiénes son las víctimas. Es lo que llamamos un contexto de identificación cerrado. Es como cuando se cae un avión, y en base a la lista de pasajeros y tripulantes, se identifican los cuerpos”.

Es difícil determinar los huesos que corresponde a cada cuerpo. Más si están desnudos y unos sobre otros.

El segundo tipo es mucho más complicado. Se trata de las exhumaciones en destacamentos y bases militares como la de Creompaz. De 29 instalaciones militares investigadas por la FAFG, se han encontrado restos humanos en 25. En total, 1,200 osamentas han sido exhumadas hasta hoy en las bases del ejército. Prosigue Peccerelli: “el problema con las instalaciones militares, es que no tenemos conocimiento real de quiénes eran las personas. Es un contexto de identificación abierto”. Para identificar estas osamentas, la FAFG se basa en las pruebas de ADN, así como en testimonios y documentos como el Diario Militar, un documento que registra a 183 personas desaparecidas a manos de las fuerzas de seguridad.


Viene el tercer caso, de lejos el más complejo tanto por la cantidad de osamentas analizadas, como por la baja probabilidad de que se obtengan identificaciones. Se trata de las desapariciones forzadas en centros urbanos. “En este caso, nadie sabe exactamente qué pasó con los cuerpos. Una hipótesis que estamos trabajando es que eran tirados en la calle, recogidos como XX y enterrados en La Verbena, y en otros cementerios municipales de todo el país. Allí empieza la búsqueda compleja en estos cementerios”.

En los tres casos, la identificación de las osamentas se hace mediante un riguroso proceso científico. Es un recorrido muy bien definido en el que cada disciplina, antropología social, antropología forense, arqueología y genética, aporta un elemento clave para descubrir el destino de algunos de los 40 mil desparecidos del conflicto y aportar un poco de certeza sobre unos hechos que muchos han querido minimizar, negar o manipular.

Antropología social: construir el perfil de las víctimas

A unos metros del pórtico de la Catedral de Cobán, hay una pequeña entrada que lleva a la sede de la pastoral de Alta Verapaz. En una diminuta oficina, está Liesl Cohn, jovencísima y risueña antropóloga social. Su trabajo constituye la primera etapa de la identificación de las osamentas.

Contratada desde hace apenas un año, Liesl Cohn ha trabajado en el caso de Creompaz, pero también en el área Ixil y en San Martín Jilotepeque, zonas en donde la represión fue especialmente sangrienta. Ella explica los pasos de sus investigaciones de campo, cuando participa en un desentierro.

– Cuando el Ministerio Público da el permiso para hacer la exhumación, conformamos el equipo, generalmente un antropólogo social, algunos arqueólogos, y a veces un antropólogo forense que viene a apoyar. El trabajo de nosotros, los antropólogos sociales, es hacer una entrevistaantemortem. Abarcamos todo lo que tiene que ver con la víctima: cómo era en vida, su edad, los rasgos físicos que permitan identificarla osteológicamente, si tuvo enfermedades, caídas o lesiones que puedan leerse todavía en los huesos.

Durante muchos años, cuando la FAFG no disponía de un laboratorio genético, los rasgos físicos, especialmente particularidades en los dientes, así como ropa u objetos que llevaban las víctimas, eran las únicas evidencias que permitían identificar a las osamentas exhumadas en las comunidades. Esta información sigue siendo crucial, en especial cuando no se logra obtener una muestra de ADN de los huesos.

Otro aspecto de la entrevista concierne a las actividades del desaparecido.

– Preguntamos, por ejemplo, si estaba en un grupo político, en un grupo de la iglesia, cosas que nos permitan establecer las posibles causas de su muerte o desaparición, explica Liesl Cohn

– ¿Y generalmente, las víctimas tenían vinculación política?

– Se dan casos en que las víctimas iban a la iglesia, o eran catequistas. Casi nunca estaban vinculados a la guerrilla. Algunos formaban parte de comités de agua, escuelas, o eran alcaldes auxiliares, todo lo que tiene que ver con la estructura de la comunidad. Pero que estuvieran políticamente vinculados es muy raro.

Estos testimonios son clave para interpretar lo que, en las etapas posteriores del trabajo, revelarán las fosas y las osamentas. Por ejemplo, en el caso de Cobán, varias personas contaron a los antropólogos, que sobrevivientes de la masacre de Río Negro, en Rabinal, fueron llevados a la Zona Militar 21. Y efectivamente, la fosa número 15 contenía los restos de 63 personas, niños y mujeres en su mayoría. Los huipiles encontrados eran típicos del área de Rabinal.

