De la serie “Diario de un Escribiente”
ESCRITOS DE MANUEL JOSÉ ARCE
C A M B I O S
El mundo está cambiando muy de prisa. Tanto, que ya me cuesta acostumbrarme
al modo de las cosas, pues ocurre que cuando uno ha empezado a conocerlas, han
pasado y ya la gente las está olvidando.
¿Cómo era el mundo de mi bisabuelo? Caballos o carruajes, daguerrotipo y
las enfermedades resumidas en tres o cuatro nombres; barcos de vela o de vapor,
telégrafo y el tren como un gran monstruo de progreso.
Entre él y mi abuelo, para diferenciarlos, el teléfono, un modelo de rifle,
la luz eléctrica, no sé si la quinina, algunas guerras y el gran canal de
Panamá. Sus ojos retemblaron asombrados de lo que vio mi padre con la mirada
joven: el automóvil, la aviación, el radio, la primera guerra universal, las solfas
y el fonógrafo, la maravilla de los submarinos.
A mí me toca, en cambio, hablar de una segunda guerra horrible y el miedo
de otras peores, de las bombas atómicas, los jets, de la penicilina, la
cortisona y la televisión, de Corea y Vietnam y el Medio Oriente, de los
misiles y las excursiones al suelo de la Luna y acaso hasta el de Marte, de las
computadoras increíbles y tantas más cosas que ni entiendo, ni trato de
entender.
Entre mi bisabuelo y el mundo de mi abuelo cambiaron pocas cosas
fundamentales o determinantes. Entre éste y mi padre, ciertamente hubo cambios
más graves. Entre mi padre y yo, ya el mundo no fue el mismo.
Pero entre yo y mis hijos, el mundo está cambiando cada día, los patrones
de vida cada día son otros, los conceptos vitales se transforman casi cada
mañana. Hasta el idioma que hablan es distinto del mío. No los entiendo a veces
y no sé si me entienden. El modo de vestir, el pensamiento, el material de uso,
todo cambia de un día para otro y de modo incesante.
Yo ya no entiendo al mundo. Vuelvo a caer en las enumeraciones: el L.S.D.,
la homosexualidad como una industria, las sucias guerras comerciales, el
encogerse de hombros y el buscar las salidas en la fuga.
Hace apenas veinte años todo era diferente. Por lo menos, así me parecía. A
guisa de aventura, nos poníamos una borrachera de ron barato, alegres,
agresivos. Es cierto, había algunos mariguanos y algunos maricones para la
burla y risa de la gente. Cuando moría un hombre asesinado se nos paraba el
pelo y en meses no se hablaba de otra cosa.
No entiendo. Digo, no, no entiendo el mundo.
Creo que cada día se envejece más pronto.
-YO-
No. Yo no soy proletario. Ni burgués. