Reportaje
Tiene la boca abierta, llena
de tierra, y uno piensa que el cráneo, en su mueca desencajada, refleja el
espanto de la persona al momento de ser asesinada. A la par, en la fosa n° 64,
una decena de esqueletos tirados sin orden. Debajo de los esqueletos, hay más
esqueletos. Son desaparecidos del conflicto armado. Estos huesos recorrerán un
largo itinerario científico. Pasarán por muchas pruebas y análisis hasta que,
quizás, algún día, sean identificados y devueltos a la familia que aún los
busca.
LOS HUESOS QUE BUSCAN SU
NOMBRE
Varios de los cráneos tienen la parte superior cubierta por un trapo.
Cuando los mataron les vendaron los ojos. “La Historia con su hacha mayúscula”,
decía el escritor Georges Perec.
La fosa se encuentra en una base militar a cinco kilómetros de Cobán. En
Alta Verapaz sabían que durante la guerra, los que eran capturados por el
ejército o cuerpos paralelos del Estado, eran concentrados allí. Y que luego
nadie les volvía a ver. Se suele decir que el asesino vuelve siempre al lugar
del crimen. En este caso, el ejército de Guatemala nunca se fue. Sin embargo,
en estas vueltas imprevisibles, la Zona Militar 21 de los años ochenta se ha
convertido en la base de Creompaz, Comando Regional de Entrenamiento de Operaciones
de Mantenimiento de Paz. Bajo la supervisión de la Organización de Naciones
Unidas (ONU) y de instructores extranjeros, oficiales y unidades de kaibiles,
futuros cascos azules se entrenan para evitar que en países remotos, otros
ejércitos cometan atrocidades como las que se cometieron aquí.
En esta base, todos los edificios son blancos, los vehículos, blancos
también, ostentan las siglas U.N. y los letreros están escritos en inglés. Un
monumento, un casco militar pintado de azul celeste, exalta la “filosofía del
soldado de la ONU”. A un kilómetro del monumento y de los edificios blancos,
están las fosas de la guerra.
En el tupido bosque de la base militar, la Fundación de Antropología
Forense de Guatemala (FAFG) ha descubierto este año 78 fosas y exhumado 486
osamentas. Mientras se siguen realizando macabros descubrimientos, la FAFG
intenta, hasta donde la ciencia alcanza, identificar cada osamenta.
Casos abiertos y casos
cerrados
En 1992, cuatro años antes de que finalizara la guerra civil, un pequeño
grupo de arqueólogos y antropólogos guatemaltecos fue reunido por el legendario
investigador forense norteamericano Clyde Snow, conocido por las exhumaciones
que realizó en Irak, Argentina, Chile, Bosnia y El Salvador. Ellos fueron los
primeros en abrir las fosas desperdigadas por toda Guatemala, y los primeros en
utilizar procedimientos científicos para reconstruir hechos que desde el poder
se intentaban negar.
Tres objetivos movían a estos investigadores: recabar elementos de prueba
que permitieran la persecución penal de los responsables del genocidio y las
desapariciones forzadas. Intentar descubrir el destino final de los
desaparecidos, devolviendo así su identidad a miles de osamentas. Y finalmente,
contribuir a la construcción de la memoria histórica de un país tentado por la
amnesia y la negación.
Hoy en día, la FAFG cuenta con un equipo de 125 personas, dos laboratorios
de antropología forense y un laboratorio de genética. Un esfuerzo científico
considerable, financiado en su mayoría por el Sistema de Naciones Unidas, ha
permitido analizar más de 1,400 sitios que atestiguan la violencia
indiscriminada del conflicto armado interno.
Fredy Peccerelli, director ejecutivo de la FAFG, explica los tres tipos de
casos que la Fundación investiga. “El primer tipo es el de las ejecuciones
extralegales en las comunidades, sean estas individuales o masivas. En la
mayoría de estos casos, hay muchos testigos, hay mucha información, se sabe
dónde están las fosas, se sabe muchas veces quiénes fueron los perpetradores,
se sabe muy bien quiénes son las víctimas. Es lo que llamamos un contexto de
identificación cerrado. Es como cuando se cae un avión, y en base a la lista de
pasajeros y tripulantes, se identifican los cuerpos”.
Es difícil determinar los huesos que corresponde a cada cuerpo. Más si
están desnudos y unos sobre otros.
El segundo tipo es mucho más complicado. Se trata de las exhumaciones en
destacamentos y bases militares como la de Creompaz. De 29 instalaciones
militares investigadas por la FAFG, se han encontrado restos humanos en 25. En
total, 1,200 osamentas han sido exhumadas hasta hoy en las bases del ejército.
Prosigue Peccerelli: “el problema con las instalaciones militares, es que no
tenemos conocimiento real de quiénes eran las personas. Es un contexto de
identificación abierto”. Para identificar estas osamentas, la FAFG se basa en
las pruebas de ADN, así como en testimonios y documentos como el Diario
Militar, un documento que registra a 183 personas desaparecidas a manos de las
fuerzas de seguridad.
Viene el tercer caso, de lejos el más complejo tanto por la cantidad de
osamentas analizadas, como por la baja probabilidad de que se obtengan
identificaciones. Se trata de las desapariciones forzadas en centros urbanos.
“En este caso, nadie sabe exactamente qué pasó con los cuerpos. Una hipótesis
que estamos trabajando es que eran tirados en la calle, recogidos como XX y
enterrados en La Verbena, y en otros cementerios municipales de todo el país.
Allí empieza la búsqueda compleja en estos cementerios”.
En los tres casos, la identificación de las osamentas se hace mediante un
riguroso proceso científico. Es un recorrido muy bien definido en el que cada
disciplina, antropología social, antropología forense, arqueología y genética,
aporta un elemento clave para descubrir el destino de algunos de los 40 mil
desparecidos del conflicto y aportar un poco de certeza sobre unos hechos que
muchos han querido minimizar, negar o manipular.
Antropología social:
construir el perfil de las víctimas
A unos metros del pórtico de la Catedral de Cobán, hay una pequeña entrada
que lleva a la sede de la pastoral de Alta Verapaz. En una diminuta oficina,
está Liesl Cohn, jovencísima y risueña antropóloga social. Su trabajo
constituye la primera etapa de la identificación de las osamentas.
Contratada desde hace apenas un año, Liesl Cohn ha trabajado en el caso de
Creompaz, pero también en el área Ixil y en San Martín Jilotepeque, zonas en
donde la represión fue especialmente sangrienta. Ella explica los pasos de sus
investigaciones de campo, cuando participa en un desentierro.
– Cuando el Ministerio Público da el permiso para hacer la exhumación,
conformamos el equipo, generalmente un antropólogo social, algunos arqueólogos,
y a veces un antropólogo forense que viene a apoyar. El trabajo de nosotros,
los antropólogos sociales, es hacer una entrevistaantemortem. Abarcamos todo lo
que tiene que ver con la víctima: cómo era en vida, su edad, los rasgos físicos
que permitan identificarla osteológicamente, si tuvo enfermedades, caídas o
lesiones que puedan leerse todavía en los huesos.
Durante muchos años, cuando la FAFG no disponía de un laboratorio genético,
los rasgos físicos, especialmente particularidades en los dientes, así como
ropa u objetos que llevaban las víctimas, eran las únicas evidencias que
permitían identificar a las osamentas exhumadas en las comunidades. Esta información
sigue siendo crucial, en especial cuando no se logra obtener una muestra de ADN
de los huesos.
Otro aspecto de la entrevista concierne a las actividades del desaparecido.
– Preguntamos, por ejemplo, si estaba en un grupo político, en un grupo de
la iglesia, cosas que nos permitan establecer las posibles causas de su muerte
o desaparición, explica Liesl Cohn
– ¿Y generalmente, las víctimas tenían vinculación política?
– Se dan casos en que las víctimas iban a la iglesia, o eran catequistas.
Casi nunca estaban vinculados a la guerrilla. Algunos formaban parte de comités
de agua, escuelas, o eran alcaldes auxiliares, todo lo que tiene que ver con la
estructura de la comunidad. Pero que estuvieran políticamente vinculados es muy
raro.
Estos testimonios son clave para interpretar lo que, en las etapas
posteriores del trabajo, revelarán las fosas y las osamentas. Por ejemplo, en
el caso de Cobán, varias personas contaron a los antropólogos, que
sobrevivientes de la masacre de Río Negro, en Rabinal, fueron llevados a la
Zona Militar 21. Y efectivamente, la fosa número 15 contenía los restos de 63
personas, niños y mujeres en su mayoría. Los huipiles encontrados eran típicos
del área de Rabinal.
Los antropólogos sociales se convierten en confidentes de personas cuyas
heridas, a pesar de los años, aún están frescas.
– Lo difícil es cuando la gente se quiebra, y hasta le da a uno pena
preguntar –admite Liesl Cohn. –Son tantas entrevistas, que a veces se confunden
todas. En marzo y abril, aquí en la Pastoral, había colas de gente. Terminaba
una entrevista, y había otra. Es difícil involucrarse con todos.
Por fin, los antropólogos sociales se encargan de tomar una muestra de ADN
de los familiares de las víctimas. Es una operación muy sencilla: basta con que
la persona se introduzca un hisopo en la boca, y lo frote unos segundos contra
sus mejillas. Estas muestras son luego comparadas con las que se extraen de las
osamentas. En el caso de Creompaz, 308 familias se han acercado a la pastoral
de Cobán para entregar su muestra. Hasta ahora, después de 10 meses de trabajo,
de las casi 500 osamentas descubiertas en la base militar, una sola ha sido
identificada. La víctima era originaria de San Cristóbal Verapaz. La familia ya
ha sido informada, pero la FAFG prefiere reservarse su identidad.
En el itinerario científico que conduce a identificaciones como ésta, la
antropología social cede el paso a la minuciosa exhumación de las osamentas.
Arqueología: la metódica
exhumación de las osamentas
“Debajo de la tierra negra, está el barro café. Cuando el barro y la tierra
están revueltos, es que ha habido una alteración del terreno. Allí es donde
aparecen las fosas”, explica Edgar Telón, arqueólogo de la FAFG. Estamos de
nuevo en Creompaz. A la sombra de guarumos y pinos, un terreno irregular de
alrededor de una hectárea. Ésta es la escena del crimen, y como tal, ha sido
acordonada con la tradicional cinta plástica amarilla del Ministerio Público.
El terreno está casi totalmente trillado por zanjas paralelas de hasta 40
metros de largo distantes cada una de menos de un metro. Una alegre cuadrilla
de excavadores q’eqchies es la encargada de cavarlas. Cuando encuentran un
espacio en el que barro y tierra se entremezclan, los arqueólogos acuden y
toman el relevo.
Las fosas se descubrieron gracias a las indicaciones de prisioneros
sobrevivientes y de testigos militares. Sin ellos, hubiera sido imposible
encontrar nada en la inmensa extensión de la base militar.
Plaza Pública acompañó durante dos días a los tres arqueólogos a cargo de
la investigación. Edgar Telón, Byron Hernández y Julio Ajín forman un equipo
joven, entregado, cuyo buen humor y desenfado contrasta con el horror que van
sacando a la luz. Antes, trabajaron en diferentes proyectos de arqueología
maya. “Al final, las técnicas son las mismas”, señala Edgar Telón.
Los arqueólogos siempre van acompañados por un fiscal auxiliar; en esta
ocasión es Víctor Boiton, encargado de que todo se haga según lo que ordena el
proceso legal. Y es que, lo que se está llevando a cabo en Creompaz constituye,
como lo recuerda Boiton, un “allanamiento, registro y secuestro de evidencias”.
Como tal, para realizarlo se necesita la orden de un juez, y como tal, por
disposición constitucional, sólo puede efectuarse entre las 6 de la mañana y 6
de la tarde. Cada osamenta es una evidencia, y por lo tanto, debe poder
asegurarse una cadena de custodia que garantice que no se implanten o
escamoteen pruebas.
“La investigación es por delitos de genocidio y lesa humanidad. Se buscan
los medios de convicción para imputarle a alguien la responsabilidad de los
hechos. La investigación se basa en quienes estaban a cargo de las
instalaciones militares. Son procesos largos, pero gracias a Dios, la fiscal
general ha dado bastante apoyo” afirma Boiton.
El sitio de excavación está resguardado las 24 horas del día por la
policía. Junto al fiscal y a los agentes de turno, hace también presencia un
representante de la asociación Familiares de Detenidos-Desaparecidos de
Guatemala (Famdegua). Esta asociación es la querellante adhesiva para el caso
Creompaz. Habiendo impulsado la excavación en la base militar, permanece allí
para garantizar a las familias de las víctimas que el proceso se está llevando
a cabo de buena manera.
Los esfuerzos de los arqueólogos se centran ahora en la fosa n° 64, una de
las más difíciles por el número de cuerpos: hasta ahora han exhumado 20
osamentas, pero quedan muchas más debajo, amontonados en un espacio de 2.50 por
1.70 metros. Pocas de las osamentas tienen ropa y se vuelve más delicado
determinar a qué cuerpos pertenecen qué huesos. En ocasiones los tres
arqueólogos discuten acaloradamente, hasta encontrar un consenso, sobre a qué
cráneo adjudicar tales vértebras, tales clavículas, tales costillas y húmeros.
El trabajo requiere paciencia. Sus instrumentos son rudimentarios: brochas,
pinceles, palillos de los que se usan para hacer brochetas, tamices y un par de
tenazas para cortar raíces. Con eso van quitando meticulosamente la tierra que
rodea cada hueso. Cuando una osamenta está lo suficientemente expuesta, es
removida y colocada en una caja de cartón que lleva el número del cuerpo y de
la fosa. Se le agrega la ropa, los objetos que se pudieron recuperar, y una vez
sellada, parte hacia el laboratorio de antropología forense, en la capital.
A medida que baja el nivel de la tierra, a una cadencia lentísima, se toma
una foto del conjunto de la fosa, así como las medidas de orientación y
posición de los esqueletos. Edgar Telón dibuja además un croquis con todos los
elementos a la vista. “Cuando uno excava una fosa, está destruyendo la escena
del crimen. Por eso es importante poderla recrear a través de fotos y dibujos.
No es sólo para mostrársela a la familia, a los jueces y a los fiscales, sino
también algún día, esperamos, que llegue a un libro de historia”, comentaba en
la oficina central de la FAFG Fredy Peccerelli, director de la FAFG.
Los arqueólogos están muy pendientes de cualquier objeto que ayude a
identificar a una víctima. Byron Hernández y Julio Ajín recuerdan, por ejemplo,
un anillo de matrimonio que aún estaba en el dedo de un cuerpo.
–Era un anillo de oro, y en la cara interna decía: Aurora, 28 de diciembre
de 1982, recuerda Hernández.
En otra ocasión, un arqueólogo encontró una cédula de vecindad. Pertenecía
a un hombre originario de una aldea de Quiriguá, Izabal. En estos casos, la
joya y el documento son indicios clave para la identificación de las víctimas,
pero además determinan una fecha límite antes de la cual no pudieron haber
ocurrido los crímenes. Cualquier indicio que ayude a fechar la fosa es
valiosísimo: una moneda, una prenda con el logo de alguna marca, o, en el caso
de unos cuerpos que vestían uniformes militares, el tipo de camuflaje, el cual
ha evolucionado con los años en el ejército guatemalteco. La cédula de vecindad
mencionada tenía por año de emisión 1992, lo que demuestra que las ejecuciones
en Creompaz siguieron hasta casi terminada la guerra. La FAFG ya había empezado
a abrir fosas cuando ese hombre fue asesinado.
Mientras excavan, los arqueólogos comentan algunas de las características
de lo hallado en Creompaz. Los ojos vendados, las manos y los pies amarrados,
son pruebas claras de que las personas fueron ejecutadas. Sin embargo, no es
evidente cómo procedieron los homicidas. En otros destacamentos militares, como
el de Comalapa, el 80 por ciento de las osamentas descubiertas presentaban
impactos de bala en el cráneo. En Cobán, son una minoría las que presentan
heridas. “Si no hay trauma, no se puede definir cómo murieron. Muchos van a
quedar como causa de muerte indeterminada”, indica Telón.
Algunos testimonios indican, sin embargo, que las personas eran ahorcadas o
asfixiadas. Sobre una osamenta se encontró efectivamente la varilla metálica de
un garrote. Pero estas versiones no pueden ser confirmadas por el análisis de
los huesos.
Un extraño descubrimiento
Al día siguiente, el equipo de arqueólogos se dirige hacia otra zona de la
base militar en donde también se han hecho hallazgos. Es un sitio distinto. No
se trata de fosas. En medio de los árboles, a ras de tierra, hay una pila de
ropa vieja. Su presencia allí sigue siendo un misterio. Sólo una cosa es
segura: pertenecía a las víctimas ejecutadas en la base. Como prueba, algunos
huesos del tórax, clavículas o costillas, que se encontraron dentro de las
camisas o playeras.
La única explicación que encuentran los arqueólogos es que, en algún
momento, los militares abrieron ciertas fosas, y, por razones imposibles de
adivinar, separaron la ropa de las osamentas lo mejor que pudieron. Luego, se
deshicieron de la ropa en ese lugar apartado en medio del bosque. El cuadro
recuerda, salvando las proporciones, la imagen de las montañas de ropa y
zapatos descubiertas al liberarse los campos de concentración nazis.
