El Comandante de la Revolución
Cubana, Fidel Castro, acaba de cumplir 90 años
de existencia la mayoría de ellos dedicados sin descanso a la lucha
revolucionaria que lo ha colocado en la historia, a pesar de lo que digan sus
enemigos (que no son pocos), como uno de los líderes mundiales más
significativos que ha tenido la valentía y la convicción profunda que solo los
revolucionarios de su talla tienen, de enfrentarse a la potencia imperialista
más grande de la historia, los EE.UU, a escasa distancia de las costas de Cuba
y que todavía en un alarde de arrogancia imperial sigue ocupando la Bahía de
Guantánamo a la que ha convertido en un obsceno ejemplo de degradación humana.
Demás está decir que esa potencia que se autoproclama la tierra del hombre
libre y un ejemplo a seguir por el resto del mundo ha intentado asesinar a
Fidel en innumerables ocasiones, sin embargo Fidel no se ha amilanado, mucho
menos doblegado ante las fuerzas del imperio del mal, no obstante más de medio
siglo de extenuantes batallas. Por eso y mucho más nuestras sinceras
felicitaciones en su día al más grande líder revolucionario, que junto a otros
grandes revolucionarios de Nuestra América y del mundo, como Ernesto “Che”
Guevara y el Comandante Hugo Chávez Frías, con su lucha y ejemplos
revolucionarios siguen inspirando y llenando de esperanzas a muchos en todos
los rincones del planeta. Precisamente de ese ejemplo revolucionario se nutrió
durante sus días al servicio de la Revolución Cubana un joven guatemalteco a
quien llamaban “el patojo”. En Pasajes
de la Guerra Revolucionaria, el Che Guevara le dedica un capítulo a su amigo “el
patojo” revolucionario guatemalteco, que un día decidió abandonar la Habana para
incorporarse a la lucha armada en su natal Guatemala, donde caería abatido
cuando se encontraba en la Sierra de las Minas en marzo de 1962.
EL PATOJO*
Por Ernesto Guevara
Hace algunos días, al referirse a los
acontecimientos de Guatemala, el cable traía la noticia de la muerte de algunos
patriotas y, entre ellos, la de Julio
Roberto Cáceres Valle.
En este afanoso oficio de revolucionario, en
medio de luchas de clases que convulsionan el Continente entero, la muerte es
un accidente frecuente. Pero la muerte de un amigo, compañero de horas
difíciles y de sueños de horas mejores, es siempre dolorosa para quien recibe
la noticia y Julio Roberto fue un gran amigo. Era de muy pequeña estatura, de
físico más bien endeble; por eso le llamábamos El Patojo, modismo guatemalteco
que significa pequeño, niño.
El Patojo, en México había visto nacer el
proyecto de la Revolución, se había ofrecido como voluntario, además; pero
Fidel no quiso traer más extranjeros a esta empresa de liberación nacional en
la cual me tocó el honor de participar.
A los pocos días de triunfar la Revolución,
vendió sus pocas cosas y con una maleta se presentó ante mí, trabajó en varios
lugares de la administración pública y llegó a ser el primer jefe de personal
del Departamento de Industrialización del INRA, pero nunca estaba contento con
su trabajo. El Patojo buscaba algo distinto, buscaba la liberación de su país;
como en todos nosotros, una profunda transformación se había producido en él,
el muchacho azorado que abandonaba Guatemala sin explicarse bien la derrota,
hasta el revolucionario consciente que era ahora.
La primera vez que nos vimos fue en el tren,
huyendo de Guatemala, un par de meses después de la caída de Árbenz; íbamos
hasta Tapachula, de donde deberíamos llegar a México. El Patojo era varios años
menor que yo, pero en seguida entablamos una amistad que fue duradera. Hicimos
juntos el viaje desde Chiapas hasta la Ciudad de México, juntos afrontamos el
mismo problema; los dos sin dinero, derrotados, teniendo que ganarnos la vida
en un medio indiferente cuando no hostil.
El Patojo no tenía ningún dinero y yo algunos
pesos; compré una máquina fotográfica y, juntos nos dedicamos a la tarea
clandestina de sacar fotos en los parques, en sociedad con un mexicano que
tenía un pequeño laboratorio donde revelábamos. Conocimos toda la Ciudad de
México, caminándola de una punta a la otra para entregar las malas fotos que
sacábamos, luchamos con toda clase de clientes para convencerlos de que
realmente el niñito fotografiado lucía muy lindo y que valía la pena pagar un
peso mexicano por esa maravilla. Con este oficio comimos varios meses, poco a
poco nos fuimos abriendo paso y las contingencias de la vida revolucionaria nos
separaron. Ya he dicho que Fidel no quiso traerlo, no por ninguna cualidad
negativa suya sino por no hacer de nuestro Ejército un mosaico de
nacionalidades.
El Patojo siguió su vida trabajando en el
periodismo, estudiando física en la Universidad de México, dejando de estudiar,
retomando la carrera, sin avanzar mucho nunca, ganándose el pan en varios
lugares y con oficios distintos, sin pedir nada. De aquel muchacho sensible y
concentrado, todavía hoy no puedo saber si fue inmensamente tímido o demasiado
orgulloso para reconocer algunas debilidades y sus problemas más íntimos, para
acercarse al amigo a solicitar la ayuda requerida. El Patojo era un espíritu
introvertido, de una gran inteligencia, dueño de una cultura amplia y en
constante desarrollo, de una profunda sensibilidad que estaba puesta, en los
últimos tiempos, al servicio de su pueblo. Hombre de partido ya, pertenecía al
PGT, se había disciplinado en el trabajo y estaba madurando como un gran cuadro
revolucionario. De su susceptibilidad, de las manifestaciones de orgullo de
antaño, poco quedaba. La revolución limpia a los hombres, los mejora como el
agricultor experimentado corrige los defectos de la planta e intensifica las
buenas cualidades.
