La gente, que es tan
novelera, corre hacia el trozo de calle de donde vienen los ecos del escándalo.
Y se para allí: nube de moscas que deleitan su curiosidad en la desgracia de
aquella muchacha pobre, bonita, mal vestida y peor pintada, de unos 17, 18, 19
años, quién sabe.
G R I T O S D E M
U J E R
Por Manuel José Arce
(De la serie “Nuestra Generación Maldita)
Los gritos de una mujer acosada en la acera.
3ª. Avenida, entre 19 y 18 calles, zona 1. Once y media de la mañana de un
día cualquiera -miércoles o jueves tal
vez-. Bulla de pequeño comercio. Putitas callejeras que atalayan clientes
presurosos para llevarlos al hotelito que está ahí nomás.
Y los gritos de una mujer desesperada.
Un calor de todos los diablos. Ni modo: el carro tuvo que quedarse dos
horas bajo el sol, en el parqueo, mientras caminaban los trámites a paso de
tortuga en la oficina pública. Y la camioneta, enfrente, bañándonos a todos en
el fétido chorro de diesel a medio digerir.
Resuenan insultos, golpes, amenazas y los gritos de la mujer.
La gente, que es tan novelera, corre hacia el trozo de calle de donde
vienen los ecos del escándalo. Y se para allí: nube de moscas que deleitan su
curiosidad en la desgracia de aquella muchacha pobre, bonita, mal vestida y
peor pintada, de unos 17, 18, 19 años, quién sabe.
Ella se siente rodeada de seres humanos. Hay algo de esperanza en su
expresión. Pero, nada. La gente está allí para verla sufrir, para gozarse el
espectáculo de cada sopapo que la vieja gorda vestida de rojo le pega en la
cara, cada golpe que la otra -esa flaca
de pantalones verdes- le da con el tacón
del zapato “de plataforma” que esgrime como un arma terrible y justiciera,
mientras duda si usar o no el cuchillo que tiene en la otra mano.
Llegan algunos hombres presurosos. Con ellos, unos agentes. La de rojo y la
de verde, en vez de alejarse, se consolidan, se fortalecen, “tienen razón”.
La muchacha grita más desesperadamente. No hay caso: entre forcejeos y
pataletas, es arrastrada hasta la “perrera”. Algunos espectadores se agachan
para echarle una mirada entre las piernas y hacen luego comentarios entre
risitas nerviosas, excitadas.
Aún la gorda acezante tiene tiempo para encajarle un arañazo que “marca” la
cara llorosa, antes de que la puerta se cierre y el vehículo empiece a rodar
dificultosamente entre el apretado tráfico que nos aprisiona.
Terminado -o mejor interrumpido- el
espectáculo, los mirones se retiran defraudados porque la flaca ya no le metió
el cuchillo (que se apresuró a esconder entre las chiches flácidas cuando
llegaron los agentes).
Otra camioneta está tocando la impaciente bocina musical que canta algunos
acordes de La Marsellesa. La de enfrente sigue defecando humo de diesel por
nubes. El calor aprieta más duro, no alcanzo a oír los comentarios de la gente.
El semáforo está otra vez en verde (ya van dos desde que entré a esta cuadra).
Nunca sabré si la muchacha era una ladrona, una “guanaca” sin papeles, una
putita, una traficante, una…
Sólo me queda la expresión de terror, de desamparo, en su cara joven y
bonita, entre el odio, la indiferencia o la curiosidad morbosa de la gente.
P:ublicado por La Cuna del Sol
USA.
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