Unos días antes, los arqueólogos tendieron sobre la pila de ropa, una
retícula: una red cuadriculada de cuerdas que sirven para establecer la
posición de cada elemento. Ahora están ante la tarea de recoger, clasificar,
registrar y empacar cada prenda. Camisas, pantalones, chaquetas, botas,
suéteres, blusas. Prendas húmedas y tan deterioradas que cuesta encontrarles
forma, pasan entre sus manos protegidas por guantes de látex.
–¡Se abrió paca! –exclama el más bromista.
–¡A cinco quetzales la prenda! –le sigue la corriente otro.
Al igual que los periodistas de nota roja o los bomberos, los trabajadores
de la FAFG han adquirido una indispensable coraza protectora. El humor macabro,
lejos de ser una falta de respeto, se percibe como una defensa ante el horror.
Aún así, a los arqueólogos se les quitan las ganas de bromear cuando, entre
la ropa, aparece una pequeña blusa rosada de una niña que no tendría más de
nueve años. Y luego cuando descubren la prenda de un niño de tres o cuatro
años, una camisetita cuyo estampado aún muestra un gato persiguiendo a un
ratón.
Empiezan a oírse, a lo lejos, disparos y ráfagas de fusiles automáticos. En
un campo de tiro aledaño, los soldados de la paz entrenan. Más cercanos,
gritos, órdenes, cantos y consignas. Tras la frondosa vegetación, se oye una
columna de soldados avanzando por un camino. Es como si, mientras los
arqueólogos analizaran las huellas del genocidio, el estrépito de esos años de
violencia se dejara oír nuevamente. Un flashback auditivo de escalofriante
intensidad.
Mientras, los arqueólogos siguen analizando la pila de ropa y extrayendo
objetos: un rosario con perlas blancas de plástico, una moneda de cinco
centavos emitida en 1978, un peine negro. Aparece un pantalón militar,
alrededor de la cintura, no hay un cinturón, sino una cuerda de nylon.
–Tal vez lo llevaba un guerrillero, y por eso no tenía cinturón–, arriesga
Byron Hernández.
De cuando en cuando, un hueso humano aparece y los arqueólogos fotografían
en el lugar exacto donde lo encontraron. Edgar Telón dibuja, a medida que la
pila de ropa va menguando, cada etapa del trabajo. Difícil saber si todo esto
servirá algún día para identificar a una víctima, o para alguna persecución
penal.
Termina la jornada de trabajo
Los excavadores q’eqchies forman tercios de leña para llevar a sus casas.
Los arqueólogos vuelven a Cobán a dejar la ropa recogida en el almacén de
evidencias. Les queda una semana de trabajo en Creompaz antes de ser relevados
por otro equipo de arqueólogos.
Antropología forense: cómo
los huesos cuentan su historia
Es una mansión art déco como sólo las hay en la Zona 2 de la ciudad de
Guatemala. Fue construida antes de que las élites económicas huyeran hacia
suburbios alejados del centro. Es ostentosa en su extraña arquitectura, piscina
en el patio e inmensos ventanales que antaño debían ofrecer amplias vistas,
hasta que un muro perimetral la aislara del exterior. La FAFG ha instalado allí
su laboratorio de antropología forense.
Claudia Rivera, directora de operaciones, nos guía a través de un pasillo
atestado de cajas de cartón recién llegadas de Creompaz. El corredor desemboca
en un inmenso salón oval en donde los dueños originales probablemente
organizaban fiestas y bailes. Una docena de antropólogos forenses está de pie,
cada uno frente su propia mesa de trabajo. Sobre cada mesa, está desplegada una
osamenta.
Claudia Rivera va de mesa en mesa, explicando los pormenores del trabajo de
los expertos.
“Lo primero es poner la osamenta en posición anatómica. Se hace un
inventario de los huesos, y se marca en una ficha si están presentes, ausentes
o incompletos. Se rellena otra ficha, el registro tafonómico que indica todo lo
que le pasó a un cuerpo: si fue alterado por insectos, roedores, perros, si fue
removido, si fue quemado, si las raíces rompieron o dispersaron los huesos, si
hay fracturas por excavación, lo que puede pasar porque el arqueólogo no tiene
ojos en la piocha. Todo eso se registra”.
Una vez realizado este paso, el analista establece el perfil del individuo,
sexo, edad, estatura. Se hace también el registro antemortem que indica si la
osamenta presenta fracturas o lesiones anteriores a la muerte de la persona,
así como un minucioso análisis dental. Trabajos dentales típicos de las zonas
rurales, como las estrellitas o las iniciales de oro, permiten en ocasiones
individualizar a las osamentas.
