viernes, 19 de septiembre de 2025

Una demostración de fuerza

Lo que Trump trataba de demostrar en Los Ángeles es que, en cualquier momento, puede proyectar su poder armado en todas las comunidades estadounidenses.

 

UNA DEMOSTRACIÓN DE FUERZA



Fintan O’Toole
The New York Review

El anhelo de Donald Trump de militarizar la política estadounidense y politizar el ejército estadounidense es una asignatura pendiente. Militarizar la política estadounidense significa definir a todos aquellos que no se ajustan a su versión de la normalidad como enemigos mortales a los que hay que enfrentarse como si fueran naciones extranjeras hostiles. Politizar el ejército significa desmantelar su imagen propia como institución que trasciende las divisiones partidistas, es ampliamente representativa de la población estadounidense y debe su lealtad primordial no al presidente sino a la Constitución. Estos objetivos están entrelazados, pero el primero no puede consumarse hasta que se haya logrado el segundo. Trump no lo consiguió en su primer mandato, pero está decidido a que no se le vuelva a boicotear.

A finales de mayo de 2020, mientras cientos de miles de personas salían a las calles de las ciudades estadounidenses para protestar por el asesinato de George Floyd a manos de un policía en Minneapolis, Trump celebraba una reunión con sus asesores en el Despacho Oval. Según cuentan Bob Woodward y Robert Costa en su libro, Peril (2021), Stephen Miller, el arquitecto de las políticas antiinmigración más extremas de Trump, aconsejó: "Señor presidente, están incendiando America. Antifa, Black Lives Matter, la están incendiando. Tiene una insurrección entre manos. Los bárbaros están a las puertas". El jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley, respondió: “Cierra el pico, Steve”.

Citando el informe diario, Domestic Unrest National Overview, elaborado para él por su personal, Milley, le dijo al comandante en jefe: "Utilizaron pintura en aerosol, señor presidente. Eso no es insurrección". Señaló un retrato de Abraham Lincoln: “Ese tipo de ahí arriba, Lincoln, tuvo una insurrección”. Milley insistió en que las protestas de BLM “no eran un problema para que el ejército de Estados Unidos desplegara fuerzas en las calles de América, Sr. presidente”. Junto con otros soldados de verdad, Milley fue capaz de resistirse a la exigencia de Trump de que la 82ª División Aerotransportada fuera enviada a Washington. Pero eso fue en aquel entonces. Ahora no hay nadie en el Despacho Oval que mande a Miller callarse el pico o, que le explique a Trump, qué es una insurrección.

El 6 de junio, los agentes federales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas tomaron como objetivo lo que el juez de distrito estadounidense, Charles Breyer, citó como “varias localidades del centro de Los Ángeles y sus alrededores inmediatos” que eran “conocidos por tener importantes poblaciones de inmigrantes e industrias que emplean abundante mano de obra”. Detuvieron a cuarenta y cuatro trabajadores, entre ellos algunos jornaleros reunidos frente a dos tiendas de Home Depot y empleados de un almacén de Ambiance Apparel en el Distrito de la Moda.

El 7 de junio, momento en el que sólo se habían producido alrededor de una docena de detenciones en las protestas contra estas redadas, Trump emitió un memorando dirigido al secretario de Defensa, al fiscal general y al secretario de Seguridad Nacional en el que declaraba que estas manifestaciones “constituyen una forma de rebelión contra la autoridad del Gobierno de Estados Unidos”. Autorizó a su secretario de Defensa, Pete Hegseth, a tomar el control federal de la Guardia Nacional de California y a “emplear a tantos otros miembros de las Fuerzas Armadas regulares como sean necesarios”. El 9 de junio se habían desplegado en Los Ángeles unos 1700 soldados de la Guardia Nacional y setecientos marines estadounidenses, a pesar de que tanto el Departamento de Policía de Los Ángeles como el Departamento del Sheriff del condado de Los Ángeles habían dejado claro que no necesitaban recursos adicionales para manejar las protestas o reprimir los brotes de saqueos y vandalismo que se produjeron en lugares aledaños. Como subrayó Breyer en su sentencia de que la federalización de la Guardia Nacional por parte de Trump era “peligrosa” e ilegal, “no se puede discutir que la mayoría de los manifestantes se manifestaron pacíficamente”.