Los antropólogos sociales se convierten en confidentes de personas cuyas heridas, a pesar de los años, aún están frescas.

– Lo difícil es cuando la gente se quiebra, y hasta le da a uno pena preguntar –admite Liesl Cohn. –Son tantas entrevistas, que a veces se confunden todas. En marzo y abril, aquí en la Pastoral, había colas de gente. Terminaba una entrevista, y había otra. Es difícil involucrarse con todos.

Por fin, los antropólogos sociales se encargan de tomar una muestra de ADN de los familiares de las víctimas. Es una operación muy sencilla: basta con que la persona se introduzca un hisopo en la boca, y lo frote unos segundos contra sus mejillas. Estas muestras son luego comparadas con las que se extraen de las osamentas. En el caso de Creompaz, 308 familias se han acercado a la pastoral de Cobán para entregar su muestra. Hasta ahora, después de 10 meses de trabajo, de las casi 500 osamentas descubiertas en la base militar, una sola ha sido identificada. La víctima era originaria de San Cristóbal Verapaz. La familia ya ha sido informada, pero la FAFG prefiere reservarse su identidad.

En el itinerario científico que conduce a identificaciones como ésta, la antropología social cede el paso a la minuciosa exhumación de las osamentas.

Arqueología: la metódica exhumación de las osamentas

“Debajo de la tierra negra, está el barro café. Cuando el barro y la tierra están revueltos, es que ha habido una alteración del terreno. Allí es donde aparecen las fosas”, explica Edgar Telón, arqueólogo de la FAFG. Estamos de nuevo en Creompaz. A la sombra de guarumos y pinos, un terreno irregular de alrededor de una hectárea. Ésta es la escena del crimen, y como tal, ha sido acordonada con la tradicional cinta plástica amarilla del Ministerio Público.

El terreno está casi totalmente trillado por zanjas paralelas de hasta 40 metros de largo distantes cada una de menos de un metro. Una alegre cuadrilla de excavadores q’eqchies es la encargada de cavarlas. Cuando encuentran un espacio en el que barro y tierra se entremezclan, los arqueólogos acuden y toman el relevo.

Las fosas se descubrieron gracias a las indicaciones de prisioneros sobrevivientes y de testigos militares. Sin ellos, hubiera sido imposible encontrar nada en la inmensa extensión de la base militar.

Plaza Pública acompañó durante dos días a los tres arqueólogos a cargo de la investigación. Edgar Telón, Byron Hernández y Julio Ajín forman un equipo joven, entregado, cuyo buen humor y desenfado contrasta con el horror que van sacando a la luz. Antes, trabajaron en diferentes proyectos de arqueología maya. “Al final, las técnicas son las mismas”, señala Edgar Telón.

Los arqueólogos siempre van acompañados por un fiscal auxiliar; en esta ocasión es Víctor Boiton, encargado de que todo se haga según lo que ordena el proceso legal. Y es que, lo que se está llevando a cabo en Creompaz constituye, como lo recuerda Boiton, un “allanamiento, registro y secuestro de evidencias”. Como tal, para realizarlo se necesita la orden de un juez, y como tal, por disposición constitucional, sólo puede efectuarse entre las 6 de la mañana y 6 de la tarde. Cada osamenta es una evidencia, y por lo tanto, debe poder asegurarse una cadena de custodia que garantice que no se implanten o escamoteen pruebas.

“La investigación es por delitos de genocidio y lesa humanidad. Se buscan los medios de convicción para imputarle a alguien la responsabilidad de los hechos. La investigación se basa en quienes estaban a cargo de las instalaciones militares. Son procesos largos, pero gracias a Dios, la fiscal general ha dado bastante apoyo” afirma Boiton.

El sitio de excavación está resguardado las 24 horas del día por la policía. Junto al fiscal y a los agentes de turno, hace también presencia un representante de la asociación Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (Famdegua). Esta asociación es la querellante adhesiva para el caso Creompaz. Habiendo impulsado la excavación en la base militar, permanece allí para garantizar a las familias de las víctimas que el proceso se está llevando a cabo de buena manera.