Después de llegar a Cuba vivimos casi siempre
en la misma casa, como correspondía a una vieja amistad. Pero la antigua
confianza mutua no podía mantenerse en esta nueva vida y solamente sospeché lo
que El Patojo quería cuando a veces lo veía estudiando con ahínco alguna lengua
indígena de su patria. Un día me dijo que se iba, que había llegado la hora y
que debía cumplir con su deber.
El Patojo no tenía instrucción militar,
simplemente sentía que su deber lo llamaba e iba a tratar de luchar en su
tierra con las armas en la mano para repetir en alguna forma nuestra lucha
guerrillera. Tuvimos una de las pocas conversaciones largas de esta época
cubana; me limité a recomendarle encarecidamente tres puntos: Movilidad
constante, desconfianza constante, vigilancia constante. Movilidad, es decir,
no estar nunca en el mismo lugar, no pasar dos noches en el mismo sitio, no
dejar de caminar de un lugar para otro. Desconfianza, desconfiar al principio
hasta de la propia sombra, de los campesinos amigos, de los informantes, de los
guías, de los contactos; desconfiar de todo, hasta tener una zona liberada.
Vigilancia; postas constantes, exploraciones constantes, establecimiento del
campamento en lugar seguro y, por sobre todas estas cosas, nunca dormir bajo
techo, nunca dormir en una casa donde se pueda ser cercado. Era lo más
sintético de nuestra experiencia guerrillera, lo único, junto con un apretón de
manos, que podía dar al amigo. ¿Aconsejarle que no lo hiciera?, ¿con qué
derecho, si nosotros habíamos intentado algo cuando se creía que no se podía, y
ahora, él sabía que era posible?
Se fue El Patojo y, al tiempo, llegó la noticia
de su muerte. Como siempre, al principio había esperanzas de que dieran un
nombre cambiado, de que hubiera alguna equivocación, pero ya, desgraciadamente,
está reconocido el cadáver por su propia madre; no hay dudas de que murió. Y no
él solo, sino un grupo de compañeros con él, tan valiosos, tan sacrificados,
tan inteligentes quizás, pero no conocidos personalmente por nosotros.
Queda una vez más el sabor amargo del fracaso,
la pregunta nunca contestada: ¿por qué no hacer caso de las experiencias
ajenas?, ¿por qué no se atendieron más las indicaciones tan simples que se
daban? La averiguación insistente y curiosa de cómo se producía el hecho, de
cómo había muerto El Patojo. Todavía no se sabe muy bien lo ocurrido, pero se puede
decir que la zona fue mal escogida, que no tenían preparación física los
combatientes, que no se tuvo la suficiente desconfianza, que no se tuvo, por
supuesto, la suficiente vigilancia. El ejército represivo los sorprendió, mató
unos cuantos, los dispersó, los volvió a perseguir y, prácticamente, los
aniquiló; algunos tomándolos prisioneros, otros, como el Patojo, muertos en el
combate. Después de perdida la unidad de la guerrilla el resto probablemente
haya sido la caza del hombre, como lo fue para nosotros en un momento posterior
a Alegría de Pío.
Nueva sangre joven ha fertilizado los campos de
América para hacer posible la libertad. Se ha perdido una nueva batalla;
debemos hacer un tiempo para llorar a los compañeros caídos mientras se afilan
los machetes y, sobre la experiencia valiosa y desgraciada de los muertos
queridos, hacernos la firme resolución de no repetir errores, de vengar la
muerte de cada uno con muchas batallas victoriosas y de alcanzar la liberación
definitiva.
Cuando El Patojo se fue no me dijo que dejara
nada atrás ni recomendó a nadie, ni tenía casi ropa ni enseres personales en
que preocuparse; sin embargo, los viejos amigos comunes de México me trajeron
algunos versos que él había escrito y dejado allí en una libreta de notas. Son
los últimos versos de un revolucionario pero, además, un canto de amor a la
Revolución, a la Patria y a una mujer. A esa mujer que El Patojo conoció y
quiso aquí en Cuba, vale la recomendación final de sus versos como un
imperativo:
Toma, es sólo un corazón
Tenlo en tu mano
Y cuando llegue el día,
Abre tu mano para que el Sol lo caliente…
El corazón de El Patojo ha quedado entre
nosotros y espera que la mano amada y la mano amiga de todo un pueblo lo
caliente bajo el sol del nuevo día que alumbrará sin duda para Guatemala y para
toda América. Hoy, en el Ministerio de Industrias donde dejó muchos amigos, en
homenaje a su recuerdo hay una pequeña Escuela de Estadística llamada “Julio
Roberto Cáceres Valle”. Después, cuando la libertad llegue a Guatemala, allá
deberá ir su nombre querido, a una escuela, una fábrica, un hospital, a
cualquier lugar donde se luche y se trabaje en la construcción de la nueva
sociedad.
*Tomado de: Ernesto Che Guevara. Pasajes de la Guerra Revolucionaria.
Nueva York. La Habana, Cuba. Editorial Ocean Press/Centro de Estudios Che
Guevara, 2006. Pp. 134-139
Cortesía de Octavio Gasparico
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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