Claudia Rivera se acerca a una mesa en donde están esparcidos unos pocos
huesos de color negruzco. Son tan escasos que ni siquiera se pueden ordenar
anatómicamente. Un profano pensaría que ninguna información puede extraerse de
una osamenta tan dañada e incompleta. Sin proponérselo, en unos segundos, la
antropóloga demuestra lo contrario con este caso nuevo para ella.
–Aquí, como no hay repetición de huesos, podemos decir que es un solo
individuo, y que es un niño, por el largo de los huesos. Un niño o un enano…
La antropóloga toma un hueso, y, después de observarlo unos segundos
indica:
–Mira el tamaño del hueso: es muy corto y ya está fusionado. Era un adulto
muy pequeño de estatura. Podría ser femenino.
Encuentra entonces un hueso de la pelvis y, formando una escuadra con su
pulgar y su índice, mide un ángulo específico. Declara:
–Sí, es una mujer chiquitita–. Su atención se posa sobre unas vértebras.
–Los huesos son muy ligeros. Tenía osteoporosis. Era una viejita muy pequeñita.
Era una “miniseñorcititita”.
Frente a su osamenta, casi podría uno imaginarla en vida. Y queda la duda:
¿cómo fue que una ancianita diminuta se convirtió en objetivo militar?
En algunos casos, los huesos pueden indicar la ocupación de la persona. Por
ejemplo, vértebras del cuello fusionadas entre ellas o con el cráneo, delatan
que la persona acostumbraba a cargar bultos con mecapal. “Es lo que llamamos
estrés ocupacional: gestos mecánicos repetidos todo el tiempo. Trabajamos el
caso una señora que hacía canastos, y presentaba desgaste en los dientes por
jalar la palma. Una señora tejedora, tenía crecimientos grandes en los pies y
las rodillas, por la posición hincada en que se maneja el telar de cintura”,
indica Rivera. Cualquier detalle puede llevar a estos peculiares detectives a
una identificación.
Una vez que los analistas saben algo del individuo, proceden a investigar
las causas posibles de su muerte. No siempre se puede: hay asesinatos que no
dejan rastro en los huesos. Pero otros presentan muestras de una violencia
demente. Claudia Rivera se acerca a una osamenta casi completa y bien
conservada descubierta en San Martín Jilotepeque, Chimaltenango. Un antropólogo
forense trabaja en registrar todas las marcas de brutalidad que presenta.
“Este caso es importante porque tiene bastantes lesiones cortocontundentes,
hechas, pensamos, con un machete. En la cara tiene una aquí, y otra aquí que le
partió los dientes. En la mandíbula tiene otro corte,” explica la investigadora
señalando cada golpe. La osamenta presenta más de 16 cortes en todo el cuerpo,
incluidas lesiones defensivas en los brazos, que muestran que el hombre intentó
protegerse cuando lo golpeaban. Tiene además tres heridas de bala. Estaba
decapitado, y no se ha encontrado el brazo derecho. “No sólo lo querían matar,
hay una saña tremenda”, dice Rivera. En la fosa donde estaba, también había dos
niños.
Las mesas del laboratorio presentan osamentas en muy distintos estados de
conservación. Aunque estén en tierra desde la misma época, algunos esqueletos
están muy bien preservados, mientras que otros ya se han convertido en polvo,
polvo que la FAFG está obligada a conservar. Todo depende de la calidad del
suelo. “En Sololá, la tierra es tan suave, que encontrás hasta las uñas y el
pelo. Pero, en el área de Panzós, en el área norte de Quiché y Alta Verapaz, la
tierra es roja. Es una tierra muy ácida y deshace los huesos”. Como ejemplo,
Claudia Rivera muestra un peroné que se cae en pedazos.
Cada elemento de la osamenta que permite obtener información, ya sea sobre
el perfil de la víctima o las causas de su muerte, se registra en fotografías.
También se toma una placa de rayos X de los huesos, que en ocasiones revelan
restos de balas. Una vez terminado el análisis de una osamenta, los peritos
extraen una muestra de hueso o un diente que parte hacia el laboratorio de
genética.
Cada osamenta es reintroducida en su caja de cartón, y guardada en las
estanterías de las laberínticas bodegas de la FAFG. Los esqueletos pueden
descansar por un tiempo, luego de tanto ajetreo y atenciones. Más de 1,300
cajas contienen osamentas a la espera del día en que sean identificadas y
devueltas a sus familias.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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