(…)"Si
le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por
qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un
comunista." No basta con la humildad ni con la confraternización con los
pobres: de lo que se trata es de enseñarles que la pobreza no es resultado de
un designio divino o de un capricho de la naturaleza sino un producto histórico
de una sociedad llamada capitalista, máquina implacable de fabricar pobreza y
miseria y a la cual la Iglesia jamás tuvo la osadía de condenar a pesar de su
intrínseca malignidad. De los dichos y los hechos de Francisco no se desprende
que esto vaya a ocurrir. Es bueno que el esclavo se rebele contra su amo, pero
como decía Lenin, el cambio sólo se producirá cuando aquél se rebele contra la
esclavitud, contra el sistema y no sólo contra uno de sus agentes. ¿Alentará
Francisco la rebelión anticapitalista de los pobres, dado que dentro del
capitalismo su suerte está echada? Nada en su biografía autoriza a pensar en
ese curso de acción; lo más probable será que estimule su mansedumbre y
eternice su sumisión.
DE BERGOGLIO A FRANCISCO
Por Atilio A. Boron
Rebelión
Poco nuevo hay por agregar a lo mucho que ya se ha dicho sobre el Papa
Francisco desde su sorpresiva elevación al trono de San Pedro. Trataré de
sintetizar esta breve nota en torno a tres ejes: (a) las acusaciones sobre su
actuación durante la dictadura genocida cívico-militar; (b) su política como
Arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal; (c) el
posible impacto de su pontificado sobre la realidad sociopolítica de América
latina.
En relación al primer punto es indiscutible que su conducta se encuadró, en
términos generales, en las deplorables líneas establecidas por la jerarquía
católica. No fue un monstruo como Christian von Wernich, activo participante en
la comisión de delitos de lesa humanidad y por ello condenado por la justicia
argentina; o un troglodita medieval como el obispo castrense Antonio Basseoto,
que propuso colgarle una piedra de molino al cuello y tirar al mar al Ministro
de Salud Ginés Gonzales García por haber recomendado la utilización de
preservativos. Pero tampoco fue un cristiano ejemplar como Monseñores Enrique
Angelelli y Carlos Horacio Ponce de León, el Padre Carlos Mugica, los
sacerdotes palotinos o las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, todos
asesinados por la dictadura; o como los monseñores Miguel Hesayne, Jorge Novak
y Jaime de Nevares, duros críticos del régimen militar. El por entonces
Provincial de la Compañía de Jesús tuvo una conducta reprobable en relación a
dos de sus directos subordinados, los sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Virgilio
Yorio, quienes ejercían su labor pastoral en una villa del Bajo Flores y que
fueron secuestrados y torturados por la dictadura ante la inacción de su
superior que los privó de su protección. Algunos testimonios, como el de Alicia
Oliveira, rechazan estas críticas señalando su activa colaboración para salvar
la vida de clérigos y laicos en peligro. Pero la evidencia documental -que no
es lo mismo que una opinión- aportada en estos días por Horacio Verbitsky en Página/12 o lo que
escribiera un eminente católico como Emilio F. Mignone lo tipifican como un
pastor que entregó “sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”, en
un caso al menos de un nieto que fue apropiado por los represores manteniendo
oculta esta información por años. Lo más probable es que ambas actitudes sean
ciertas, pero los buenos gestos destacados por algunos no alcanzan para opacar
la gravedad de los otros. En un país en donde todos sabían de los crímenes
perpetrados por el terrorismo de estado no se puede aducir ignorancia, menos
que menos un sacerdote que administraba el sacramento de la confesión y en
permanente contacto con el común de la gente. En su momento Bergoglio pidió
perdón en nombre de la Iglesia “por no haber hecho lo suficiente" para
preservar los derechos humanos ante la barbarie del terrorismo de estado;
debería haberlo pedido, en cambio, por el explícito apoyo que la jerarquía le
brindó a los genocidas y no por lo poco que hizo para combatirlos. ¿Neutralidad
o tolerancia ante el terrorismo de estado? ¡Hum!, recordemos lo que dice el
Dante en La Divina Comedia: “el círculo más horrendo del infierno está
reservado para quienes en tiempos de crisis moral optan por la neutralidad.”
