sábado, 8 de diciembre de 2012

EL HOMBRE DEL MICRÓFONO




Muchas veces, bajo pretexto de un dudoso humorismo, o de un costumbrismo carente de imaginación, o  -lo que es muchísimo peor-  de una falsa identificación con nuestro pueblo, imitan el hablar del indígena ese nuevo lenguaje. Imitando los giros defectuosos, el acento penetrado por una lengua original, la pobreza de vocabulario. Como humorismo, no pasa de burla sangrienta; como costumbrismo, no llega sino a la más superficial de las cáscaras; como identificación; es ridícula y penosa.

El hombre del micrófono debe conocer y manejar no solamente su voz sino, lo que es mil veces más importante que su voz; su idioma. Si quiere hablar como el indígena, que aprenda las lenguas indígenas y que las emplee con respeto. Que nunca olvide que una cabina de radio tiene mucho de cátedra, que ser locutor es ser maestro.





UN MAESTRO
FRENTE A CADA MICRÓFONO


 Por Manuel José Arce



Se llenaron de música los cafetales. Por todas partes, casi de cada árbol, brotaban las canciones populares, la lluvia de marimbas, los jugueteros de las guitarras. De cuando en cuando, como piedras absurdas en medio del camino, las voces de los locutores que incitaban a comprar cosas.

Los radios de transistores cuelgan del hombro de los jornaleros. Son un poco como los chuchos compañeros; sombras, inseparables.


Es la víscera artificial que segrega música. Un trago de sonidos amables para pasarse el bocado de pobreza.

Vienen de todos lados. Suben de  la costa unos. Bajan del altiplano otros. Aquéllos vienen huyendo del paludismo. Vienen huyendo de la desolación erosionada los otros. Y el omnipresente radiecito japonés con todos,  devorando pilas, devolviendo música.

El mensajero, como quien dice, que les cuenta cosas difíciles de creer: hay hombres caminando sobre la luna; hay guerras sin sentido; hay aviones en los que se junta mucha gente para morir acompañada; hay mundo más allá del horizonte, más allá del volcán y de los tumbos.

El mensajero, pues, pero también el maestro. Mientras el patrón, arrellanado en su poltrona del corredor del casco de la finca, lee la noticia ya vieja en el periódico atrasado que llevó de la capital; el jornalero, encuclillado con sus amigos en el patio, comenta la noticia fresquecita que el radio de transistores acaba de contarle.

Invade el campo la ciudad a todas horas. Pero también la ciudad invade el campo. El campo trae no sólo sus productos vitales, sino también su hambre, su sangre, su fuerza constructora impreparada para las emboscadas urbanas, para la urgencia y la despiadada competencia de la ciudad.

La ciudad lleva al campo no sólo los adelantos técnicos, no sólo las medicinas. También su propaganda falaz, sus distorsionados conceptos sobre la vida, su idioma cada día más extranjero.

El hombre del azadón, el campesino, a veces ni piensa en el fruto de su trabajo. Pero su trabajo siempre da un fruto bueno, siempre es cotidiano construir. Aunque su esfuerzo sea administrado a manera de que sea él quien menos lo disfrute.

El hombre del micrófono casi nunca piensa en el fruto de su trabajo. Siembra como semillas las palabras. Pero muchas veces siembra mala-hierba. Siembra más ignorancia injertada de mercantilismo implacable. Matapalo en el árbol de su idioma.

Muchos hombres del micrófono llevan a los cafetales la noticia del mundo, amplían horizontes, derrumban muros de aislamiento.

Pero por desgracia, muchos hombres del micrófono, también, desnaturalizan su función social. Múltiples lenguas   -ancianas y respetables lenguas-  fraccionan el mapa idiomático de nuestra patria. Han dejado de ser medios de comunicación y se han tornado en murallas de aislamiento. Hay un idioma que no es común, por medio del cual podemos entendernos todos (¡qué importante es entendernos!). Es un idioma hermoso, que une, no solo las fracciones de nuestro mapa sino a casi todo el continente que habitamos. Sus palabras, sus sonidos, su flexibilidad y su riqueza con los vínculos de nuestro pensamiento, de nuestra emoción, de nuestra manera de expresar la vida.

Sin caer en una postura “purista”,  “casticista”, ni mucho menos “académica”, digo ahora que el empobrecimiento de ese idioma es dañino para nuestro pueblo. Muchas veces los hombres del micrófono caen en ese empobrecimiento irresponsable. Muchas veces, bajo pretexto de un dudoso humorismo, o de un costumbrismo carente de imaginación, o  -lo que es muchísimo peor-  de una falsa identificación con nuestro pueblo, imitan el hablar del indígena ese nuevo lenguaje. Imitando los giros defectuosos, el acento penetrado por una lengua original, la pobreza de vocabulario. Como humorismo, no pasa de burla sangrienta; como costumbrismo, no llega sino a la más superficial de las cáscaras; como identificación; es ridícula y penosa.

El hombre del micrófono debe conocer y manejar no solamente su voz sino, lo que es mil veces más importante que su voz; su idioma. Si quiere hablar como el indígena, que aprenda las lenguas indígenas y que las emplee con respeto. Que nunca olvide que una cabina de radio tiene mucho de cátedra, que ser locutor es ser maestro.

El habla del pueblo recrea el idioma todos los días, lo enriquece, lo agiganta. Las lenguas originales de Guatemala han enriquecido el castellano que usamos entre nosotros. Pero la penetración cultural extranjera y extranjerizante nos lo empobrece, le castra su hermosa capacidad expresiva.

Un día, algún día, ojalá llegue el día cuando en los cafetales los transistores hagan florecer una lengua común que nos una, cuando el torpe castellano del indio deje de darnos risa, cuando el radio sirva para enseñar y aprender, en vez de ser una especie de merolico transistorizado que sólo nos obliga a comprar.









Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.

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