Los esfuerzos de los arqueólogos se centran ahora en la fosa n° 64, una de las más difíciles por el número de cuerpos: hasta ahora han exhumado 20 osamentas, pero quedan muchas más debajo, amontonados en un espacio de 2.50 por 1.70 metros. Pocas de las osamentas tienen ropa y se vuelve más delicado determinar a qué cuerpos pertenecen qué huesos. En ocasiones los tres arqueólogos discuten acaloradamente, hasta encontrar un consenso, sobre a qué cráneo adjudicar tales vértebras, tales clavículas, tales costillas y húmeros.

El trabajo requiere paciencia. Sus instrumentos son rudimentarios: brochas, pinceles, palillos de los que se usan para hacer brochetas, tamices y un par de tenazas para cortar raíces. Con eso van quitando meticulosamente la tierra que rodea cada hueso. Cuando una osamenta está lo suficientemente expuesta, es removida y colocada en una caja de cartón que lleva el número del cuerpo y de la fosa. Se le agrega la ropa, los objetos que se pudieron recuperar, y una vez sellada, parte hacia el laboratorio de antropología forense, en la capital.

A medida que baja el nivel de la tierra, a una cadencia lentísima, se toma una foto del conjunto de la fosa, así como las medidas de orientación y posición de los esqueletos. Edgar Telón dibuja además un croquis con todos los elementos a la vista. “Cuando uno excava una fosa, está destruyendo la escena del crimen. Por eso es importante poderla recrear a través de fotos y dibujos. No es sólo para mostrársela a la familia, a los jueces y a los fiscales, sino también algún día, esperamos, que llegue a un libro de historia”, comentaba en la oficina central de la FAFG Fredy Peccerelli, director de la FAFG.

Los arqueólogos están muy pendientes de cualquier objeto que ayude a identificar a una víctima. Byron Hernández y Julio Ajín recuerdan, por ejemplo, un anillo de matrimonio que aún estaba en el dedo de un cuerpo.

–Era un anillo de oro, y en la cara interna decía: Aurora, 28 de diciembre de 1982, recuerda Hernández.

En otra ocasión, un arqueólogo encontró una cédula de vecindad. Pertenecía a un hombre originario de una aldea de Quiriguá, Izabal. En estos casos, la joya y el documento son indicios clave para la identificación de las víctimas, pero además determinan una fecha límite antes de la cual no pudieron haber ocurrido los crímenes. Cualquier indicio que ayude a fechar la fosa es valiosísimo: una moneda, una prenda con el logo de alguna marca, o, en el caso de unos cuerpos que vestían uniformes militares, el tipo de camuflaje, el cual ha evolucionado con los años en el ejército guatemalteco. La cédula de vecindad mencionada tenía por año de emisión 1992, lo que demuestra que las ejecuciones en Creompaz siguieron hasta casi terminada la guerra. La FAFG ya había empezado a abrir fosas cuando ese hombre fue asesinado.

Mientras excavan, los arqueólogos comentan algunas de las características de lo hallado en Creompaz. Los ojos vendados, las manos y los pies amarrados, son pruebas claras de que las personas fueron ejecutadas. Sin embargo, no es evidente cómo procedieron los homicidas. En otros destacamentos militares, como el de Comalapa, el 80 por ciento de las osamentas descubiertas presentaban impactos de bala en el cráneo. En Cobán, son una minoría las que presentan heridas. “Si no hay trauma, no se puede definir cómo murieron. Muchos van a quedar como causa de muerte indeterminada”, indica Telón.

Algunos testimonios indican, sin embargo, que las personas eran ahorcadas o asfixiadas. Sobre una osamenta se encontró efectivamente la varilla metálica de un garrote. Pero estas versiones no pueden ser confirmadas por el análisis de los huesos.

Un extraño descubrimiento

Al día siguiente, el equipo de arqueólogos se dirige hacia otra zona de la base militar en donde también se han hecho hallazgos. Es un sitio distinto. No se trata de fosas. En medio de los árboles, a ras de tierra, hay una pila de ropa vieja. Su presencia allí sigue siendo un misterio. Sólo una cosa es segura: pertenecía a las víctimas ejecutadas en la base. Como prueba, algunos huesos del tórax, clavículas o costillas, que se encontraron dentro de las camisas o playeras.

La única explicación que encuentran los arqueólogos es que, en algún momento, los militares abrieron ciertas fosas, y, por razones imposibles de adivinar, separaron la ropa de las osamentas lo mejor que pudieron. Luego, se deshicieron de la ropa en ese lugar apartado en medio del bosque. El cuadro recuerda, salvando las proporciones, la imagen de las montañas de ropa y zapatos descubiertas al liberarse los campos de concentración nazis.

