Muchas veces, bajo
pretexto de un dudoso humorismo, o de un costumbrismo carente de imaginación,
o -lo que es muchísimo peor- de una falsa identificación con nuestro
pueblo, imitan el hablar del indígena ese nuevo lenguaje. Imitando los giros
defectuosos, el acento penetrado por una lengua original, la pobreza de
vocabulario. Como humorismo, no pasa de burla sangrienta; como costumbrismo, no
llega sino a la más superficial de las cáscaras; como identificación; es
ridícula y penosa.
El hombre del micrófono
debe conocer y manejar no solamente su voz sino, lo que es mil veces más
importante que su voz; su idioma. Si quiere hablar como el indígena, que
aprenda las lenguas indígenas y que las emplee con respeto. Que nunca olvide
que una cabina de radio tiene mucho de cátedra, que ser locutor es ser maestro.
UN MAESTRO
FRENTE A CADA
MICRÓFONO
Por Manuel José Arce
Se llenaron de música los cafetales. Por todas
partes, casi de cada árbol, brotaban las canciones populares, la lluvia de
marimbas, los jugueteros de las guitarras. De cuando en cuando, como piedras
absurdas en medio del camino, las voces de los locutores que incitaban a
comprar cosas.
Los radios de transistores cuelgan del hombro
de los jornaleros. Son un poco como los chuchos compañeros; sombras,
inseparables.
Es la víscera artificial que segrega música. Un
trago de sonidos amables para pasarse el bocado de pobreza.
Vienen de todos lados. Suben de la costa unos. Bajan del altiplano otros.
Aquéllos vienen huyendo del paludismo. Vienen huyendo de la desolación
erosionada los otros. Y el omnipresente radiecito japonés con todos, devorando pilas, devolviendo música.
El mensajero, como quien dice, que les cuenta
cosas difíciles de creer: hay hombres caminando sobre la luna; hay guerras sin
sentido; hay aviones en los que se junta mucha gente para morir acompañada; hay
mundo más allá del horizonte, más allá del volcán y de los tumbos.
El mensajero, pues, pero también el maestro.
Mientras el patrón, arrellanado en su poltrona del corredor del casco de la
finca, lee la noticia ya vieja en el periódico atrasado que llevó de la
capital; el jornalero, encuclillado con sus amigos en el patio, comenta la noticia
fresquecita que el radio de transistores acaba de contarle.
Invade el campo la ciudad a todas horas. Pero
también la ciudad invade el campo. El campo trae no sólo sus productos vitales,
sino también su hambre, su sangre, su fuerza constructora impreparada para las
emboscadas urbanas, para la urgencia y la despiadada competencia de la ciudad.
La ciudad lleva al campo no sólo los adelantos
técnicos, no sólo las medicinas. También su propaganda falaz, sus
distorsionados conceptos sobre la vida, su idioma cada día más extranjero.
El hombre del azadón, el campesino, a veces ni
piensa en el fruto de su trabajo. Pero su trabajo siempre da un fruto bueno,
siempre es cotidiano construir. Aunque su esfuerzo sea administrado a manera de
que sea él quien menos lo disfrute.
El hombre del micrófono casi nunca piensa en el
fruto de su trabajo. Siembra como semillas las palabras. Pero muchas veces
siembra mala-hierba. Siembra más ignorancia injertada de mercantilismo
implacable. Matapalo en el árbol de su idioma.
Muchos hombres del micrófono llevan a los
cafetales la noticia del mundo, amplían horizontes, derrumban muros de
aislamiento.
Pero por desgracia, muchos hombres del
micrófono, también, desnaturalizan su función social. Múltiples lenguas -ancianas y respetables lenguas- fraccionan el mapa idiomático de nuestra
patria. Han dejado de ser medios de comunicación y se han tornado en murallas
de aislamiento. Hay un idioma que no es común, por medio del cual podemos
entendernos todos (¡qué importante es entendernos!). Es un idioma hermoso, que
une, no solo las fracciones de nuestro mapa sino a casi todo el continente que
habitamos. Sus palabras, sus sonidos, su flexibilidad y su riqueza con los
vínculos de nuestro pensamiento, de nuestra emoción, de nuestra manera de
expresar la vida.
Sin caer en una postura “purista”, “casticista”, ni mucho menos “académica”,
digo ahora que el empobrecimiento de ese idioma es dañino para nuestro pueblo.
Muchas veces los hombres del micrófono caen en ese empobrecimiento irresponsable.
Muchas veces, bajo pretexto de un dudoso humorismo, o de un costumbrismo
carente de imaginación, o -lo que es
muchísimo peor- de una falsa
identificación con nuestro pueblo, imitan el hablar del indígena ese nuevo
lenguaje. Imitando los giros defectuosos, el acento penetrado por una lengua
original, la pobreza de vocabulario. Como humorismo, no pasa de burla
sangrienta; como costumbrismo, no llega sino a la más superficial de las
cáscaras; como identificación; es ridícula y penosa.
El hombre del micrófono debe conocer y manejar
no solamente su voz sino, lo que es mil veces más importante que su voz; su
idioma. Si quiere hablar como el indígena, que aprenda las lenguas indígenas y
que las emplee con respeto. Que nunca olvide que una cabina de radio tiene
mucho de cátedra, que ser locutor es ser
maestro.
El habla del pueblo recrea el idioma todos los
días, lo enriquece, lo agiganta. Las lenguas originales de Guatemala han
enriquecido el castellano que usamos entre nosotros. Pero la penetración
cultural extranjera y extranjerizante nos lo empobrece, le castra su hermosa
capacidad expresiva.
Un día, algún día, ojalá llegue el día cuando
en los cafetales los transistores hagan florecer una lengua común que nos una,
cuando el torpe castellano del indio deje de darnos risa, cuando el radio sirva
para enseñar y aprender, en vez de ser una especie de merolico transistorizado
que sólo nos obliga a comprar.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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