Hoy que los
reformismos -sin mala fe- se han querido
aderezar como “revoluciones”, de una
manera un tanto pomposa e influidos por el rechazo a la violencia (eso lo
practican las naciones pequeñas, porque las grandes invaden y matan) de los
grandes colectivos sociales de nuestra
época, a través de la acción del voto
depositado en las urnas; de hecho, consciente o inconscientemente contraponen las verdades históricas de que el mundo se ha
construido después de la violencia con firmes y decididas acciones de paz.
LOS REFORMISMOS DE
AMÉRICA DEL SUR,
QUE HAN PRESUMIDO DE
“REVOLUCIONES”,
PARECEN ASOMARSE AL
PRINCIPIO DEL FIN
Por Luciano Castro Barillas
Salvo un uso indirecto del lenguaje, que sea
figurativo o literario; toda revolución, sea del signo político e ideológico
que fuere; es un cambio violento de las instituciones políticas, económica y
sociales del Estado. Los reformismos, por la profundidad que bien
intencionadamente quieran darles a las direcciones políticas del momento,
atacarán, siempre, con timidez; la contradicción fundamental de la sociedad,
que es la riña eterna entre el capital y el trabajo. De allí que la vida de los regímenes
políticos de ese cuño siempre son imprevisibles porque la latencia capitalista
está allí presente, larvaria y con capacidad reproductiva al momento en que
como germen patógeno oportunista, aparecerá con virulencia ante un organismo
social, económico y político debilitado.
De los muchos dictum clásicos marxistas sobre
la toma del poder por la acción revolucionaria, merece especial atención en
esta coyuntura el de la lucha de clases. Marx, gigante del intelecto y la
honradez, fue honesto al afirmar que él no había inventado la teoría de la
lucha de clases, únicamente las había redescubierto y posicionado como
artefacto cultural y político. Estaban allí, desde siempre, esas ideas, aunque
desintelectualizadas y desorganizadas,
por los siglos de oscurantismo, aunque prestas a la hora de reactivación
para servir como formidables herramientas teóricas y prácticas para la
transformación de la realidad, de esa realidad mesosecular que le tocó vivir al
capitalismo y su etapa de consolidación expansiva como lo fue el imperialismo.
Le tocó vivir a Marx las páginas más gloriosas
de esa lucha de clases inicial ya teorizada entre el capital y el trabajo. No
hubo desde el régimen esclavista, pasando por el régimen feudal y régimen
capitalista que lo sustituyó; otro camino para resolver las contradicciones
entre el capital y el trabajo, ni con la asesoría de Dios a los reformistas
socialdemócratas que desatara el nudo gordiano de la producción social y la
apropiación individual, sin que desatar ese nudo pudiera hacerse con palabras
amables y nobles sentimientos. Solo hubo y habrá un camino: la lucha de clases
a su más alto nivel: la lucha armada. ¿Trasnochada pretensión? Creo,
personalmente, que nunca lo será. Porque hay que remitirnos a lo que dijo
Acacio, el guardia pretoriano, dos mil años atrás: “Mientras los hombres sean como son, hay que mantener desenvainada la
espada”.
Hoy que los reformismos -sin mala fe- se han querido aderezar como
“revoluciones”, de una manera un tanto
pomposa e influidos por el rechazo a la violencia (eso lo practican las
naciones pequeñas, porque las grandes invaden y matan) de los grandes
colectivos sociales de nuestra época, a
través de la acción del voto depositado
en las urnas; de hecho, consciente o inconscientemente contraponen las verdades históricas de que el mundo se ha
construido después de la violencia con firmes y decididas acciones de paz.
¿Acaso no es la guerra la continuidad de la política por otros medios? ¿Acaso
no es el aplastamiento del enemigo el que crea cultura y civilizaciones
distintas? Toda guerra principia -cierto
también- y termina en la mesa de negociaciones. ¿Verdades imperturbables y
perdurables la de los socialismo del siglo XXI de América del Sur? Apenas si llegan
a los 20 años y ya están de bruces.
No habrá iniciativa política alguna que
revierta en el actual momento la
tendencia objetiva de la realidad, que es la inevitable restauración
conservadora. El momento de la malsana restauración está en marcha, querámoslo
o no. ¿Y quién tiene la culpa de lo que pasa? Todos. Directores y conductores
políticos y el pueblo llano que supo hacer bien la desproletarización de su
vida y compromiso con estos regímenes reformistas por muchas razones. Entre
otras, una de muy alto nivel intelectual: no tener disponible la suficiente
comida ni papel para la última consecuencia.
La revolución bolivariana a partir de diez años
se burocratizó y a los diez ocho años empezó a escribir el principio del fin.
Los excesos retóricos de cultor a la personalidad del difunto presidente Chávez
promovidos por Maduro fueron, al final, insuficientes para obtener una victoria
estrechísima contra la oposición, que de haber contado con un mes de propaganda
electoral hubiera conseguido la victoria. Nadie quiso ver lo que pasaba al interior
del corazón humano, de las grandes mayorías. Y de repente el cerotazo de la
elección parlamentaria, que hizo que se dejaran de cantar de inmediato las
glorias bolivarianas porque, no hay tal confusión del imperio a través de los
medios (ni que fueran tan idiotas la mayoría de venezolanas o eso se les quiere
decir cuando se afirma que fueron engañados). Es que no crearon las bases de
toda revolución, por donde se empieza: un fuerte mercado interno para que los
bienes y servicios básicos abunden y
todo mundo esté contento.
Hoy se inventan paliativos, como las unidades
de producción agrícola urbanas, cuando ya el mal está hecho. Y van camino en
las próximas elecciones a la derrota, si no es que antes Maduro sale por
encargo del imperio, tal como parece ser. La lección es la siguiente: o se
hacen verdaderas transformaciones revolucionarias de la sociedad o se opta por
el reformismo, que por sí mismo se agota, porque la cuerda espiritual de esos
regímenes no ha dado, ni dará para mucho, como lo ha demostrado la historia.
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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