Unos días antes, los arqueólogos tendieron sobre la pila de ropa, una retícula: una red cuadriculada de cuerdas que sirven para establecer la posición de cada elemento. Ahora están ante la tarea de recoger, clasificar, registrar y empacar cada prenda. Camisas, pantalones, chaquetas, botas, suéteres, blusas. Prendas húmedas y tan deterioradas que cuesta encontrarles forma, pasan entre sus manos protegidas por guantes de látex.

–¡Se abrió paca! –exclama el más bromista.

–¡A cinco quetzales la prenda! –le sigue la corriente otro.

Al igual que los periodistas de nota roja o los bomberos, los trabajadores de la FAFG han adquirido una indispensable coraza protectora. El humor macabro, lejos de ser una falta de respeto, se percibe como una defensa ante el horror.

Aún así, a los arqueólogos se les quitan las ganas de bromear cuando, entre la ropa, aparece una pequeña blusa rosada de una niña que no tendría más de nueve años. Y luego cuando descubren la prenda de un niño de tres o cuatro años, una camisetita cuyo estampado aún muestra un gato persiguiendo a un ratón.

Empiezan a oírse, a lo lejos, disparos y ráfagas de fusiles automáticos. En un campo de tiro aledaño, los soldados de la paz entrenan. Más cercanos, gritos, órdenes, cantos y consignas. Tras la frondosa vegetación, se oye una columna de soldados avanzando por un camino. Es como si, mientras los arqueólogos analizaran las huellas del genocidio, el estrépito de esos años de violencia se dejara oír nuevamente. Un flashback auditivo de escalofriante intensidad.

Mientras, los arqueólogos siguen analizando la pila de ropa y extrayendo objetos: un rosario con perlas blancas de plástico, una moneda de cinco centavos emitida en 1978, un peine negro. Aparece un pantalón militar, alrededor de la cintura, no hay un cinturón, sino una cuerda de nylon.

–Tal vez lo llevaba un guerrillero, y por eso no tenía cinturón–, arriesga Byron Hernández.

De cuando en cuando, un hueso humano aparece y los arqueólogos fotografían en el lugar exacto donde lo encontraron. Edgar Telón dibuja, a medida que la pila de ropa va menguando, cada etapa del trabajo. Difícil saber si todo esto servirá algún día para identificar a una víctima, o para alguna persecución penal.

Termina la jornada de trabajo

Los excavadores q’eqchies forman tercios de leña para llevar a sus casas. Los arqueólogos vuelven a Cobán a dejar la ropa recogida en el almacén de evidencias. Les queda una semana de trabajo en Creompaz antes de ser relevados por otro equipo de arqueólogos.

Antropología forense: cómo los huesos cuentan su historia

Es una mansión art déco como sólo las hay en la Zona 2 de la ciudad de Guatemala. Fue construida antes de que las élites económicas huyeran hacia suburbios alejados del centro. Es ostentosa en su extraña arquitectura, piscina en el patio e inmensos ventanales que antaño debían ofrecer amplias vistas, hasta que un muro perimetral la aislara del exterior. La FAFG ha instalado allí su laboratorio de antropología forense.

Claudia Rivera, directora de operaciones, nos guía a través de un pasillo atestado de cajas de cartón recién llegadas de Creompaz. El corredor desemboca en un inmenso salón oval en donde los dueños originales probablemente organizaban fiestas y bailes. Una docena de antropólogos forenses está de pie, cada uno frente su propia mesa de trabajo. Sobre cada mesa, está desplegada una osamenta.

Claudia Rivera va de mesa en mesa, explicando los pormenores del trabajo de los expertos.

“Lo primero es poner la osamenta en posición anatómica. Se hace un inventario de los huesos, y se marca en una ficha si están presentes, ausentes o incompletos. Se rellena otra ficha, el registro tafonómico que indica todo lo que le pasó a un cuerpo: si fue alterado por insectos, roedores, perros, si fue removido, si fue quemado, si las raíces rompieron o dispersaron los huesos, si hay fracturas por excavación, lo que puede pasar porque el arqueólogo no tiene ojos en la piocha. Todo eso se registra”.

Una vez realizado este paso, el analista establece el perfil del individuo, sexo, edad, estatura. Se hace también el registro antemortem que indica si la osamenta presenta fracturas o lesiones anteriores a la muerte de la persona, así como un minucioso análisis dental. Trabajos dentales típicos de las zonas rurales, como las estrellitas o las iniciales de oro, permiten en ocasiones individualizar a las osamentas.

