De la serie “Diario de
un Escribiente”
ESCRITOS DE MANUEL
JOSÉ ARCE
G A F A S
Dices que solo es sexo lo que hemos hecho
juntos esta tarde.
Quise hablarte de amor, pero tus dedos
sujetaron mis labios dulcemente, con una presión casi de reproche, de burla
compasiva, inteligente.
Sólo sexo.
Sólo higiene mental. Sexo anticonceptivo que
evita el nacimiento de niños y de traumas, fijaciones, frustraciones, etcétera
y etcétera.
Lo demás es folclor, machismo de latino. Dímelo
de una vez: subdesarrollo.
“Hablar de amor
-me dices- origina la situación
de la mujer-objeto, en América Latina, España, Italia”.
“Es un juego de trampas afectivas en un táctico
acuerdo. Es…”.
Y te pones las gafas, todavía desnuda. Tus
gafas doctorales, eruditas, sociológicas, las que te sirven para ver el mundo
y, con mayor exactitud, la vida, desde tu pedestal civilizado.
Y, mientras tanto, siento cómo me miras
fijamente, más objetivamente, con tus pupilas limpias, tus pezones.
R E E N C U E N T R O
Nos veíamos a veces junto al poste de la
esquina o la vuelta de tu casa o en el parque, también, como a tres cuadras.
De regreso, caminábamos rápido temiendo que nos
viera la vieja chismosa de la tienda o el barbero abusivo que te decía cosas,
con quien al fin de cuentas nos rompimos la cara -mejor dicho: me la rompió él a mí, que era
flaco y soñaba-.
Ahora que acuerdo y que digo “soñaba”, como
soñábamos entonces.
Yo te hablaba de la universidad, de construir
una casa al concluir la carrera, de tener tantas cosas, de gozar tantas otras.
Tú me hablabas de niños. Nos queríamos tanto.
Estás tan gorda ahora. Estás tan vieja y fea.
Me dices que enviudaste. Que un coronel te ayuda a sostener tus hijos (y muy
precariamente, desde luego).
Y ya me ves: no sueño y también estoy viejo.
Como a patadas nos entró la vida.
Hoy quisiera tomar de la mano, irnos años atrás
hacia aquél tiempo. Pero estoy cierto de que, al fin de cuentas, nos
volveríamos a hallar aquí, viejos y tristes, con un montón de sueños que se han
vuelto ceniza.
G R A C I A S
Bueno, debo darte las gracias.
Yo que necesitaba del trabajo veía mi
escritorio como a un templo, como a una madre, como al benefactor que me libró
del hambre.
Un pequeño burócrata -me aludo-
suele caer irremediablemente en este culto pobre que limita todo
horizonte hasta la línea recta y cromada del borde gris de su gris escritorio.
El escritorio es Dios, es mundo, es plácida
placenta protectriz.
Tú me libraste de eso. Debo darte las gracias.
Muchas gracias.
tengo un amplísimo horizonte: el de la calle,
la miseria pequeña, roedora, vergonzante; la libertad del que no tiene horario
ni bocado.
Soy libre, al fin, soy libre: debo darte las
gracias a ti, que me quitaste mi trabajo.
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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