sábado, 7 de octubre de 2017

El oficio de escribiente

Estimados lectores:“La Cuna del Sol”, a partir de hoy domingo 8 de octubre de 2017 y los jueves de cada semana, estará publicando puntualmente, las crónicas de la vida del insigne poeta guatemalteco Manuel José Arce y Valladares, como reconocimiento a su ejemplar vida y obra.


EL OFICIO DE ESCRIBIENTE


Inmerso, o mejor dicho atrapado en la doble profundidad de crear y comunicar, Manuel José Arce aborda la tarea de aprehender el pulso donde gravita la más clara esencia del hombre: su aptitud para la vida. Pero vida en libertad y dignidad; vida como respuesta ineludible a su propio compromiso. Hace más de dos décadas, Arce  -poeta y dramaturgo-  tomó el más rápido atajo para cumplir la misión última del escritor; descubrir, desentrañar la realidad, descodificarla a fuerza de verbos cotidianamente descubiertos y entregarla (realidad dulce o amarga) a otras conciencias; volcarla en otros ojos haciendo de ella poliedros, ráfagas o símbolos capaces de taladrar muros, prejuicios y cegueras. Es decir, tomó por los cuernos el temible toro de la diaria comunicación, la que se filtra en el vaso comunicante del periodismo, aquella que en acción cotidiana traslada (masivamente, diríamos, si Guatemala fue un país de alfabetas) el conocimiento sustancial pero ágil; fácil, pero profundo, de ideas, hechos y fenómenos del hombre y su circunstancia. Del hombre y su cruz. Del hombre y su sonrisa.
               
Al margen de su palabra eminentemente lírica, intimista, existencial, en Arce privó siempre una diáfana conciencia del compromiso del escritor frente a su realidad social y a ella se encadenó con palabra segura. Se hizo cronista para ganarse el derecho a estar en las proximidades  -y en las profundidades-  de todas esas partículas de la historia que quedan suspendidas en las páginas de los diarios: las que permanecen como testimonio vivo de la existencia de hombres que, como Manuel José Arce, amalgaman su propia visión de creadores (valga decir, en este caso, del sentido y dimensión estética de su palabra), con la inmediatez y dinamismo del ejercicio periodístico. Y es, justamente en esta esquina de difícil valoración, donde Arce ubica la plenitud de su verbo. Misión emprendida no sólo como liturgia de la palabra, sino también como docencia cotidiana.
               
Hace más de dos décadas, Manuel José inició ese peregrinaje que consiste en ir metiéndose, como luz a través de las puertas y ventanas, en la conciencia y corazón de sus contemporáneos. Penetraba, airoso, llevando a cuestas una voz eminentemente personal: mezcla de sabia poesía y de elementos populares cuyas principales virtudes son emocionar e iluminar.
               
Aquí cabe decir, que no basta, en las sociedades de hoy, la palabra precisa del comunicador y del analista. Urge ¡mucho más!, las voces de quienes, en posesión de todas las herramientas del trabajo literario, hacen cuajar la nobleza de sus materiales en el mensaje que orienta y pule la rusticidad de un mundo imperfecto. Literatura y periodismo, en suma, capaz de ahondar, sutilmente, en el espíritu del hombre que ahora lucha más por la sobrevivencia que por salir al encuentro del mundo de las ideas sin sacrificar el bienestar material en aras de la indagación espiritual. (Felizmente, en Guatemala todavía existen, aunque pocos, escritores de esa levadura).
               
En su columna Diario de un Escribiente el diario El Gráfico (o, eventualmente, bajo otro alero), Arce encuentra su ruta como artista cuyo santos y seña es el hombre. En el principio, el hombre. Y al final, siempre el hombre. Es éste el gran personaje que lo mantiene en vela. ¡Qué ansia de atrapar sus contornos felices! ¡Qué desazón frente a los hechos que vulneran el derecho del hombre a ser hombre!
               
Arce, el que buceó en todos los recodos de la palabra  -poesía, teatro, ensayo, novela-  exploró con honda pasión el corazón de los que sufren; indagó en sus íntimas heridas pero, sobre todo, palpó su dolida dimensión de carne y hueso. No estuvieron proscritos de su código lingüístico, ni la risa, ni el optimismo; no se ausentaron de Arce la amistad o la remembranza de amores florecidos al conjuro de tantos bellos ojos que incendiaron los suyos; tampoco desterró la alegría, la identificación filial o el canto diario de exaltación de la vida, ni la chispa irónica que hiere mucho más que el petulante dardo de quienes desconocen el oficio de las metáforas.
               
Patria, paisaje y tradición enriquecieron el entorno del hombre guatemalteco que tanto preocupó a Manuel José; y aquél se sumerge en esa riqueza, tomando de ella la fuerza y el aliento para sobrevivir. Páginas de un escribiente que amó su destino de artista en un medio muchas veces frío e indiferente a su obra creadora, pero encontró cauce compensatorio en ese Diario profundamente humano que sobrevive, a pesar del tiempo, no solo por la excelencia de su calidad literaria, sino también por la nobleza del barro que animó a los hombres y mujeres que encontraremos retratados en estas páginas.
               
Manuel José Arce fue pleno y encontró que su palabra se desdoblaba en muchas voces. Que se multiplicaba y rompía barreras. Que avanzaba, comprendida, en el espíritu de sus conciudadanos, para quedarse definitivamente entre ellos.  
                                                                                Delia Quiñónez,
                                                                                Guatemala de la Asunción, 1988



CONTROL
Por Manuel José Arce

Lo pobres no debemos tener hijos. Las gentes pobres, los países pobres. No, señor. No debemos tener hijos. Hay ya mucha pobreza sobre el mundo, somos ya muchos pobres como para seguir multiplicándonos. Los hijos que tengamos nacerán también pobres y tendrán hijos pobres.
               
Si nos reproducimos nunca se va a solucionar el mundo -el gran rompecabezas-. Nadie quiere que exista la miseria. Por eso, es lógico que nos esterilicen, es moral, es necesario y constructivo.
               
En cambio, si los ricos tienen hijos será feliz el mundo: habrá más ricos, llegará la hora cuando solo haya ricos en la tierra.
               
El Sha de Irán, de Persia, no sé dónde, para conmemorar el nacimiento del hijo primogénito decretó quince días de festejos, sacrificó rebaños y rebaños, nombró califa al médico partero y le obsequió un diamante del tamaño de un huevo de gallina a sus tercera esposa, que fue la de la hazaña.
               
Hizo bien: los ricos, ellos sí, deben multiplicarse.  Por eso, con frecuencia, compran varias mujeres: pueden preñar a muchas, dejar cien herederos.
               
Pero en cambio, los pobres, pueden satisfacerse con las prostitutas (que son una mujer para cien hombres y que además no paren y resuelven el hambre de ese modo).
               

Los pobres no debemos tener hijos. No debe haber más pobres en la tierra. Ni países. Ni gentes.






Publicado por La Cuna del Sol
USA.

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