Lo que Trump trataba de demostrar en Los Ángeles es que, en cualquier momento, puede proyectar su poder armado en todas las comunidades estadounidenses.
UNA DEMOSTRACIÓN DE FUERZA
Fintan
O’Toole
The New York Review
El anhelo de Donald Trump de militarizar la política estadounidense y politizar el ejército estadounidense es una asignatura pendiente. Militarizar la política estadounidense significa definir a todos aquellos que no se ajustan a su versión de la normalidad como enemigos mortales a los que hay que enfrentarse como si fueran naciones extranjeras hostiles. Politizar el ejército significa desmantelar su imagen propia como institución que trasciende las divisiones partidistas, es ampliamente representativa de la población estadounidense y debe su lealtad primordial no al presidente sino a la Constitución. Estos objetivos están entrelazados, pero el primero no puede consumarse hasta que se haya logrado el segundo. Trump no lo consiguió en su primer mandato, pero está decidido a que no se le vuelva a boicotear.
A finales
de mayo de 2020, mientras cientos de miles de personas salían a las calles de
las ciudades estadounidenses para protestar por el asesinato de George Floyd a
manos de un policía en Minneapolis, Trump celebraba una reunión con sus
asesores en el Despacho Oval. Según cuentan Bob Woodward y Robert Costa en su
libro, Peril (2021), Stephen Miller, el arquitecto de las políticas
antiinmigración más extremas de Trump, aconsejó: "Señor presidente, están
incendiando America. Antifa, Black Lives Matter, la están incendiando. Tiene
una insurrección entre manos. Los bárbaros están a las puertas". El jefe
del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley, respondió: “Cierra el pico,
Steve”.
Citando el
informe diario, Domestic Unrest National Overview, elaborado para él por su
personal, Milley, le dijo al comandante en jefe: "Utilizaron pintura en
aerosol, señor presidente. Eso no es insurrección". Señaló un retrato de
Abraham Lincoln: “Ese tipo de ahí arriba, Lincoln, tuvo una insurrección”.
Milley insistió en que las protestas de BLM “no eran un problema para que el
ejército de Estados Unidos desplegara fuerzas en las calles de América, Sr. presidente”.
Junto con otros soldados de verdad, Milley fue capaz de resistirse a la
exigencia de Trump de que la 82ª División Aerotransportada fuera enviada a
Washington. Pero eso fue en aquel entonces. Ahora no hay nadie en el Despacho
Oval que mande a Miller callarse el pico o, que le explique a Trump, qué es una
insurrección.
El 6 de
junio, los agentes federales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas tomaron
como objetivo lo que el juez de distrito estadounidense, Charles Breyer, citó
como “varias localidades del centro de Los Ángeles y sus alrededores inmediatos”
que eran “conocidos por tener importantes poblaciones de inmigrantes e
industrias que emplean abundante mano de obra”. Detuvieron a cuarenta y cuatro
trabajadores, entre ellos algunos jornaleros reunidos frente a dos tiendas de Home
Depot y empleados de un almacén de Ambiance Apparel en el Distrito de la Moda.
El 7 de
junio, momento en el que sólo se habían producido alrededor de una docena de
detenciones en las protestas contra estas redadas, Trump emitió un memorando
dirigido al secretario de Defensa, al fiscal general y al secretario de
Seguridad Nacional en el que declaraba que estas manifestaciones “constituyen
una forma de rebelión contra la autoridad del Gobierno de Estados Unidos”.
Autorizó a su secretario de Defensa, Pete Hegseth, a tomar el control federal
de la Guardia Nacional de California y a “emplear a tantos otros miembros de
las Fuerzas Armadas regulares como sean necesarios”. El 9 de junio se habían
desplegado en Los Ángeles unos 1700 soldados de la Guardia Nacional y
setecientos marines estadounidenses, a pesar de que tanto el Departamento de
Policía de Los Ángeles como el Departamento del Sheriff del condado de Los
Ángeles habían dejado claro que no necesitaban recursos adicionales para manejar
las protestas o reprimir los brotes de saqueos y vandalismo que se produjeron
en lugares aledaños. Como subrayó Breyer en su sentencia de que la
federalización de la Guardia Nacional por parte de Trump era “peligrosa” e
ilegal, “no se puede discutir que la mayoría de los manifestantes se
manifestaron pacíficamente”.
