El día antes de irse a Estados Unidos Víctor Cal estuvo muy ocupado recolectando dinero, de pariente en pariente, para comprar comida durante el viaje.
GUATEMALA: EMIGRAR O MORIR,
EL DILEMA TRAS UN DESLAVE
FATAL
Alberto Arce y Rodrigo Abd
AP News
NUEVO QUEJÁ, Guatemala (AP) — El día antes de irse a Estados Unidos Víctor
Cal estuvo muy ocupado recolectando dinero, de pariente en pariente, para
comprar comida durante el viaje.
Su madre, desconsolada, no acababa de aceptarlo. “Le pedí que no se fuera
porque podemos vivir aquí”, repetía una y otra vez, “pero él ya había tomado la
decisión”.
Compartieron en silencio la poca comida que tenían, apenas un par de chiles
con ajonjolí. La tristeza de su madre caía sobre Víctor como una losa. Lo mejor
era moverse. Necesitaba encontrar un lugar en el que cargar su teléfono “para
poder recibir llamadas del coyote. Tiene que decirme dónde y cuándo nos vamos a
ver”.
Salió al camino de tierra repleto de baches que comunica su comunidad con
el resto del país para que alguien le diera jalón hasta algún lugar con
electricidad, a kilómetros de distancia. Se montó en una motocicleta y
desapareció.
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A los 26 años, Cal no veía otra opción que irse. La aldea en la que vivía
ofrecía un futuro de hambre y muerte. Para él, Estados Unidos se convertía en
la única opción de futuro.
Otros 11 hombres de la aldea ya habían emprendido el camino en lo que va de
año. Las autoridades estadounidenses han detenido a más 150.000 guatemaltecos
en su frontera sur en 2021, cuatro veces más que en 2020.
Muchos de ellos se encontraban en la misma situación que Víctor Cal,
empobrecidos y pasando hambre. Miembro del pueblo Pocomchí, no logró encontrar
trabajo en Ciudad de Guatemala y cuando llegó la pandemia se sumó a miles de
personas que abandonaron la capital para regresar a las montañas. Las tierras
en las que su padre cultivaba café, cardamomo, maíz y frijoles sonaban entonces
a lugar seguro. Al menos, pensó, allí, en Quejá, Alta Verapaz, habrá comida.
Se equivocaba.
Lo que se encontró fue su peor pesadilla. Nunca podría haber imaginado que
la lluvia torrencial de un huracán lo destruiría todo. Su casa, sus tierras, la
aldea entera. Toda la familia se encontró sin nada, desplazada y dependiente de
la ayuda humanitaria de organizaciones internacionales en un asentamiento
precario bautizado como Nuevo Quejá.
Así que ahora estaba a punto de abandonarlo. Una vez que logró cargar su
teléfono, tras la puesta de sol, regresó. Un grupo de amigos le esperaba para
la despedida. Evasivo, no quiso despedirse.
No tardó mucho en llenar su mochila amarilla: una camisa, un jersey, jeans
y unas zapatillas de deporte. Ya lo había perdido casi todo en el deslave que
sepultó su casa.
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Llovió sin parar durante 25 días. La carretera de acceso estaba cortada e
inundada. Los habitantes de Quejá llevaban 10 días atrapados en sus casas
cuando sucedió el deslave.
Sin electricidad, los teléfonos se habían descargado. Nadie pudo avisarles
de que corrían peligro porque aquel día había llovido cinco veces más de lo
habitual en un mes entero y debían evacuar la aldea.
A la hora del almuerzo del 5 de noviembre, los árboles comenzaron a caer y
la ladera de la montaña se derrumbó. Los habitantes de Quejá huyeron dejando la
comida en el fuego.