Por consiguiente, el despliegue de tropas de Trump en Los Ángeles no tenía ningún propósito militar. La mejor manera de entenderlo es como una contramanifestación. Para Trump, quienes protestan contra él no son más que “alborotadores, agitadores e insurrectos a sueldo”. No puede imaginar la disidencia a gran escala más que como una conspiración organizada profesionalmente. El ejército estadounidense, según esta lógica, es la propia multitud de Trump, organizada profesionalmente. El ejército debe estar presente en las calles para demostrar su poder personal. Esa presencia militar redefine a su vez a los manifestantes pacíficos como enemigos de Estados Unidos. Dejan de ser ciudadanos que ejercen derechos constitucionalmente protegidos como la libertad de expresión y reunión y se convierten en proscritos y extranjeros.

Además, los abogados de Trump argumentaron ante el tribunal que los manifestantes no necesitan participar en una rebelión para ser rebeldes. Breyer señaló en su fallo (que fue anulado en apelación) que “en un breve párrafo, los demandados sugieren que incluso si no hubiera rebelión que justificara federalizar la Guardia Nacional, todavía había un “peligro de rebelión”. La intención difícilmente podría ser más clara. Mientras Trump tenga oponentes políticos, su sola disidencia hace que el peligro de rebelión sea eterno y omnipresente. Lo que Trump intentaba demostrar en Los Ángeles es que, en cualquier momento, puede proyectar su poder armado en todas las comunidades estadounidenses. Esta es una forma de satisfacción de sus deseos que tiene profundas raíces en su psique.

En el mundo de Trump todo sucede dos veces: la primera como actuación y la segunda como realidad. En The Art of the Deal (1987), el best seller que construyó el mito de su propia creación personal, Trump, que esquivó el reclutamiento para la guerra de Vietnam debido a “espolones óseos”, incluyó tres fotografías suyas en uniforme militar. El atuendo es el de un gallardo oficial de alguna opereta ruritana más que el de un soldado del ejército estadounidense. En las dos primeras fotografías, tomadas en 1964 con motivo de su graduación en la Academia Militar de Nueva York, es el Príncipe Estudiante. Lo vemos gloriosamente ataviado con un sombrero de desfile de copa alta con penacho de plumas y barboquejo, una chaqueta hasta la cintura con hileras de botones de latón cruzados por un cinturón de hombro blanco y adornado con elaboradas charreteras y calcomanías, guantes blancos y un sable ceremonial. Es un soldado de juguete de un ejército imaginario.

Pero en la tercera foto encabeza un destacamento de jóvenes armados y uniformados en las calles de una ciudad estadounidense. Trump encabeza el contingente de su escuela preparatoria, marchando por la Quinta Avenida en el Desfile del Día de Colón en Nueva York, en 1963, un año en el que ya había más de 16 000 soldados estadounidenses en Vietnam. (Sorprendentemente, sus espolones óseos no parecen haber inhibido su capacidad para marchar sincronizadamente). Su propio pie de foto es extraño: “Esta fue mi primera oportunidad real de ver una propiedad de primera en la Quinta Avenida”. El parece estar ocupando Nueva York y a la vez buscando oportunidades en el territorio conquistado.

Sin embargo, Trump llegó a creer que esta actuación le convertía en un soldado de verdad. Michael D'Antonio, en su biografía, Never Enough: Donald Trump and the Pursuit of Success (2015), relataba que Trump

insistió en que en realidad había conocido la vida militar. En otra conversación indicó: “Siempre pensé que estaba en el ejército”. Dijo que en la preparatoria había recibido más entrenamiento militar que la mayoría de los soldados reales, y que había tenido que vivir bajo el mando de hombres... que habían sido oficiales y soldados de verdad. “Sentía que estaba en el ejército en un sentido real”.

Aquí quizá podamos discernir los orígenes de la extraordinaria habilidad de Trump para eliminar la diferencia entre actuación y realidad. Los dictadores arquetípicos del siglo XX -Benito Mussolini, Adolf Hitler, Francisco Franco, Augusto Pinochet- habían sido o seguían siendo soldados. Trump era un soldado “en un sentido verdadero”, con lo que presumiblemente quiere decir que un simulacro de masculinidad militar es más puro que la sucia realidad del combate: la guerra sin lágrimas.