Por consiguiente,
el despliegue de tropas de Trump en Los Ángeles no tenía ningún propósito
militar. La mejor manera de entenderlo es como una contramanifestación. Para
Trump, quienes protestan contra él no son más que “alborotadores, agitadores e
insurrectos a sueldo”. No puede imaginar la disidencia a gran escala más que
como una conspiración organizada profesionalmente. El ejército estadounidense,
según esta lógica, es la propia multitud de Trump, organizada profesionalmente.
El ejército debe estar presente en las calles para demostrar su poder personal.
Esa presencia militar redefine a su vez a los manifestantes pacíficos como
enemigos de Estados Unidos. Dejan de ser ciudadanos que ejercen derechos
constitucionalmente protegidos como la libertad de expresión y reunión y se
convierten en proscritos y extranjeros.
Además, los
abogados de Trump argumentaron ante el tribunal que los manifestantes no
necesitan participar en una rebelión para ser rebeldes. Breyer señaló en su
fallo (que fue anulado en apelación) que “en un breve párrafo, los demandados
sugieren que incluso si no hubiera rebelión que justificara federalizar la
Guardia Nacional, todavía había un “peligro de rebelión”. La intención
difícilmente podría ser más clara. Mientras Trump tenga oponentes políticos, su
sola disidencia hace que el peligro de rebelión sea eterno y omnipresente. Lo
que Trump intentaba demostrar en Los Ángeles es que, en cualquier momento, puede
proyectar su poder armado en todas las comunidades estadounidenses. Esta es una
forma de satisfacción de sus deseos que tiene profundas raíces en su psique.
En el mundo
de Trump todo sucede dos veces: la primera como actuación y la segunda como
realidad. En The Art of the Deal (1987), el best seller que construyó
el mito de su propia creación personal, Trump, que esquivó el reclutamiento
para la guerra de Vietnam debido a “espolones óseos”, incluyó tres fotografías
suyas en uniforme militar. El atuendo es el de un gallardo oficial de alguna
opereta ruritana más que el de un soldado del ejército estadounidense. En las
dos primeras fotografías, tomadas en 1964 con motivo de su graduación en la
Academia Militar de Nueva York, es el Príncipe Estudiante. Lo vemos
gloriosamente ataviado con un sombrero de desfile de copa alta con penacho de plumas
y barboquejo, una chaqueta hasta la cintura con hileras de botones de latón
cruzados por un cinturón de hombro blanco y adornado con elaboradas charreteras
y calcomanías, guantes blancos y un sable ceremonial. Es un soldado de juguete
de un ejército imaginario.
Pero en la
tercera foto encabeza un destacamento de jóvenes armados y uniformados en las
calles de una ciudad estadounidense. Trump encabeza el contingente de su
escuela preparatoria, marchando por la Quinta Avenida en el Desfile del Día de
Colón en Nueva York, en 1963, un año en el que ya había más de 16 000 soldados
estadounidenses en Vietnam. (Sorprendentemente, sus espolones óseos no parecen
haber inhibido su capacidad para marchar sincronizadamente). Su propio pie de
foto es extraño: “Esta fue mi primera oportunidad real de ver una propiedad de
primera en la Quinta Avenida”. El parece estar ocupando Nueva York y a la vez
buscando oportunidades en el territorio conquistado.
Sin
embargo, Trump llegó a creer que esta actuación le convertía en un soldado de
verdad. Michael
D'Antonio, en su biografía, Never Enough: Donald Trump and the
Pursuit of Success (2015), relataba que Trump
insistió en
que en realidad había conocido la vida militar. En otra conversación indicó:
“Siempre pensé que estaba en el ejército”. Dijo que en la preparatoria había
recibido más entrenamiento militar que la mayoría de los soldados reales, y que
había tenido que vivir bajo el mando de hombres... que habían sido oficiales y
soldados de verdad. “Sentía que estaba en el ejército en un sentido real”.
Aquí quizá
podamos discernir los orígenes de la extraordinaria habilidad de Trump para
eliminar la diferencia entre actuación y realidad. Los dictadores arquetípicos
del siglo XX -Benito Mussolini, Adolf Hitler, Francisco Franco, Augusto
Pinochet- habían sido o seguían siendo soldados. Trump era un soldado “en un
sentido verdadero”, con lo que presumiblemente quiere decir que un simulacro de
masculinidad militar es más puro que la sucia realidad del combate: la guerra
sin lágrimas.