Pero supongamos que un examen exhaustivo e imparcial dictamine la absoluta
inocencia de Bergoglio en los años de plomo. ¿Qué podemos decir de su actuación
durante la reconstitución democrática posterior a la dictadura? A tono con la
contrarreforma lanzada por Juan Pablo II con el apoyo y beneplácito de Ronald
Reagan y Margaret Thatcher, Bergoglio se asoció a las tendencias más
reaccionarias de la iglesia argentina, lo que no es poco decir. Formado en el
peronismo de derecha, militante de Guardia de Hierro en su juventud, durante su
gestión como Cardenal Primado de la Argentina se alineó inequívoca y
sistemáticamente en contra de todas las buenas causas: se opuso –sin éxito- al
matrimonio igualitario; reaccionó con el furioso fanatismo de Tomás de
Torquemada ante la muestra del artista plástico León Ferrari, que tuvo que ser
levantada antes de tiempo; ha combatido con fiereza todo lo relacionado con la
educación sexual, el control de la natalidad, la despenalización del aborto y
los derechos de las minorías sexuales; mantiene dentro de la Iglesia y así le
extiende su protección a criminales como Von Wernich, Edgardo Storni y Julio
César Grassi (condenados los dos últimos por pedofilia); atenta contra el
carácter laico del estado democrático y defiende con enjundia los privilegios
que tiene la Iglesia en materia financiera y en el control sobre el proceso
educacional, en abierta violación a lo dispuesto por la Constitución de 1994.
En conclusión, un papa austero y alejado del boato del Vaticano con una marcada
preocupación por la suerte de los pobres pero sumamente conservador. ¿Es esto
novedoso? Para nada. El conservadorismo popular tiene larga historia, y no sólo
en América Latina. A diferencia de su variante elitista y aristocratizante, los
valores e intereses tradicionales que sostienen a un orden social injusto se
refuerzan aprovechándose de la ignorancia y credulidad de los sujetos populares
ganados por la prédica eclesiástica. Es un conservadorismo plebeyo, excéntrico
en sus formas pero que presta un valioso servicio a las clases dominantes, como
lo prueba la obscena explosión de júbilo de los genocidas en los juzgados
cuando se conoció la designación de Bergoglio como pontífice; o la desbordante
alegría de las más diversas expresiones y variados representantes de la derecha
argentina; o la fenomenal campaña apologética de los diarios de la burguesía y
del imperio –principalmente Clarín y La Nación , este último marcando la penosa
involución moral de un periódico fundado por Bartolomé Mitre, un masón probado
y confeso- ante las noticias procedentes de Roma. Con semejantes amigos, ¿cómo
creer que Francisco va a imitar al santo de Asís, cuya renuncia a la riqueza y
los bienes materiales fue total y absoluta? En compañía de estos ricos cofrades
la “opción por los pobres” difícilmente pueda ser algo más que un lejano
acompañamiento de sus sufrimientos y privaciones, pero cuidándose de enseñarles
quién es el que los condena a transitar por este valle de lágrimas,
padecimientos e infortunios. Hace casi medio siglo que Don Helder Cámara,
obispo de Olinda y Recife explicó muy bien esta contradicción: "Si le doy
de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los
pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista." No
basta con la humildad ni con la confraternización con los pobres: de lo que se
trata es de enseñarles que la pobreza no es resultado de un designio divino o
de un capricho de la naturaleza sino un producto histórico de una sociedad
llamada capitalista, máquina implacable de fabricar pobreza y miseria y a la
cual la Iglesia jamás tuvo la osadía de condenar a pesar de su intrínseca
malignidad. De los dichos y los hechos de Francisco no se desprende que esto
vaya a ocurrir. Es bueno que el esclavo se rebele contra su amo, pero como
decía Lenin, el cambio sólo se producirá cuando aquél se rebele contra la
esclavitud, contra el sistema y no sólo contra uno de sus agentes. ¿Alentará
Francisco la rebelión anticapitalista de los pobres, dado que dentro del
capitalismo su suerte está echada? Nada en su biografía autoriza a pensar en
ese curso de acción; lo más probable será que estimule su mansedumbre y
eternice su sumisión. Es que la “opción por los pobres” de la Iglesia que surge
de la contrarreforma liderada por Juan Pablo II y que barrió con los avances
del Concilio Vaticano II no es la que proponía la Iglesia de Carlos Mugica,
Jaime de Nevares, Miguel Hesayne, Oscar Arnulfo Romero (Arzobispo de San
Salvador), Sergio Méndez Arceo (Obispo de Cuernavaca, México), Samuel Ruiz
García (Obispo de San Cristóbal, Chiapas), Pedro Casaldáliga y Don Helder
Cámara (Brasil) y Ernesto Cardenal (Nicaragua) o, en nuestros días, los
teólogos de la liberación como Frei Betto, Leonardo Boff, Gustavo Gutiérres o
Jon Sobrino.
