INTRODUCCIÓN
¡Ah, los Tartufos que somos todos en este
mundo! La integridad cuesta tanto y caro a los seres humanos. La hipocresía y
la falsedad son gratuitas. De mala levadura pareciera que estamos hechos la
mayoría de los hombres que muchas veces no podemos ser nosotros mismos, aunque
afirmamos que sí. Este personaje de Jean Baptiste Poquelin Moliere, el gran
dramaturgo francés de los años de La Ilustración, es un pícaro personaje que
apoyándose en la inigualable maña de su retórica de sacerdote católico, seduce
a Elmira, una mujer casada, con palabras místicas, ante lo cual la “buena”
cristiana se suma a la cohorte de hipócritas desde el momento en que escucha y
se emociona cuando Tartufo le declara: “Vuestra honra conmigo no corre peligro,
todos esos galanes de la corte que vuelven locas a las mujeres son ruidosos en
el hacer y vanidosos en el hablar… Tenéis conmigo asegurado el secreto, amor
sin escándalo y deleite sin temor…”. Manuel José Arce -un hombre íntegro, aunque no exento de
errores- vuelve a sentirse defraudado
por la condición humana, no obstante, su falta de credibilidad en los demás, en
los “amigos” sobre todo, no le hacen
perder al final la fe en la vida y se recompone (como el gato lanzado de
espaldas) ante el pesimismo e invoca, sin decirlo, a la tolerancia. No se trata tampoco de
cederle el lugar a la suspicacia, a la desconfianza vulgar -como los zamarros politiqueros
guatemaltecos- pues a cambio de esa actitud catódica, preferible es el candor. Luciano Castro Barillas.
EMPIEZO A FATIGARME DE
ESTAS COSAS
Por Manuel José Arce
La suciedad de los intachables. La tontería de
los doctos. El interés de los desinteresados. La enemistad del amigo. Tantas
cosas. Tantas máscaras. Tantas ridiculeces solemnes. Confieso que estoy
fatigado. Fatigándome. Del que llega a mi casa con cara de amigo y con un
cuchillo oculto para mi espalda. Del que pregona mi pobre nombre y trata de
echar veneno en mi alegría. Del que vele por mis intereses y se amarga con mi
tranquilidad.
Por eso un día de estos me cambiaré de nombre y
apellido. Dejaré la cédula en la lista de cartas extraviadas y empezaré a hacer
otra cosa. Tengo ganas de inventar un nuevo diccionario, una nueva guía
telefónica, un nuevo atlas mundial, una nueva Constitución de la República.
Ocurre que cada día creo en menos cosas y en
menos gentes. Ello no quiere decir que me disguste la vida. Al contrario: el
mío es un escepticismo alegre, lleno de ternura. Pero no sé cómo hacer para que
me vuelva a inflamar el mismo fuego de antes, la misma pasión. Sólo el amor me
queda. Y eso sólo gracias a la Salvavida miagrosa. Por lo demás, los flamígeros
discursos me aburren; los héroes y los apóstoles me dan sueño; los filántropos
y sus trampas me parecen un chiste viejo demasiado repetido, los genios de la
aldea me provocan una risa cansada con sus llantos constantes por la
incomprensión atmosférica y los tremebundos intelectuales, los pozos de
ciencia, los organizadores de complicados proyectos y profundas comisiones me
parecen pobres payasos en busca de circo.
Y es que no puede ser de otra manera. Todo es
carnaval. El delicioso apóstol de los pobres que explota la miseria con su
cadena de palomares[1]; la
jovencita de los aspavientos púdicos que por la noche hace la 5ª. Avenida o
casi, el supervirilísimo Don Juan que, al inicio de la senilidad, necesita
contrarrestar los gestos feminoides inocultables, saltando de cama en cama; la
dama liberadísima que ha creado una nueva esclavitud; la institución dignísima
que (en la trastienda) no es sino un comercio de los más viles; la estatua y su
falsario; el himno y sus mentiras; el ateo que resulta católico de armario; el
creyente de público fervor, que resulta en la intimidad un zamarro de siete suelas.
¡Tartufo! Tartufo era un niño de teta al lado
de todo este lindo juego social. Y yo, pobre tonto de mí, que no puedo sino no
fatigarme de todo eso. De la suciedad de los intachables. De la tontería de los
sabios. Del interés de los desinteresados. Etcétera, etcétera y otra vez
etcétera.
[1] Se
refiere al sacerdote José María Ruiz Furlán, padre Chemita, párroco de la zona
5, quien era propietario de gran cantidad de bienes inmuebles en la ciudad
capital, incluidos los palomares,
tugurios indignos en los barrios populares arrendados por este peculiar y
ambicioso cura.
Publicado por Marvin Najarro
CT., USA.