“Los que tuvimos tiempo para huir sólo pudimos echarnos los niños a la
espalda”, recuerda Esma Cal, una de las supervivientes. Articulada, enérgica y
de discurso fluido, esta mujer de 28 años asumiría gran parte del liderazgo
comunitario desde el momento de la tragedia. (Gran parte de los habitantes de
Quejá comparten el apellido Cal aunque no siempre son familia directa)
En cuestión de segundos, 58 personas desaparecieron bajo la tierra. La
mayor parte de los cuerpos no aparecerá jamás. 40 viviendas quedaron sepultadas
bajo toneladas de escombros, decenas más son inhabitables.
Los supervivientes lograron tender cuerdas para cruzar los ríos nacidos del
derrumbe y llegar caminando hasta la aldea más cercana. Sus habitantes
compartieron con ellos la comida que les quedaba y ofrecieron las escuelas y el
mercado para alojarlos. Debido al aislamiento provocado por el huracán, los
camiones con suministros no podían llegar hasta allí. Esma Cal explica que
cuando los helicópteros lo lograron, “algunas personas llevábamos casi dos días
sin comer”.
Quejá no era un pueblo rico. Pero sí un lugar que, tras décadas de
esfuerzo, había alcanzado algún progreso. Todo se perdió en un abrir y cerrar
de ojos.
Erwin Cal, de 39 años, ubica su origen hace un siglo. Un grupo de familias
logró acceso a la tierra de una gran plantación de café. “Mi abuelo era
esclavo. Recogían la cosecha sin cobrar a cambio de permiso para construir sus
chozas y usar algunos lotes para sus cultivos”.
Comenzaron con alimento para autoconsumo, maíz y frijol. Después llegaron
el café y el cardamomo para la venta. Con el tiempo lograron ahorrar lo
suficiente para comprar tierra.
En la década de los 80 algunos de los hombres comenzaron a alistarse en el
ejército de Guatemala. Al comenzar este siglo, la ola de violencia que invadió
las ciudades generó empleo en el sector de la seguridad privada y muchos
acabaron convertidos en vigilantes.
Con ese dinero comenzaron a levantar casas de cemento, suelos de azulejo,
ventanas y electrodomésticos. Erwin Cal dice que tenía un ordenador personal,
un equipo de sonido y televisión por cable. Todo lo perdió.
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En enero, Esma Cal, Erwin Cal y Gregorio Ti, amigos desde la infancia,
decidieron organizar un Consejo Comunitario de Desarrollo. En febrero ya habían
fundado un nuevo asentamiento en lo que quedaba de sus tierras de cultivo, una
tercera parte de la extensión previa, muy cerca de la aldea sepultada. El lugar
no está a salvo de un nuevo deslave, pero es el único al que tenían acceso. Así
nació Nuevo Quejá, donde viven hoy alrededor de 1.000 supervivientes.
Ti, de 36 años, dice: “sabemos trabajar”. Perdió a su mujer embarazada, a
sus dos hijos de 2 y 6 años y a su madre. Hoy, las dos hijas que lograron
salvarse no se separan de su lado.
Se rompen la espalda de sol a sol. No tienen animales de carga. Desde el
amanecer, hombres, mujeres y niños cortan y cargan madera para cocinar y
limpian tierra a machete.
Las viviendas que habitan están hechas a base de madera de los pinos que
ellos mismos han cortado y láminas de zinc donadas por un cura. El suelo de
muchas aún está repleto de piedras que no han logrado levantar. Llenas de
agujeros, el agua de lluvia las inunda. Usan cualquier cosa para tratar de
sellarlas, incluso banderas de Estados Unidos que aparecen dentro de los sacos
de ropa de segunda mano donada que reciben.
Germán Cal, tío de Esma Cal, que regresó a los 37 años a Quejá tras dos
décadas en la capital del país para montar una granja de pollos que desapareció
sepultada por el deslave, es quien ahora trata de conseguir que llegue el
tendido eléctrico al asentamiento.
Su tarea es casi imposible. Nuevo Quejá no existe, al menos para el estado.
El gobierno, que nunca ha sido de gran ayuda, declaró el lugar inhabitable. Por
eso, no va a ser fácil que se instalen postes de electricidad, se repare la
carretera de acceso o se mejore el suministro de agua.
