El 11 de septiembre de 1981 durante
el gobierno militar de Romeo Lucas García, recuerda Adriana, agentes de la G-2,
cuerpo de detectives, policía nacional, Comando 6 y otros arribaron a la casa
de mi padre en la zona 11 y a su lugar de trabajo en la Avenida Elena, Zona 3
en la ciudad capital de Guatemala, y en dos operativos conjuntos secuestraron y
desaparecieron a mi padre Adrian Portillo, mi madrastra Rosa de Portillo, mi cuñada
Edilsa Álvarez, a mi hermanita Alma Portillo de año y medio, y a mis hijas
Rosaura Carrillo Portillo de 10 años y Glenda Carrillo Portillo de 9 años. El
caso ha estado en manos del Ministerio Público desde el año 1998 sin que a la
fecha se sepa el paradero de mis amados y extrañados familiares. Con la
detención de los 14 militares ocurrida esta mañana [6 de enero], entre ellos el
general Callejas y Callejas apodado el “Capo de Capos”, fundador de "La
Cofradía" y conocido asesino, torturador, y secuestrador e implicado en el
desaparecimiento de mi familia, se abre una ventana de esperanza de algún día
llegar a conocer el paradero de mi familia desaparecida hace 35 años y de que
se haga justicia por tan horrendo crimen. Los detalles de ese fatídico día en
la vida de Adriana están plasmados vívidamente en uno de los pasajes del libro
-biografía novelada- Los Imprescindibles, escrito por Luciano Castro Barillas
en 2013, el cual con la previa autorización del autor publicamos a
continuación.
BORRAR LA VIDA: LA
DESAPARICIÓN DE
LA FAMILIA DE ADRIANA
PORTILLO
Por Luciano Castro Barillas
Un día, para relajarnos un poco de tanta tensión, dispusimos celebrar el
cumpleaños del primer añito de Uri, mi sobrino e hijo de Antonio, en la casa de
su abuelo Adrián en la capital, para que convergieran allí los otros niños de
los familiares que vivían en la ciudad de Guatemala. Mi padre, unas semanas
atrás, se había percatado que la casa estaba siendo vigilada por hombres
vestidos de paisano, que seguramente era agentes de la G2 o de la Policía
Judicial, quienes habitualmente hacían ese tipo de actividades. Tenía la
percepción que algo no estaba totalmente normal. Eso le hizo comunicarse con
los responsables del frente urbano para que le ayudaran en tareas de
“contrachequeo” . En tanto eso pasaba mi padre consideró conveniente dejar por
unas semanas la capital y se vino a mi casa de La Pilona en Jutiapa con su familia. Tenía quizá cuatro
o cinco días de estar conmigo cuando recibió un telegrama en clave de parte de
los compas informándole que todo estaba bien. Confiado en la
“contrainteligencia revolucionaria” decidió regresar a su casa de la zona 11 e
intentar llevar su vida familiar con la mayor normalidad posible. Pero el
prenuncio de lo que iba a suceder ese trágico día aconteció en el tramo del
acceso al municipio de Fraijanes en la
carretera Interamericana. Un ciclista salió despistado de esa bocacalle, sin
mirar para ningún lado, justo al momento en que pasaba la furgoneta de mi papá.
Impactó a un lado del parachoques delantero y al parecer murió al instante por
los residuos de cuero cabelludo, masa encefálica y sangre que quedaron
adheridos a la defensa del auto.
-¡Antonio! ¡Antonio! ¿Qué fue ese golpe? ¿Qué fue eso? Golpeó fuerte… voy a
orillarme… -gritó mi papá nervioso.
-¡No! ¡No pare! Fue un ciclista, las piernas pasaron por este lado. Nos
pueden detener, sigamos -dijo Antonio en
enérgico tono.
No pudo hacerse nada por él porque la muerte había sido instantánea y
tampoco hubiera sido posible auxiliarlo porque ello significaba la presencia
policíaca, de la cual precisamente venían huyendo. Para evitar cualquier
investigación optaron por salir del escenario del accidente y en una estación
de gasolina que estaba delante lavaron los fragmentos humanos.
-Buenos días -dijo mi papá- me regalan agua. Viene sucia la camioneta y
no quiero entrarla toda shuca a la
ciudad.
-¿Pero eso que está ahí son pedazos de carne? -agregó el mozo de la estación de modo
inquisitivo.
-Sí, pasé encima de un chucho
muerto.
-Ah -dijo nada más el patojo y
siguió en sus tareas.