Hasta que el espectáculo se vuelve realidad. Las bromas de Trump se vuelven extremadamente serias, su retórica provocadora se convierte en provocación violenta, y su fantasía ruritana se convierte en la pesadilla de Estados Unidos. Esto es lo que ocurrió el 6 de enero de 2021. El discurso de Trump a sus partidarios antes de la invasión del Capitolio fue el de un general que enciende a sus tropas para la batalla: "Y peleamos. Peleamos como el demonio. Y si no pelean como el demonio, ya no tendrán país". Pero en ese momento, Trump realmente no capitaneó sus tropas de asalto a ninguna parte, y según sus apologistas, “pelear como el demonio” no debía tomarse literalmente. El militarismo fascista de Trump conservó su cualidad performativa y permaneció suspendido entre los juegos de guerra de su juventud y la violencia real que a menudo amenaza con desatar como comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo. Por eso resulta tan apropiado que sus grandes avances hacia la dictadura militar en las últimas semanas hayan sido una mezcla de espectáculo y terror.

La gran marcha triunfal y fiesta de cumpleaños de Trump en Washington el 14 de junio fue tanto un espectáculo como un desfile: un millar de las tropas participantes iban vestidas con trajes alquilados a la Motion Picture Costume Company, que se describe a sí misma como “un proveedor líder de vestuario civil, militar y policial para la industria cinematográfica”. Las versiones de la historia que escenificaban las tropas dependían de la disponibilidad de trajes adecuados. Según USA Today, “el ejército eliminó del desfile la Guerra de 1812 y la Guerra Hispano-Americana tras tener problemas con el proceso de confección de los trajes”. 

El jolgorio de Washington fue, por consiguiente, una demostración de fuerza en la que el espectáculo fue al menos tan sobresaliente como la fuerza. Pero la frase tenía un significado paralelo y mucho más siniestro en las calles de Los Ángeles. Aquello fue un tipo muy diferente de drama de disfraces: caracterizar las protestas pacíficas y algo de vandalismo como guerra para que, en palabras de Trump, sus soldados pudieran “liberar Los Ángeles de la invasión migratoria”. Esto también era fingido, y también era una representación. Como lo expresó el gobernador de California, Gavin Newsom: “El gobierno federal se hace cargo de la Guardia Nacional de California y despliega 2 000 soldados en Los Ángeles, no porque haya escasez de fuerzas del orden, sino porque quieren un espectáculo”. Este espectáculo, sin embargo, no pretendía entretener. Era una película de guerra con armas de verdad.

El militarismo de Trump sigue estando en la fase meta, es decir, sigue tratándose del lenguaje y la forma principalmente. El juego de palabras que él está empleando es uno en el que “rebelión” e “insurrección” son despojados de todos sus significados anteriores de tal manera que puedan ser alterados según él escoja. Este es otro aspecto del impulso hacia el poder absoluto. Tal y como responde Humpty Dumpty cuando Alice discrepa de su afirmación de que una palabra significa “justo lo que yo elijo que signifique”: “La cuestión es saber quién manda, eso es todo”. El reproche de Milley en mayo de 2020 -señalando que Lincoln fue el presidente que se enfrentó a una insurrección real- fue un desafío a la posición de Trump como maestro de significados. En el segundo mandato, no hay lugar para semejante insolencia.

El 10 de junio, justo después de enviar las tropas a Los Ángeles, Trump se jactó de rehabilitar la memoria oficial de los líderes de aquella insurrección. Dirigiéndose a lo que en realidad era un mitin político en Fort Bragg, Trump dijo a los soldados uniformados no sólo que había devuelto a la base su nombre original (en algún momento honró al general confederado Braxton Bragg, luego pasó a llamarse Fort Liberty, y bajo la nueva gestión llevará el nombre del paracaidista de la Segunda Guerra Mundial Roland Bragg), sino que “también vamos a restaurar los nombres de Fort Pickett, Fort Hood, Fort Gordon, Fort Rucker, Fort Polk, Fort A.P. Hill y Fort Robert E. Lee”. Se trata de otro juego de palabras: oficialmente, los héroes militares a los que se honra con los últimos renombramientos casualmente tienen los mismos apellidos que famosos insurrectos confederados. La restauración de los nombres de estas bases son, pues, elaborados juegos de palabras. En esta burlesca lingüística no son sólo los nombres los que significan lo que Trump quiere que signifiquen. También es la historia actual de la rebelión contra Estados Unidos. Él la ha colocado en un estado de animación suspendida donde se recuerda como heroica y se olvida como infame, como el 6 de enero.