Esma Cal no tiene duda alguna. “Más allá de declarar este lugar como
inhabitable, el estado de Guatemala no llega hasta aquí. Sin matices”.
Los habitantes de Nuevo Quejá han recibido ayuda de algunas organizaciones
gubernamentales financiadas por la Agencia de Desarrollo Internacional de Estados
Unidos (USAID). Su utilidad varía.
Una organización les dio carretillas, picos y palas mientras dos psicólogas
jugaban con los niños y les recordaban cómo lavarse los dientes. Otra recorrió
las viviendas para comprobar que una donación previa de equipos de
potabilización de agua funcionaba correctamente. Una tercera invirtió dos días
a mediados de julio en realizar un censo de necesidades.
Pese a la precariedad y carencias del lugar, de todas las cabañas cuelga un
espejo donado por USAID. Lo entregan, dicen, para elevar la autoestima.
UNICEF donó una escuela a la comunidad. Pero lleva cerrada cinco meses.
Nadie encuentra la llave. Resulta que UNICEF se la dio a una de las maestras
que, al dimitir, no la devolvió. Otra copia fue para uno de los vecinos que
dice que nunca la tuvo.
Así que tuvieron que levantar otra escuela a base de tablones y láminas.
Pero como todas las construcciones de la aldea, se inunda cuando llueve y se
llena de barro. El mobiliario se pudre.
A esa escuela asisten 250 niños. De los 12 maestros que había antes del
huracán, cuatro continúan impartiendo clases pese a que el Ministerio de
educación no lo permite debido a la pandemia. Uno de los maestros explica, sin
dar su nombre por miedo a represalias, que los materiales educativos son en
español y los niños hablan Pocomchí.
“Ninguno llegará a la secundaria. Ya han perdido años. El fracaso escolar
es total”, agregó el profesor.
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César Chiquín es, a sus 39 años, el enfermero responsable de la zona.
Visita Nuevo Quejá al menos una vez al mes. Las madres se dan cita en el patio
de la única casa de bloques de la aldea y allí esperan a que mida y pese a los
niños.
A los pequeños no les gusta que los pongan sobre los instrumentos. Lloran.
Las madres miran en silencio a Chiquín, como si hiciera magia.
Los resultados son malos. “La malnutrición se ha multiplicado por dos. Uno
de cada tres presenta retrasos”. No tiene muchas opciones. “Lo único que puedo
hacer es darles vitaminas y consejos que no pueden seguir. Incluso si
quisieran, no disponen de los recursos”.
Antes del huracán los niños estaban más sanos. “Hoy es raro el niño que
presenta peso y altura correctos. Casi todos están en riesgo. Sus familias no
viven en un sitio apto para la cosecha. Han perdido la sostenibilidad”.
Esa es la petición recurrente de los habitantes de Nuevo Quejá. Hagan lo
que hagan, no pueden cultivar la comida que necesitan para sobrevivir. Parte de
ese problema nace de que la tierra no espera. Perdieron la cosecha del año
pasado y “llegamos a Nuevo Quejá demasiado tarde para plantar como es debido”,
explica Esma Cal.
Además sólo cuentan con un tercio de la tierra que cultivaban antes del
huracán. Gran parte del suelo está degradado: las lluvias torrenciales “lavan”
la capa de tierra negra más superficial y fértil y dejan al descubierto otra
más arcillosa en la que es imposible plantar nada.
“Antes cosechábamos dos veces al año, ahora recogemos sólo una cosecha y
mucho más pequeña que cubre una parte mínima de lo que necesitamos. Estamos
comenzando de nuevo por debajo de cero”, dice Esma Cal. Los obstáculos se
multiplican. Las semillas y los fertilizantes cuestan el doble. Las carreteras
están muy dañadas y en cuanto llueve quedan cortadas. Pero sobre todo, la
tierra. Ya no es buena. Eso es lo peor.
El Consejo Comunitario ha hecho los cálculos. Necesitan 75 acres más. Pero
no tienen dinero para comprarla.