¿Será su pontificado una remake del de Juan Pablo II? Es muy poco probable.
El Papa Wojtila fue un producto de finales de los setentas, cuando el mundo era
muy diferente al de hoy. Fue el ariete que la burguesía imperial necesitaba
para derrumbar a la Unión Soviética y los países el Este europeo. Pero esa
estrategia fue eficaz porque aquellos regímenes padecían de un avanzado estado
de descomposición moral, política, económica y social. En realidad, Juan Pablo
se limitó a desencadenar la embestida final a un inmenso edificio que ya se
venía abajo producto de sus propias contradicciones. Hoy el mundo ha cambiado
mucho: el imperialismo ya no tiene, tal como lo reconocen sus propios
intelectuales orgánicos, la gravitación del pasado. Los rivales son más
numerosos y diversificados, y económicamente mucho más fuertes que lo que eran
la URSS y los países de Europa Oriental. Sus aliados, además, son más débiles y
vacilantes. La Iglesia, a su vez, se ha visto debilitada por una interminable
sucesión de escándalos y carece de la credibilidad que había ganado en los años
de Juan XXIII. Además, si se quisiera lanzar todo su peso para desestabilizar
los procesos bolivarianos en Venezuela, Bolivia y Ecuador o las experiencias de
transformación política en curso en otros países de la región la respuesta será
muy diferente a la que hace más de treinta años se verificara en el Este
europeo. Aquí se trata de procesos que cuentan con un enorme apoyo popular que
ni remotamente existía allá, y por consiguiente el proyecto de las derechas
latinoamericanas –organizadas, orientadas y financiadas por el imperio- de
reutilizar el ariete eclesiástico que tan buenos resultados le diera en Europa
Oriental para acabar con los gobiernos progresistas y de izquierda en la región
terminaría en un rotundo fracaso. La “revolución de terciopelo” de
Checoslovaquia nada tiene que ver con la revolución bolivariana de Venezuela,
Evo Morales no es Lech Valesa, y Correa no es Ceacescu. No sólo los procesos y
la época histórica son distintos: los enormes problemas que enfrenta hoy la
Iglesia (crisis financiera, delitos económicos del Banco Vaticano, alianzas con
intereses mafiosos, pedofilia y sus juicios, el celibato sacerdotal, la
incorporación de la mujer al sacerdocio y el postergado aggiornamiento
reclamado por Juan XXIII ) difícilmente le permitirán a Francisco dedicarle
demasiada atención a lo que ocurra en los países de Nuestra América. Es un buen
administrador y tendrá que poner la casa en orden. Es también un muy hábil
político, y sabe que muy pronto deberá convocar a un Concilio que permita
destrabar viejas disputas que están corroyendo a la Iglesia y aislándola cada
vez más del mundo real. Hace exactamente quinientos años Nicolás Maquiavelo
diagnosticaba en El Príncipe que para salvarse la Iglesia necesitaba una
revolución. Tal cosa no ocurrió. Cuatro años más tarde, en 1517, estallaba la
Reforma Protestante de Martín Lutero, y la revolución quedó congelada. Ahora,
la revolución es muchísimo más urgente y necesaria que antes. Si Francisco
fracasa en este empeño la suerte de las dos veces milenaria institución se verá
muy seriamente comprometida. No hay que engañarse con las cifras manejadas por
la prensa en estos días: de esos mil doscientos millones de católicos en todo
el mundo los realmente practicantes son una ínfima minoría, que además se
achica cada día. Pretender socavar los procesos emancipatorios en curso en
América Latina y el Caribe sería una pérdida de tiempo, el pasaporte para una
segura derrota y un esfuerzo que desviaría al Papado de su desafío fundamental.
Tal vez por eso Leonardo Boff confía en que, pese a sus antecedentes, Francisco
se abstendrá de seguir el curso que la derecha y el imperialismo le instan a
seguir y elegirá en cambio el camino de la reforma. En pocos años la
historia ofrecerá su veredicto.
Publicado por LaQnadlSo
CT., USA. Auff!
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