Hasta que
el espectáculo se vuelve realidad. Las bromas de Trump se vuelven extremadamente
serias, su retórica provocadora se convierte en provocación violenta, y su
fantasía ruritana se convierte en la pesadilla de Estados Unidos. Esto es lo
que ocurrió el 6 de enero de 2021. El discurso de Trump a sus partidarios antes
de la invasión del Capitolio fue el de un general que enciende a sus tropas
para la batalla: "Y peleamos. Peleamos como el demonio. Y si no pelean
como el demonio, ya no tendrán país". Pero en ese momento, Trump realmente
no capitaneó sus tropas de asalto a ninguna parte, y según sus
apologistas, “pelear como el demonio” no debía tomarse literalmente. El
militarismo fascista de Trump conservó su cualidad performativa y permaneció
suspendido entre los juegos de guerra de su juventud y la violencia real que a
menudo amenaza con desatar como comandante en jefe del ejército más poderoso
del mundo. Por eso resulta tan apropiado que sus grandes avances hacia la
dictadura militar en las últimas semanas hayan sido una mezcla de espectáculo y
terror.
La gran
marcha triunfal y fiesta de cumpleaños de Trump en Washington el 14 de junio
fue tanto un espectáculo como un desfile: un millar de las tropas participantes
iban vestidas con trajes alquilados a la Motion Picture Costume Company, que se
describe a sí misma como “un proveedor líder de vestuario civil, militar y
policial para la industria cinematográfica”. Las versiones de la historia que escenificaban
las tropas dependían de la disponibilidad de trajes adecuados. Según USA
Today, “el ejército eliminó del desfile la Guerra de 1812 y la Guerra
Hispano-Americana tras tener problemas con el proceso de confección de los
trajes”.
El jolgorio
de Washington fue, por consiguiente, una demostración de fuerza en la que el
espectáculo fue al menos tan sobresaliente como la fuerza. Pero la frase tenía
un significado paralelo y mucho más siniestro en las calles de Los Ángeles.
Aquello fue un tipo muy diferente de drama de disfraces: caracterizar las
protestas pacíficas y algo de vandalismo como guerra para que, en palabras de
Trump, sus soldados pudieran “liberar Los Ángeles de la invasión migratoria”.
Esto también era fingido, y también era una representación. Como lo expresó
el gobernador de California, Gavin Newsom: “El gobierno federal se hace cargo
de la Guardia Nacional de California y despliega 2 000 soldados en Los Ángeles,
no porque haya escasez de fuerzas del orden, sino porque quieren un espectáculo”.
Este espectáculo, sin embargo, no pretendía entretener. Era una película de
guerra con armas de verdad.
El
militarismo de Trump sigue estando en la fase meta, es decir, sigue tratándose
del lenguaje y la forma principalmente. El juego de palabras que él está empleando
es uno en el que “rebelión” e “insurrección” son despojados de todos sus
significados anteriores de tal manera que puedan ser alterados según él
escoja. Este es otro aspecto del impulso hacia el poder absoluto. Tal y como
responde Humpty Dumpty cuando Alice discrepa de su afirmación de que una
palabra significa “justo lo que yo elijo que signifique”: “La cuestión es saber
quién manda, eso es todo”. El reproche de Milley en mayo de 2020 -señalando que
Lincoln fue el presidente que se enfrentó a una insurrección real- fue un
desafío a la posición de Trump como maestro de significados. En el segundo
mandato, no hay lugar para semejante insolencia.
El 10 de
junio, justo después de enviar las tropas a Los Ángeles, Trump se jactó de
rehabilitar la memoria oficial de los líderes de aquella insurrección.