El gobierno cuenta con un fondo de tierras. Algún día podrían recibir la
tierra que necesitan. Pero la ley no dice que eso tenga que suceder en la misma
zona de la que son originarios. Y no se les pasa por la cabeza abandonarla. La
mayoría no habla español. Irse lejos supondría el fin de su cultura.
“Nuestra comunidad ha colapsado y necesitamos una solución permanente. Este
lugar no es apto para la vida, pero por ahora no tenemos una salida”, dice,
frustrada, Esma Cal. “Nuestro problema está en que no tenemos tierra y somos
dependientes. Vivimos de la tierra. Necesitamos tierra”.
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Los habitantes de Nueva Quejá conviven con la muerte. Sobrevivieron a un
deslave en el que fallecieron 58 de sus vecinos de modo instantáneo y saben que
podría volver a suceder.
Pero necesitan madera para cocinar. Así que continúan deforestando el
bosque, generando condiciones para más deslaves una vez que comience la
temporada de lluvias.
“Por el momento, no podemos elegir”, se lamenta Gregorio Ti.
Julio Cal, de 46 años, es el responsable de vigilar el impacto de la lluvia
sobre la montaña. Tienen un plan de evacuación. Sobre una colina, en un pinar,
han levantado una construcción de madera con espacio para acoger a varios
cientos de personas. Pocos creen que esa sea la solución definitiva a sus
problemas.
“Sabemos que no podemos vivir aquí”, dijo Cal. “En cualquier momento esa
montaña puede romperse y aquí nos morimos todos, somos conscientes. El gobierno
tiene que reubicarnos permanentemente”.
Mientras tanto, la escasez y necesidad de este asentamiento continúa
matando a sus habitantes. En julio, una joven de 17 años agonizaba en la cama.
En su pierna derecha, un tumor del tamaño de una pelota de fútbol. Vomitaba
continuamente entre lamentos de dolor, en un estado de desnutrición avanzada.
Cuando meses antes la comunidad logró enviarla a visitar a un especialista, ya
no quedaba más opción que amputar la pierna para salvarle la vida.
Su madre se negó. Había perdido a su marido y otros dos hijos en el
deslave. Encerrada en el silencio de quien no tiene opciones, perdió la fuerza.
No se sentía capaz de cuidar de una persona dependiente de por vida. Tuvo que
dejarla morir. El 22 de julio, la menor falleció.
Se puede salir de Nuevo Quejá de dos modos. Uno es la muerte. El otro, la emigración
a Estados Unidos.
Pregúntenle a cualquier hombre si quiere irse.
De quedarse, ganan 4 dólares diarios por una jornada completa limpiando
tierra, recogiendo café o cortando madera. Según Víctor Cal con ese dinero, a
duras penas se mantiene una familia. Ha escuchado que en Estados Unidos pueden
ganarse hasta 80 dólares diarios.
Y mudarse a Ciudad de Guatemala ya no es opción porque allí ya no hay
trabajo para ellos, Pocomchís con dificultades para manejarse en español.
Así que muchos explican que lo único que impide que emigren a Estados
Unidos es que no tienen el dinero para hacerlo.
Víctor Cal contactó con un primo lejano que lleva años en Miami y aceptó
prestarle los 13.000 dólares que necesitaba para invertir en un coyote. Por esa
cantidad puede intentar el viaje al norte dos veces.
Es optimista. Cree que una vez allí podrá devolver el dinero.
A las cuatro de la madrugada, en plena noche, escribió dos números sobre un
trozo de papel. El suyo y del coyote que lo llevaría hasta el desierto de
Arizona.
Lo dejó sobre una mesa, uno de los pocos muebles en su cabaña de suelo de
tierra. “Mi objetivo”, repitió, como convenciéndose a sí mismo, “es enviar
dinero para que mis padres puedan volver a vivir en una casa de verdad y
consigan algo de tierra”.
Y antes de decir adiós sin mirar atrás, dijo: “Su tuviera opción, no me
iría. Regresaré lo antes posible”.
Publicado por La Cuna del Sol
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