Mientras tanto, la restauración de estas designaciones confederadas borra los nombres que las sustituyeron en 2023, los nombres de mujeres y personas de color: Charity Adams, Mary Edwards Walker, Richard Cavazos, William Henry Johnson. Esto también tiene un propósito. Al menos por ahora, el objetivo principal del despliegue de tropas de Trump en las calles de Los Ángeles no es la supresión violenta de la disidencia. Es la reconstrucción del propio ejército. Trump está instruyendo a las tropas sobre cómo deben pensar de sí mismas y de la naturaleza del país que se han comprometido a defender.

Hegseth, en su best seller, The War on Warriors (2024), escribe que “ya no quería este Ejército”. Este ejército es el que existe actualmente: de sus 1.3 millones de soldados en servicio activo, 230 000 son mujeres y más de 350 000 son negros. Trump nombró a Hegseth para hacer invisibles a muchos de estos soldados. The War on Warriors, lleva por subtítulo, Behind the Betrayal of the Men Who Keep Us Free. Ofrece “recuperar una imagen genuina del valor de los hombres fuertes”. Se trata de “hombres estadounidenses de sangre caliente”, hombres que “respetan a otros hombres fuertes, hábiles y dedicados” y no “hombres que se hacen pasar por mujeres, o viceversa”. De ello se deduce que las mujeres y los hombres negros que han ascendido en las filas del ejército son la némesis del buen soldado: “Un soldado negro o mujer que consigue un ascenso, principalmente por el color de su piel o por los genitales que tiene entre las piernas, causa que muera gente”.

Mientras Hegseth hipócritamente apoya la igualdad racial en el ejército (“No hay blancos y negros en nuestras filas. Todos somos verdes”), en otra parte de su libro insinúa falsamente que el nombramiento hecho por Joe Biden del general de las fuerzas aéreas Charles Q. Brown Jr. para suceder a Milley como jefe del Estado Mayor Conjunto fue una contratación basada en la diversidad: "¿Fue por el color de su piel? ¿O por su habilidad? Nunca lo sabremos, pero siempre dudamos". Esto difícilmente puede calificarse de discurso en código racista; el tono es demasiado bajo y descaradamente muy alto. Trump puntualmente despidió a Brown, una obertura inequívoca para un proyecto mucho más amplio.

La reinvención trumpiana del ejército estadounidense no tiene nada que ver con combatir en guerras en el extranjero. Se trata únicamente de reafirmar la naturaleza innatamente blanca y masculina de Estados Unidos. Según Hegseth, “el elemento clave del ejército son los hombres normales”: “Los tipos normales siempre han luchado, y ganado, nuestras guerras”. Su visión, tal como él lo explica, es restaurar no sólo el valor de los hombres fuertes, sino también “la importancia de la normalidad”. El ejército debe renacer profundamente transformado: la encarnación de una nación de hombres estadounidenses de sangre caliente. No es necesario explicar lo que esto significa para los estadounidenses anormales de sangre impura.

En este sentido, poner tropas en las calles de Los Ángeles es un ejercicio de entrenamiento para el ejército, una forma de reorientación. Los soldados están siendo reentrenados para que le sean leales al presidente y no a la Constitución. Mientras tanto, se están acostumbrando a enfrentarse a esa America desviada y anómala. En su discurso de Fort Bragg, Trump invitó a las tropas a ver a los manifestantes de Los Ángeles como invasores: “No permitiremos que una ciudad estadounidense sea invadida y conquistada por un enemigo foráneo, y eso es lo que son”. Pero lo que estaba ocurriendo en Los Ángeles era, según él, incluso peor que una incursión armada:

Estos miembros de las fuerzas armadas no sólo están defendiendo a los honrados ciudadanos de California, también están defendiendo a nuestra propia república, y son héroes, están ahí, son héroes. Están luchando por nosotros, están deteniendo una invasión igual que lo harían ustedes. La gran diferencia es que la mayoría de las veces cuando se detiene una invasión, ellos llevan uniforme. En muchos sentidos, es más duro cuando no llevan uniforme porque no sabes exactamente quiénes son.