Todos adentro del auto estaban en absoluto silencio, consternados por lo
que acababa de pasar. En ese momento despertó Almita, mi hermanita de diez y
ocho meses e inmediatamente, con los ojos adormilados, buscó la chiche de su madre. Luego de mamar por unos
instantes el pezón se quedó nuevamente dormida. Chagüita y Glenda, con los ojos
redondos de asombro no se movían de sus asientos, tomadas de sus manitas,
aferrándose a la vida en aquél instante de muerte. Dándose aliento con el
calor, con la presión de sus manos, porque iban en ese instante sin su madre,
en cuyo regazo seguramente se hubieran refugiado.
Luego de secarse las manos con un trapo que servía para limpiar el
parabrisas, mi padre se puso nuevamente al volante y Antonio se acomodó en la
parte trasera de la furgoneta, pensativo por lo sucedido. Todos iban tristes.
Pensaban en el dolor de la familia del fallecido, pero no tenía mi padre
responsabilidad alguna. El ciclista había salido imprudentemente sin ver para
ningún lado. Quizá le hayan confundido los enormes bancos de niebla que se
desplazaban lentamente todas las tardes por ese lugar, que con frecuencia y
hasta la fecha siguen ocasionando múltiples accidentes de tránsito. El
accidente del ciclista iba marcando de manera inexorable, sin que nadie lo
supiera, el futuro destino de los viajantes. Ese jueves había empezado mal, con
ese mal presagio de una muerte fortuita.
Llegaron a la casa de la zona 11 a la hora de la cena y luego de bajar los
bártulos llevados de la breve estancia en Jutiapa; durmió allí toda la familia.
Al otro día, luego de desayunar, mi papá tomó rumbo de su trabajo a la agencia
de vendedores Producciones Artísticas Internacionales, situada en la novena
calle y avenida Elena, cerca del barrio El Gallito de la zona 3. Empezaba a
coordinar las acciones con su equipo de trabajo ese día cuando se acercaron
cuatro típicos policías vestidos de civil, en cuyo cinto mal disimuladas tenían
encajadas sus armas. Se dirigieron directamente a él y le preguntaron su nombre
mostrándole una foto robot que, en efecto, tenía un enorme parecido. Mi padre
los vio directamente a los ojos y agrego:
-De veras que se parece a mí -dijo
sin inmutarse y con toda la serenidad del mundo.
-Va a tener que acompañarnos -le
dijeron los confidenciales- para que aclare algunas cosas.
- Está bien -dijo- y se instaló su saco.
-Pero estaba otro hombre con usted
-insistió uno de ellos.
-Ah, sí, claro; era mi hijo Antonio, lo dejé en la terminal de autobuses
esperando a mi hija y a mi nuera. Vienen de Jutiapa para celebrar el cumpleaños
de mi nieto.
Antonio, que estaba a la par cuando lo interrogaban, optó por alejarse,
antes que lo identificaran y se integró con el grupo de vendedores. Los
policías no dijeron nada y se cruzaron una mirada de duda. Subieron las dos
parejas policías, cada cual en su bronco. Mi padre iba en el primero,
encañonado por su captor y atrás el otro bronco de escolta. Los autos empezaron
a moverse lentamente, buscando a alguien. Antonio, desde un lugar de donde no
podía ser visto se daba cuenta de todo sin poder hacer nada, absolutamente
nada, por carecer de un arma para enfrentarse a los esbirros que en ese momento
se llevaban al compañero Roberto, a una muerte segura y al que nunca volvería a
ver jamás. Entretanto, en la vivienda de la zona 11, fuerzas conjuntas del
servicio de inteligencia del ejército y del Comando Seis de la Policía Nacional
tomaban por asalto una casa de seguridad
de la ORPA. Se oyó un breve intercambio de disparos de armas cortas,
fuerte golpes, gemidos y gritos. Afuera, en las calles circundantes, los jefes del operativo y oficiales militares
de civil daban, a fuertes voces,
instrucciones a sus subordinados para que se apostaran en lugares convenientes
y abrieron fuego a discreción por si algún subversivo intentaba escaparse. Las
tanquetas cerraban las bocacalles y soldados en posición de tiro con sus
fusiles semiautomáticos.
Luego de las breves detonaciones se oían los llantos de niñas y de mujeres
que pedían clemencia, que no las mataran, que no sabían nada de todo eso. Un
perro pastor alemán deambulaba tambaleante por los corredores, posiblemente
herido o drogado. De nada sirvieron las súplicas. Fueron subidas a empellones y
como una de ellas se resistía, una joven señora con un bebé en brazos, fue cogida
con violencia del cabello y metida en la parte trasera de un bronco sin ningún
miramiento. Las dos hermanitas gritaban horrorizadas, con las lágrimas
desbordadas de sus ojos y respirando anhelantes, sin ningún consuelo. Los
policías y el ejército permanecieron horas en el lugar, haciendo seguramente un
inventario de lo encontrado: armas, explosivos, propaganda y libros marxistas,
según parte oficial emitido por las fuerzas de seguridad hasta la cinco de la
tarde del día viernes 11 de septiembre de 1981. Allí se hacía constar, entre
otras cosas, que no se encontraban personas en el reducto subversivo, lo cual
era un claro indicio del destino de las prisioneras, adultas y niñas.