Dirigiéndose a lo que en realidad era un mitin político en Fort Bragg, Trump dijo
a los soldados uniformados no sólo que había devuelto a la base su nombre
original (en algún momento honró al general confederado Braxton Bragg, luego
pasó a llamarse Fort Liberty, y bajo la nueva gestión llevará
el nombre del paracaidista de la Segunda Guerra Mundial Roland Bragg), sino que
“también vamos a restaurar los nombres de Fort Pickett, Fort Hood, Fort Gordon,
Fort Rucker, Fort Polk, Fort A.P. Hill y Fort Robert E. Lee”. Se trata de otro
juego de palabras: oficialmente, los héroes militares a los que se honra con
los últimos renombramientos casualmente tienen los mismos apellidos que famosos
insurrectos confederados. La restauración de los nombres de estas bases son,
pues, elaborados juegos de palabras. En esta burlesca lingüística no son sólo
los nombres los que significan lo que Trump quiere que signifiquen. También es
la historia actual de la rebelión contra Estados Unidos. Él la ha colocado en
un estado de animación suspendida donde se recuerda como heroica y se olvida
como infame, como el 6 de enero.
Mientras
tanto, la restauración de estas designaciones confederadas borra los nombres
que las sustituyeron en 2023, los nombres de mujeres y personas de color:
Charity Adams, Mary Edwards Walker, Richard Cavazos, William Henry Johnson.
Esto también tiene un propósito. Al menos por ahora, el objetivo principal del
despliegue de tropas de Trump en las calles de Los Ángeles no es la supresión
violenta de la disidencia. Es la reconstrucción del propio ejército. Trump está
instruyendo a las tropas sobre cómo deben pensar de sí mismas y de la
naturaleza del país que se han comprometido a defender.
Hegseth, en
su best seller, The War on Warriors (2024), escribe que “ya no quería
este Ejército”. Este ejército es el que existe actualmente: de sus 1.3 millones
de soldados en servicio activo, 230 000 son mujeres y más de 350 000 son
negros. Trump nombró a Hegseth para hacer invisibles a muchos de estos
soldados. The War on
Warriors, lleva por
subtítulo, Behind the Betrayal of the Men Who Keep Us Free. Ofrece
“recuperar una imagen genuina del valor de los hombres fuertes”. Se trata de “hombres
estadounidenses de sangre caliente”, hombres que “respetan a otros hombres
fuertes, hábiles y dedicados” y no “hombres que se hacen pasar por mujeres, o
viceversa”. De ello se deduce que las mujeres y los hombres negros que han
ascendido en las filas del ejército son la némesis del buen soldado: “Un
soldado negro o mujer que consigue un ascenso, principalmente por el color de
su piel o por los genitales que tiene entre las piernas, causa que muera gente”.
Mientras
Hegseth hipócritamente apoya la igualdad racial en el ejército (“No hay blancos
y negros en nuestras filas. Todos somos verdes”), en otra parte de su libro
insinúa falsamente que el nombramiento hecho por Joe Biden del general de las
fuerzas aéreas Charles Q. Brown Jr. para suceder a Milley como jefe del Estado
Mayor Conjunto fue una contratación basada en la diversidad: "¿Fue por el
color de su piel? ¿O por su habilidad? Nunca lo sabremos, pero siempre
dudamos". Esto difícilmente puede calificarse de discurso en código racista;
el tono es demasiado bajo y descaradamente muy alto. Trump puntualmente despidió
a Brown, una obertura inequívoca para un proyecto mucho más amplio.
La reinvención
trumpiana del ejército estadounidense no tiene nada que ver con combatir en
guerras en el extranjero. Se trata únicamente de reafirmar la naturaleza
innatamente blanca y masculina de Estados Unidos. Según Hegseth, “el elemento
clave del ejército son los hombres normales”: “Los tipos normales siempre han
luchado, y ganado, nuestras guerras”. Su visión, tal como él lo explica, es
restaurar no sólo el valor de los hombres fuertes, sino también “la importancia
de la normalidad”. El ejército debe renacer profundamente transformado: la
encarnación de una nación de hombres estadounidenses de sangre caliente. No es
necesario explicar lo que esto significa para los estadounidenses anormales de
sangre impura.
En este
sentido, poner tropas en las calles de Los Ángeles es un ejercicio de
entrenamiento para el ejército, una forma de reorientación. Los soldados están siendo
reentrenados para que le sean leales al presidente y no a la Constitución.