Claudia Rivera se acerca a una mesa en donde están esparcidos unos pocos huesos de color negruzco. Son tan escasos que ni siquiera se pueden ordenar anatómicamente. Un profano pensaría que ninguna información puede extraerse de una osamenta tan dañada e incompleta. Sin proponérselo, en unos segundos, la antropóloga demuestra lo contrario con este caso nuevo para ella.

–Aquí, como no hay repetición de huesos, podemos decir que es un solo individuo, y que es un niño, por el largo de los huesos. Un niño o un enano…

La antropóloga toma un hueso, y, después de observarlo unos segundos indica:

–Mira el tamaño del hueso: es muy corto y ya está fusionado. Era un adulto muy pequeño de estatura. Podría ser femenino.

Encuentra entonces un hueso de la pelvis y, formando una escuadra con su pulgar y su índice, mide un ángulo específico. Declara:

–Sí, es una mujer chiquitita–. Su atención se posa sobre unas vértebras. –Los huesos son muy ligeros. Tenía osteoporosis. Era una viejita muy pequeñita. Era una “miniseñorcititita”.

Frente a su osamenta, casi podría uno imaginarla en vida. Y queda la duda: ¿cómo fue que una ancianita diminuta se convirtió en objetivo militar?

En algunos casos, los huesos pueden indicar la ocupación de la persona. Por ejemplo, vértebras del cuello fusionadas entre ellas o con el cráneo, delatan que la persona acostumbraba a cargar bultos con mecapal. “Es lo que llamamos estrés ocupacional: gestos mecánicos repetidos todo el tiempo. Trabajamos el caso una señora que hacía canastos, y presentaba desgaste en los dientes por jalar la palma. Una señora tejedora, tenía crecimientos grandes en los pies y las rodillas, por la posición hincada en que se maneja el telar de cintura”, indica Rivera. Cualquier detalle puede llevar a estos peculiares detectives a una identificación.

Una vez que los analistas saben algo del individuo, proceden a investigar las causas posibles de su muerte. No siempre se puede: hay asesinatos que no dejan rastro en los huesos. Pero otros presentan muestras de una violencia demente. Claudia Rivera se acerca a una osamenta casi completa y bien conservada descubierta en San Martín Jilotepeque, Chimaltenango. Un antropólogo forense trabaja en registrar todas las marcas de brutalidad que presenta.

“Este caso es importante porque tiene bastantes lesiones cortocontundentes, hechas, pensamos, con un machete. En la cara tiene una aquí, y otra aquí que le partió los dientes. En la mandíbula tiene otro corte,” explica la investigadora señalando cada golpe. La osamenta presenta más de 16 cortes en todo el cuerpo, incluidas lesiones defensivas en los brazos, que muestran que el hombre intentó protegerse cuando lo golpeaban. Tiene además tres heridas de bala. Estaba decapitado, y no se ha encontrado el brazo derecho. “No sólo lo querían matar, hay una saña tremenda”, dice Rivera. En la fosa donde estaba, también había dos niños.

Las mesas del laboratorio presentan osamentas en muy distintos estados de conservación. Aunque estén en tierra desde la misma época, algunos esqueletos están muy bien preservados, mientras que otros ya se han convertido en polvo, polvo que la FAFG está obligada a conservar. Todo depende de la calidad del suelo. “En Sololá, la tierra es tan suave, que encontrás hasta las uñas y el pelo. Pero, en el área de Panzós, en el área norte de Quiché y Alta Verapaz, la tierra es roja. Es una tierra muy ácida y deshace los huesos”. Como ejemplo, Claudia Rivera muestra un peroné que se cae en pedazos.

Cada elemento de la osamenta que permite obtener información, ya sea sobre el perfil de la víctima o las causas de su muerte, se registra en fotografías. También se toma una placa de rayos X de los huesos, que en ocasiones revelan restos de balas. Una vez terminado el análisis de una osamenta, los peritos extraen una muestra de hueso o un diente que parte hacia el laboratorio de genética.

Cada osamenta es reintroducida en su caja de cartón, y guardada en las estanterías de las laberínticas bodegas de la FAFG. Los esqueletos pueden descansar por un tiempo, luego de tanto ajetreo y atenciones. Más de 1,300 cajas contienen osamentas a la espera del día en que sean identificadas y devueltas a sus familias.










Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.

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