Lo más increíble de todo es que Menájem Beguin sea premio Nobel de la Paz. Pero lo es sin remedio -aunque ahora cueste trabajo creerlo- desde que le fue concedido en 1978, al mismo tiempo que a Anwar el Sadat, entonces presidente de Egipto, por haber suscrito un acuerdo de paz separada en Camp David.
BEGUIN Y SHARON,
PREMIOS NOBEL DE LA MUERTE
Gabriel García Márquez
La Haine
Texto del escritor colombiano a propósito de la
invasión sionista al Líbano en 1982 y las masacres de Sabra y Chatila
Lo más increíble de todo es que Menájem Beguin sea premio Nobel de la Paz.
Pero lo es sin remedio -aunque ahora cueste trabajo creerlo- desde que le fue
concedido en 1978, al mismo tiempo que a Anwar el Sadat, entonces presidente de
Egipto, por haber suscrito un acuerdo de paz separada en Camp David.
Aquella determinación espectacular le costó a Sadat el repudio inmediato de
la comunidad árabe, y más tarde le costó la vida. A Beguin, en cambio, le ha
permitido la ejecución metódica de un proyecto estratégico que aún no ha
culminado. Pero que hace pocos días propició la masacre bárbara de más de un
millar de refugiados palestinos en un campamento de Beirut. Si existiera el
Premio Nobel de la Muerte, este año lo tendrían asegurado sin rivales el mismo
Menájem Beguin y su asesino profesional Ariel Sharon.
En efecto, vistos ahora, los acuerdos de Camp David no tendrían para Beguin
otra finalidad que la de cubrirse las espaldas para exterminar, primero, a la
Organización para la Liberación de Palestina (OLP), y establecer luego nuevos
asentamientos israelíes en Samaria y Judea. Para quienes tenemos una edad que
nos permite recordar las consignas de los nazis, estos dos propósitos de Beguin
suscitan reminiscencias espantosas: la teoría del espacio vital, con la que
Hitler se propuso extender su imperio a medio mundo, y lo que él mismo llamó la
solución final del problema judío, que condujo a los campos de exterminio a más
de seis millones de seres humanos inocentes.
La ampliación del espacio vital del Estado de Israel y la solución final
del problema palestino -tal como las concibe hoy el premio Nobel de la Paz de
1978- se iniciaron, en la noche del 5 de junio pasado, con la invasión de
Líbano por fuerzas militares israelíes especializadas en la ciencia de la
demolición y el exterminio. Menájem Beguin trató de justificar esta expedición
sangrienta con dos argumentos falsos. El primero fue la tentativa de asesinato
del embajador de Israel en Londres, Shlomo Argov, a finales de mayo. El segundo
fue el supuesto bombardeo de Galilea por la OLP, refugiada en Líbano.
Beguin acusó del atentado de Londres a la resistencia palestina y amenazó
con represalias inmediatas. Pero Scotland Yard reveló más tarde que los
verdaderos autores habían sido miembros de la organización disidente de Abou
Nidal, que en los meses anteriores había asesinado inclusive a varios
dirigentes de la OLP. En cuanto al segundo argumento, se comprobó muy pronto
que los palestinos sólo dispararon dos o tres veces contra Galilea y causaron
un muerto. Los disparos fueron hechos como represalia por los bombardeos de
Israel contra los campos de refugiados palestinos, que dieron muerte a varios
centenares de civiles (las masacres de Sabra y Chatila).
En realidad, la guerra sin corazón desatada por Beguin con base en aquellos
dos pretextos no era nada nuevo para los lectores del semanario israelí Haclam
Haze, que había anunciado con todos sus pormenores desde septiembre de 1981. Es
decir, nueve meses antes. Contra el refrán según el cual una guerra avisada no
mata a nadie, las tropas israelíes -que se consideran entre las más eficaces y
las más preparadas del mundo- mataron en las primeras dos semanas a casi 30.000
civiles palestinos y libaneses y convirtieron en escombros a media ciudad. Sus
pérdidas en el mismo período no habían pasado de trescientas.
Ahora la estrategia de Beguin es muy clara. Al destruir a la OLP ha tratado
de eliminar al único interlocutor palestino que parecía capaz de negociar una
paz fundada sobre la base de la instalación de un Estado palestino
independiente en Cisjordania y Gaza, que el propio Beguin ha proclamado como
territorios ancestrales del pueblo judío. Ese acuerdo estaba al alcance de la
mano desde el 4 de julio pasado, cuando Yasir Arafat, presidente de la OLP,
aceptó el principio de un reconocimiento recíproco de los pueblos de Israel y
Palestina, en una entrevista publicada por Le Monde, de París, en aquella
fecha. Pero Beguin ignoró esa declaración, que entorpecia sus proyectos
expansionistas ya en pleno desarrollo, y prosiguió con el establecimiento de un
cinturón de seguridad en torno de Israel. Un cambio de Gobierno en Siria podría
ser el paso inmediato, con la extensión consiguiente de una guerra desigual y
sin cuartel, cuyas consecuencias finales son imprevisibles.
Yo estaba en París en junio pasado, cuando las tropas de Israel invadieron
Líbano. Por casualidad estaba también el año anterior, cuando el general
Jaruzelsky implantó el poder militar en Polonia contra la voluntad evidente de
la mayoría del pueblo polaco. Y también por casualidad me encontraba allí
cuando las tropas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas. Las
reacciones de los medios de comunicación ante esos tres acontecimientos, así
como las de los intelectuales y, la de la opinión pública en general, fueron
para mí una lección inquietante.
La crisis de Polonia produjo en Europa una especie de conmoción social. Yo
tuve la buena ocasión de agregar mi firma a la de los muy escogidos y muy
notables intelectuales y artistas que suscribieron la invitación para un
homenaje al heroísmo del pueblo polaco, que se celebró en el teatro de la Opera
de París, patrocinado por el Ministerio de Cultura de Francia. Sin embargo,
algunos anticomunistas profesionales me acusaron en público de que mi protesta
no fuera tan histórica como la de ellos. En aquel clima pasional, toda actitud
que no fuera maniqueísta se consideraba ambigua.
En cambio, cuando las tropas de Israel invadieron y ensangrentaron Líbano,
el silencio fue casi unánime aun entre los más exaltados Jeremías de Polonia, a
pesar de que ni el número de muertos ni el tamaño de los estragos admitían
ningún posibilidad de comparación entre la tragedia de los dos países. Más aún:
por esas mismas fechas, los argentinos habían recuperado las islas Malvinas, y
el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no esperó 48 horas para ordenar
el retiro de las tropas ni la Comunidad Económica Europea lo pensó demasiado
para imponer sanciones comerciales a Argentina.
En cambio, ni ese mismo organismo ni ningún otro de su envergadura ordenó
el retiro de las tropas israelíes de Líbano en aquella ocasión. El Gobierno del
presidente Reagan, por supuesto, fue el cómplice más servicial de la pandilla
sionista. Por último, la prudencia casi inconcebible de la Unión Soviética, y
la fragmentación fraternal del mundo árabe acabaron de completar las
condiciones propicias para el mesanismo demente de Beguin y la barbarie
guerrera del general Sharon. Tengo muchos amigos, cuyas voces fuertes podrían
escucharse en medio mundo, que hubieran querido y sin duda siguen queriendo
expresar su indignación por este festival de sangre, pero algunos de ellos
confiesan en voz baja que no se atreven por temor de ser señalados de
antisemitas. No sé si serán conscientes de que están cediendo -al precio de su
alma- ante un chantaje inadmisible.
La verdad es que nadie ha estado tan solo como el pueblo judío y el pueblo
palestino en medio de tanto horror. Desde el principio de la invasión a Líbano
empezaron en Tel Aviv y otras ciudades las manifestaciones populares de
protesta que aún no han terminado, y que en el pasado fin de semana habían
alcanzado una fuerza emocionante. Eran más de 400.000 israelíes proclamando en
las calles que aquella guerra sucia no es la suya porque está muy lejos de ser
la de su dios, que durante tantos y tantos siglos se había complacido con la
convivencia de palestinos y judíos bajo el mismo cielo. En un país de tres
millones de habitantes, una manifestación de 400.000 personas equivaldrían en
términos proporcionales a una de casi treinta millones en Washington.
Es con esa protesta interna con la que me siento identificado cada vez que
conozco las noticias de las hostilidades de los Beguines y los Sharones en
Líbano, y en cualquier parte del mundo, y a ella quiero sumar mi voz de
escritor solitario por el gran cariño y la admiración inmensa que siento por un
pueblo que no conocí en los periódicos de hoy, sino en la lectura asombrada de
la Biblia. No le temo al chantaje del antisemitismo, no le he temido nunca al
chantaje del anticomunismo profesional, que andan juntos y a veces revueltos, y
siempre haciendo estragos semejantes en este mundo desdichado.
1982. Gabriel Garcia Márquez –
ACI.
Publicado por La Cuna del Sol
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