Mientras tanto, se están acostumbrando a enfrentarse a esa America desviada y
anómala. En su discurso de Fort Bragg, Trump invitó a las tropas a ver a los
manifestantes de Los Ángeles como invasores: “No permitiremos que una ciudad
estadounidense sea invadida y conquistada por un enemigo foráneo, y eso es lo
que son”. Pero lo que estaba ocurriendo en Los Ángeles era, según él, incluso
peor que una incursión armada:
Estos
miembros de las fuerzas armadas no sólo están defendiendo a los honrados
ciudadanos de California, también están defendiendo a nuestra propia república,
y son héroes, están ahí, son héroes. Están luchando por nosotros, están deteniendo
una invasión igual que lo harían ustedes. La gran diferencia es que la mayoría
de las veces cuando se detiene una invasión, ellos llevan uniforme. En muchos
sentidos, es más duro cuando no llevan uniforme porque no sabes exactamente
quiénes son.
Si el
ejército no sabe exactamente quiénes son “ellos”, hay que decírlo. Trump
recordó a las tropas que su propósito es sembrar el miedo: “Para nuestros
adversarios, no hay mayor miedo que el Ejército de Estados Unidos”. Su trabajo
ahora es difundir ese miedo a una masa no uniformada y, por lo tanto,
desconocida de enemigos internos. Del mismo modo que Trump transforma la
rebelión real en el vago, pero omnipresente “peligro de una rebelión”, igual hace
que el ejército invasor sea invisible, amorfo y fluido. La doctrina militar
tradicional exige una comprensión clara de la naturaleza de la amenaza y de la configuración
de las fuerzas opuestas. Por el contrario, en la doctrina Trump la amenaza debe
ser lo más nebulosa posible, y las fuerzas opositoras deben carecer de forma. De
ahí que, sólo el comandante en jefe puede en un momento dado, sugerir cuáles
son. El enemigo al que el ejército debe aprender a enfrentarse es el que él, y
sólo él, puede conjurar.
En ese
aspecto, Trump está ofreciendo a los soldados lo que los líderes fascistas
siempre han ofrecido a sus seguidores: una peculiar amalgama de lo excitante de
la transgresión y la sumisa entrega a la obediencia absoluta. A los nuevos
tenientes y sargentos se les entrega (al menos por ahora) un documento titulado
The Army: A
Primer to Our Profession of Arms. La prohibición de
cualquier manifestación de partidismo es enfática:
El Ejército
como institución debe ser apartidista y parecerlo también. Ser apartidista
significa no favorecer a ningún partido o grupo político específico. El
apartidismo garantiza al público que nuestro Ejército siempre servirá a la
Constitución y a nuestro pueblo con lealtad y capacidad de respuesta. Cuando se
representa al Ejército o se viste el uniforme, también debe comportarse de
manera imparcial.
En Fort
Bragg, Trump incitó a los soldados uniformados detrás de él a abuchear a la
prensa y reírse de sus oponentes políticos, desobedeciendo así esas
prohibiciones, mientras una tienda temporal en la base vendía ropa y joyas con
la marca MAGA y tarjetas de crédito falsas con la etiqueta "TARJETA DE
PRIVILEGIO BLANCO: SUPERA TODO". Esta insubordinación organizada tenía un
punto obvio: los soldados deben transferir su obediencia del ejército y la
Constitución al propio Trump.
El manual deja claro a los soldados que no deben
obedecer órdenes ilegales:
Desde este
punto de vista, en realidad conviene a los propósitos de Trump que la
federalización de la Guardia Nacional se entienda como ilegal. Su despliegue de
tropas en Los Ángeles pretende disolver los límites entre los conflictos domésticos
y las guerras foráneas, entre la realidad y la actuación y, sobre todo, entre
una democracia sujeta a la ley y un gobierno arbitrario. Acostumbrar a los
soldados a seguir órdenes ilegales y a hacer caso omiso a su “deber de la
desobediencia” es un gran paso hacia la autocracia.
Tal y como
demostró su vacilación sobre si bombardear o no Irán, Trump tiene un problema:
el fascismo tiende inexorablemente hacia la guerra, pero gran parte de su
atractivo reside en su promesa de poner fin a los conflictos foráneos de
Estados Unidos. Parte de la solución es montar espectáculos puntuales:
bombarderos invisibles B-2 lanzando bombas antibúnker
de 30 000 libras. La otra parte es repatriar la idea de boots on the ground (tropas
terrestres en servicio activo en operaciones militares). Al igual que los
iPhones y los productos farmacéuticos, ese tipo de guerra ya no se fabricará en
el extranjero. Se
fabricará en todo Estados Unidos.
—Junio 26, 2025
Publicado por La Cuna del Sol
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