Mi padre fue llevado a la casa de la zona 11, posiblemente ya herido de
bala en una pierna o con sus costillas fracturadas, porque le costaba caminar y
apoyaba sus manos en un costado. Los vecinos de las casas contiguas estaban
alarmados y atestiguaron haber visto cuando en dos broncos eran llevadas varias
niñas y dos mujeres adultas quienes lloraban y daban voces de auxilio, lo cual
contradecía el parte oficial. Nada ni nadie pudo hacer algo por ellas ante el
embate feroz de unas fuerzas represivas intimidantes y cobardes, que en las
montañas sencillamente no exhibían ese arrojo cuando les tocaba enfrentarse a
los combatientes guerrilleros armados.
Cuando mi cuñada Estela y yo llegamos a la casa para cooperar en los
preparativos del cumpleaños de mi sobrino Uri, quedamos estupefactas,
petrificadas, pasmadas, ante lo que
acontecía. Sentimos un ligero temblor, escalofríos y un desvanecedor mareo a la
vista de esos terribles acontecimientos. Vimos que un hombre echaba agua y
limpiaba con una escoba algún residuo que había quedado en el piso,
posiblemente sangre, pensé; para no dejar ninguna evidencia, pero al final
razoné y apelé a la lógica: ¡qué podía preocuparles a estos asesinos que
quedaran evidencias de sus crímenes! Tal vez no era eso, me consolaba, sino
residuos de sustancias inflamables, explosivas,
pues en esa casa se guardaban químicos para la fabricación de bombas
clymore. En un acto de desesperación e imprudencia le pregunté a un joven alto,
de complexión atlética, atractivo, cabello rizado y de ojos verdes; ¿qué estaba
sucediendo en esa casa? Le dije que
éramos invitadas a una fiesta infantil, que veníamos de Jutiapa al cumpleaños
de mi sobrino y que nosotros no vivíamos allí. Nos invitó a entrar pero no lo
hicimos porque temimos que se tratara de una trampa, una celada y nos
secuestraran a nosotros también. Nos contuvimos con mi cuñada Estela, ante el
natural impulso de saber qué había pasado con nuestros familiares. El oficial
consultó por radio y le dijo, en voz baja, para que no oyéramos, al ayudante:
-No mentía el viejo, venían a la fiesta de un nieto.
-Pasen -volvió a insistir de manera
amable-, pasen y vean que allí no hay
nadie…
Volvió a hacerme una y mil preguntas. Me interrogó como una hora y yo
insistía en que me informara sobre mis familiares. Que mis hijas estaban allí y
que por lo tanto no era cierto que la casa estuviera vacía. No me dio cuenta de
ello, por el contrario, jugaba con nuestra angustia al decirnos que sí estaban
allí y luego que no, invitándonos a
pasar adentro. Ignorando con qué monstruo estaba hablando supe, mucho tiempo
después, que ese hombre de agradable apariencia era el famoso demente criminal
jalapaneco conocido como El Gato Gudiel, descuartizador de seres humanos,
famoso por su impiedad y por la precisión y profundidad de sus cortes de
matarife. Me miraba de pies a cabeza con aparente tranquilidad, tratando de
averiguar algo. Volvimos con Estela sobre nuestros pasos, rumbo a El Trébol, y
cuando quizá íbamos como a unos cincuenta metros recordé en un lampo de
aserción con la realidad, - pues no se tiene noción del tiempo, se pierden las
sensaciones y las voces, incluso la propia se oye distante y ajena- que era
urgente irnos de ese lugar. Pensaba por momentos que mi padre se había cambiado
de casa, como subconsciente rechazo a no aceptar lo que palmariamente me
ofrecía la realidad. Estaba confundida por el hecho que mis dos hijas menores,
Sarina e Ingrid, no quisieron asistir a la fiestecita y se quedaron en
Jutiapa. Intenté volver, pero ambas
reaccionamos al oír el acerrojamiento de los fusiles y el
chasquido de las pistolas al introducir el tiro en recámara y le dije a mi
cuñada
-¡Corramos, vienen por nosotras!
Providencialmente estaba a un lado de la acera un taxi con las puertas
abiertas y el motor en marcha. El chófer
nos dijo:
-¡Súbanse, súbanse!