Si el ejército no sabe exactamente quiénes son “ellos”, hay que decírlo. Trump recordó a las tropas que su propósito es sembrar el miedo: “Para nuestros adversarios, no hay mayor miedo que el Ejército de Estados Unidos”. Su trabajo ahora es difundir ese miedo a una masa no uniformada y, por lo tanto, desconocida de enemigos internos. Del mismo modo que Trump transforma la rebelión real en el vago, pero omnipresente “peligro de una rebelión”, igual hace que el ejército invasor sea invisible, amorfo y fluido. La doctrina militar tradicional exige una comprensión clara de la naturaleza de la amenaza y de la configuración de las fuerzas opuestas. Por el contrario, en la doctrina Trump la amenaza debe ser lo más nebulosa posible, y las fuerzas opositoras deben carecer de forma. De ahí que, sólo el comandante en jefe puede en un momento dado, sugerir cuáles son. El enemigo al que el ejército debe aprender a enfrentarse es el que él, y sólo él, puede conjurar.

En ese aspecto, Trump está ofreciendo a los soldados lo que los líderes fascistas siempre han ofrecido a sus seguidores: una peculiar amalgama de lo excitante de la transgresión y la sumisa entrega a la obediencia absoluta. A los nuevos tenientes y sargentos se les entrega (al menos por ahora) un documento titulado The Army: A Primer to Our Profession of Arms. La prohibición de cualquier manifestación de partidismo es enfática:

El Ejército como institución debe ser apartidista y parecerlo también. Ser apartidista significa no favorecer a ningún partido o grupo político específico. El apartidismo garantiza al público que nuestro Ejército siempre servirá a la Constitución y a nuestro pueblo con lealtad y capacidad de respuesta. Cuando se representa al Ejército o se viste el uniforme, también debe comportarse de manera imparcial.

En Fort Bragg, Trump incitó a los soldados uniformados detrás de él a abuchear a la prensa y reírse de sus oponentes políticos, desobedeciendo así esas prohibiciones, mientras una tienda temporal en la base vendía ropa y joyas con la marca MAGA y tarjetas de crédito falsas con la etiqueta "TARJETA DE PRIVILEGIO BLANCO: SUPERA TODO". Esta insubordinación organizada tenía un punto obvio: los soldados deben transferir su obediencia del ejército y la Constitución al propio Trump.

El manual deja claro a los soldados que no deben obedecer órdenes ilegales:

Cuando crean que les están dando una orden ilegal, deben tomar las medidas siguientes: preparase adecuadamente, buscar consejo y dirigirse a los jefes para que aclaren la situación. Si esto falla o saben que lo que les piden es ilegal, entonces su deber es desobedecer y cumplir la ley, por muy firme que sea la postura de tus superiores.

Desde este punto de vista, en realidad conviene a los propósitos de Trump que la federalización de la Guardia Nacional se entienda como ilegal. Su despliegue de tropas en Los Ángeles pretende disolver los límites entre los conflictos domésticos y las guerras foráneas, entre la realidad y la actuación y, sobre todo, entre una democracia sujeta a la ley y un gobierno arbitrario. Acostumbrar a los soldados a seguir órdenes ilegales y a hacer caso omiso a su “deber de la desobediencia” es un gran paso hacia la autocracia.

Tal y como demostró su vacilación sobre si bombardear o no Irán, Trump tiene un problema: el fascismo tiende inexorablemente hacia la guerra, pero gran parte de su atractivo reside en su promesa de poner fin a los conflictos foráneos de Estados Unidos. Parte de la solución es montar espectáculos puntuales: bombarderos invisibles B-2 lanzando bombas antibúnker de 30 000 libras. La otra parte es repatriar la idea de boots on the ground (tropas terrestres en servicio activo en operaciones militares). Al igual que los iPhones y los productos farmacéuticos, ese tipo de guerra ya no se fabricará en el extranjero. Se fabricará en todo Estados Unidos.

 

—Junio 26, 2025




Publicado por La Cuna del Sol