lunes, 15 de agosto de 2016

El patojo

El Comandante de la Revolución Cubana, Fidel Castro, acaba de cumplir 90 años  de existencia la mayoría de ellos dedicados sin descanso a la lucha revolucionaria que lo ha colocado en la historia, a pesar de lo que digan sus enemigos (que no son pocos), como uno de los líderes mundiales más significativos que ha tenido la valentía y la convicción profunda que solo los revolucionarios de su talla tienen, de enfrentarse a la potencia imperialista más grande de la historia, los EE.UU, a escasa distancia de las costas de Cuba y que todavía en un alarde de arrogancia imperial sigue ocupando la Bahía de Guantánamo a la que ha convertido en un obsceno ejemplo de degradación humana. Demás está decir que esa potencia que se autoproclama la tierra del hombre libre y un ejemplo a seguir por el resto del mundo ha intentado asesinar a Fidel en innumerables ocasiones, sin embargo Fidel no se ha amilanado, mucho menos doblegado ante las fuerzas del imperio del mal, no obstante más de medio siglo de extenuantes batallas. Por eso y mucho más nuestras sinceras felicitaciones en su día al más grande líder revolucionario, que junto a otros grandes revolucionarios de Nuestra América y del mundo, como Ernesto “Che” Guevara y el Comandante Hugo Chávez Frías, con su lucha y ejemplos revolucionarios siguen inspirando y llenando de esperanzas a muchos en todos los rincones del planeta. Precisamente de ese ejemplo revolucionario se nutrió durante sus días al servicio de la Revolución Cubana un joven guatemalteco a quien llamaban “el patojo”. En  Pasajes de la Guerra Revolucionaria, el Che Guevara le dedica un capítulo a su amigo “el patojo” revolucionario guatemalteco, que un día decidió abandonar la Habana para incorporarse a la lucha armada en su natal Guatemala, donde caería abatido cuando se encontraba en la Sierra de las Minas en marzo de 1962.


EL PATOJO*


Por Ernesto Guevara

Hace algunos días, al referirse a los acontecimientos de Guatemala, el cable traía la noticia de la muerte de algunos patriotas y, entre ellos, la de Julio Roberto Cáceres Valle.
               
En este afanoso oficio de revolucionario, en medio de luchas de clases que convulsionan el Continente entero, la muerte es un accidente frecuente. Pero la muerte de un amigo, compañero de horas difíciles y de sueños de horas mejores, es siempre dolorosa para quien recibe la noticia y Julio Roberto fue un gran amigo. Era de muy pequeña estatura, de físico más bien endeble; por eso le llamábamos El Patojo, modismo guatemalteco que significa pequeño, niño.
               
El Patojo, en México había visto nacer el proyecto de la Revolución, se había ofrecido como voluntario, además; pero Fidel no quiso traer más extranjeros a esta empresa de liberación nacional en la cual me tocó el honor de participar.
               
A los pocos días de triunfar la Revolución, vendió sus pocas cosas y con una maleta se presentó ante mí, trabajó en varios lugares de la administración pública y llegó a ser el primer jefe de personal del Departamento de Industrialización del INRA, pero nunca estaba contento con su trabajo. El Patojo buscaba algo distinto, buscaba la liberación de su país; como en todos nosotros, una profunda transformación se había producido en él, el muchacho azorado que abandonaba Guatemala sin explicarse bien la derrota, hasta el revolucionario consciente que era ahora.
               
La primera vez que nos vimos fue en el tren, huyendo de Guatemala, un par de meses después de la caída de Árbenz; íbamos hasta Tapachula, de donde deberíamos llegar a México. El Patojo era varios años menor que yo, pero en seguida entablamos una amistad que fue duradera. Hicimos juntos el viaje desde Chiapas hasta la Ciudad de México, juntos afrontamos el mismo problema; los dos sin dinero, derrotados, teniendo que ganarnos la vida en un medio indiferente cuando no hostil.
               
El Patojo no tenía ningún dinero y yo algunos pesos; compré una máquina fotográfica y, juntos nos dedicamos a la tarea clandestina de sacar fotos en los parques, en sociedad con un mexicano que tenía un pequeño laboratorio donde revelábamos. Conocimos toda la Ciudad de México, caminándola de una punta a la otra para entregar las malas fotos que sacábamos, luchamos con toda clase de clientes para convencerlos de que realmente el niñito fotografiado lucía muy lindo y que valía la pena pagar un peso mexicano por esa maravilla. Con este oficio comimos varios meses, poco a poco nos fuimos abriendo paso y las contingencias de la vida revolucionaria nos separaron. Ya he dicho que Fidel no quiso traerlo, no por ninguna cualidad negativa suya sino por no hacer de nuestro Ejército un mosaico de nacionalidades.
               
El Patojo siguió su vida trabajando en el periodismo, estudiando física en la Universidad de México, dejando de estudiar, retomando la carrera, sin avanzar mucho nunca, ganándose el pan en varios lugares y con oficios distintos, sin pedir nada. De aquel muchacho sensible y concentrado, todavía hoy no puedo saber si fue inmensamente tímido o demasiado orgulloso para reconocer algunas debilidades y sus problemas más íntimos, para acercarse al amigo a solicitar la ayuda requerida. El Patojo era un espíritu introvertido, de una gran inteligencia, dueño de una cultura amplia y en constante desarrollo, de una profunda sensibilidad que estaba puesta, en los últimos tiempos, al servicio de su pueblo. Hombre de partido ya, pertenecía al PGT, se había disciplinado en el trabajo y estaba madurando como un gran cuadro revolucionario. De su susceptibilidad, de las manifestaciones de orgullo de antaño, poco quedaba. La revolución limpia a los hombres, los mejora como el agricultor experimentado corrige los defectos de la planta e intensifica las buenas cualidades.
               
Después de llegar a Cuba vivimos casi siempre en la misma casa, como correspondía a una vieja amistad. Pero la antigua confianza mutua no podía mantenerse en esta nueva vida y solamente sospeché lo que El Patojo quería cuando a veces lo veía estudiando con ahínco alguna lengua indígena de su patria. Un día me dijo que se iba, que había llegado la hora y que debía cumplir con su deber.
               
El Patojo no tenía instrucción militar, simplemente sentía que su deber lo llamaba e iba a tratar de luchar en su tierra con las armas en la mano para repetir en alguna forma nuestra lucha guerrillera. Tuvimos una de las pocas conversaciones largas de esta época cubana; me limité a recomendarle encarecidamente tres puntos: Movilidad constante, desconfianza constante, vigilancia constante. Movilidad, es decir, no estar nunca en el mismo lugar, no pasar dos noches en el mismo sitio, no dejar de caminar de un lugar para otro. Desconfianza, desconfiar al principio hasta de la propia sombra, de los campesinos amigos, de los informantes, de los guías, de los contactos; desconfiar de todo, hasta tener una zona liberada. Vigilancia; postas constantes, exploraciones constantes, establecimiento del campamento en lugar seguro y, por sobre todas estas cosas, nunca dormir bajo techo, nunca dormir en una casa donde se pueda ser cercado. Era lo más sintético de nuestra experiencia guerrillera, lo único, junto con un apretón de manos, que podía dar al amigo. ¿Aconsejarle que no lo hiciera?, ¿con qué derecho, si nosotros habíamos intentado algo cuando se creía que no se podía, y ahora, él sabía que era posible?
               
Se fue El Patojo y, al tiempo, llegó la noticia de su muerte. Como siempre, al principio había esperanzas de que dieran un nombre cambiado, de que hubiera alguna equivocación, pero ya, desgraciadamente, está reconocido el cadáver por su propia madre; no hay dudas de que murió. Y no él solo, sino un grupo de compañeros con él, tan valiosos, tan sacrificados, tan inteligentes quizás, pero no conocidos personalmente por nosotros.
               
Queda una vez más el sabor amargo del fracaso, la pregunta nunca contestada: ¿por qué no hacer caso de las experiencias ajenas?, ¿por qué no se atendieron más las indicaciones tan simples que se daban? La averiguación insistente y curiosa de cómo se producía el hecho, de cómo había muerto El Patojo. Todavía no se sabe muy bien lo ocurrido, pero se puede decir que la zona fue mal escogida, que no tenían preparación física los combatientes, que no se tuvo la suficiente desconfianza, que no se tuvo, por supuesto, la suficiente vigilancia. El ejército represivo los sorprendió, mató unos cuantos, los dispersó, los volvió a perseguir y, prácticamente, los aniquiló; algunos tomándolos prisioneros, otros, como el Patojo, muertos en el combate. Después de perdida la unidad de la guerrilla el resto probablemente haya sido la caza del hombre, como lo fue para nosotros en un momento posterior a Alegría de Pío.
               
Nueva sangre joven ha fertilizado los campos de América para hacer posible la libertad. Se ha perdido una nueva batalla; debemos hacer un tiempo para llorar a los compañeros caídos mientras se afilan los machetes y, sobre la experiencia valiosa y desgraciada de los muertos queridos, hacernos la firme resolución de no repetir errores, de vengar la muerte de cada uno con muchas batallas victoriosas y de alcanzar la liberación definitiva.
               
Cuando El Patojo se fue no me dijo que dejara nada atrás ni recomendó a nadie, ni tenía casi ropa ni enseres personales en que preocuparse; sin embargo, los viejos amigos comunes de México me trajeron algunos versos que él había escrito y dejado allí en una libreta de notas. Son los últimos versos de un revolucionario pero, además, un canto de amor a la Revolución, a la Patria y a una mujer. A esa mujer que El Patojo conoció y quiso aquí en Cuba, vale la recomendación final de sus versos como un imperativo:

Toma, es sólo un corazón

Tenlo en tu mano

Y cuando llegue el día,

Abre tu mano para que el Sol lo caliente…

El corazón de El Patojo ha quedado entre nosotros y espera que la mano amada y la mano amiga de todo un pueblo lo caliente bajo el sol del nuevo día que alumbrará sin duda para Guatemala y para toda América. Hoy, en el Ministerio de Industrias donde dejó muchos amigos, en homenaje a su recuerdo hay una pequeña Escuela de Estadística llamada “Julio Roberto Cáceres Valle”. Después, cuando la libertad llegue a Guatemala, allá deberá ir su nombre querido, a una escuela, una fábrica, un hospital, a cualquier lugar donde se luche y se trabaje en la construcción de la nueva sociedad.


*Tomado de: Ernesto Che Guevara. Pasajes de la Guerra Revolucionaria. Nueva York. La Habana, Cuba. Editorial Ocean Press/Centro de Estudios Che Guevara, 2006. Pp. 134-139


Cortesía de Octavio Gasparico






Publicado por La Cuna del Sol
USA.

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