Prácticamente dimos un salto y caímos en el interior del vehículo. Aceleró
y nos llevó con rumbo incierto por las calles de la ciudad. Errático como
nosotros. Impresionado igual o más por los terribles acontecimientos que
acababa de presenciar. Al rato de deambular por las calles nos preguntó a dónde
nos llevaba y le dijimos que a la terminal de autobuses de la zona 4. Era tal
nuestra perturbación que a aquella amable y generosa persona se nos olvidó
darle las gracias y sin decir palabra alguna nos bajamos del taxi. Pero como a
la hora regresamos a la casa de la zona 11, ya plenamente asimilado los hechos
acontecidos viendo de lejos la vigilancia apostada por todos lados.
Salimos de regreso para Jutiapa abrumadas, aturdidas por la intensidad de
lo vivido, casi en un estado catatónico, sin entender por momentos realmente lo
sucedido. Caminando como autómatas. Y totalmente desorientadas abordamos el
autobús sin acabar de entender claramente la magnitud de lo que pasaba. No
asimilábamos todavía la gravedad de los hechos y cuando por fin empezamos a
salir de Guatemala, rumbo al oriente, por la carretera de El Salvador, y llegamos a Jutiapa, el tiempo nos pareció
cortísimo, no las tres horas del recorrido. Entramos a la pequeña ciudad a las
ocho de la noche y nunca vi sus pocas luces de alumbrado público tan tristes,
tan mortecinas, tan insignificantes.
Ya con el terror ajustándose en su debido lugar no quise llegar a mi casa
de La Pilona pues me encontraba atemorizada, casi acobardada. Pasé a la casa de
Daniel y le solicité pasar la noche, pues era un riesgo llegar a mi casa en ese
momento. Como respuesta dijo:
-¡Vete a la mierda de aquí o te saco a patadas!
No insistí, comprendiendo el estado de nuestra relación sentimental. Yo lo
valoré como un asunto político dado que él militaba y porque en medio de todo
estaban sus dos hijas, ahora ya desaparecidas. Me marché sintiendo en cada paso
la más terrible soledad y frustración. Al llegar a la casa oímos los pasos
presurosos de un hombre. Era Antonio que ya estaba en Jutiapa y abrió la puerta con rapidez para
escabullirnos lo más rápido posible. Pensé a lo largo del camino que los
esbirros estuvieran adentro esperándonos. Ya en el patio empecé a dar los más
desgarradores gritos. Fue hasta en ese momento, ya en mi casa, y ante la
ausencia de mis hijas, que caí en la perfecta cuenta de lo acontecido. Empecé a
correr alrededor del patio gritando y Antonio me abrazó fuertemente. Me conminó
a que callara porque los vecinos podían escucharme. Lloré con mis manos puestas
en mi boca, hasta que cansada y asustada, pensé pasar esa noche en casa de mi
hermana. Que me diera asilo, posada y protección por esa noche. Y me la dio,
claro, a regañadientes, eso sí, sin dormir en el interior de algún cuarto sino
bajo un enorme árbol de mango que se erguía generoso en el patio de su casa. Me
acomodé, sentada en el piso de tierra y como respaldo el tronco del árbol, con
un cuchillo entre mis manos, no realmente para defenderme sino con la intención
de cortarme el cuello a la hora que llegaran por mí. Me cubrí con una sábana,
llorando por todos, en la más terrible desolación que un ser humano pueda
experimentar: sin un esposo, sin mis dos hijas mayores, sin mi padre y ahora
sin la mínima seguridad. Tuve dificultad para comprender la actitud de mi
hermana y pasé esa noche, salvando las proporciones, como Hernán Cortez, “bajo
el árbol de la Noche Triste”. Llorando, asustada, defraudada en el amor filial,
pues mi hermana cerró las puertas de sus habitaciones a cal y canto, dejándome
de hecho librada a mi suerte esa terrible noche. Tocaba al árbol y le hablaba
pidiéndole su abrigo.
Los cristianos, esa noche, no cumplieron el postulado evangélico de dar pan
y abrigo a los perseguidos. Sin embargo, el otro día, aprovechándose de mi
vulnerabilidad y como lo hacen todas las religiones del mundo que basan la
conversión en el temor y las falsas esperanzas, decidieron realizar un culto de
rogación por el aparecimiento con vida de los secuestrados en la iglesia “La
Biblia Abierta”. El culto se inició con plañideros lamentos sobre el pecado de
la desobediencia y cuando llegó el momento de la oración se desató un
pandemónium de gritos y golpes y yo agotada en mis reservas espirituales y
mentales, di por literalmente revolcarme en el piso llorando, gritando,
pataleando y dando puñetazos, todo un desfogue de las tensiones acumuladas. Por
supuesto que los creyentes lo tomaron como la expulsión de mil demonios que
gobernaban mi vida y concluyeron
dogmáticamente, sin mayor análisis, que
“la paga del pecado es la muerte”.
Mis hijas, mi padre y mis otros familiares jamás aparecieron.
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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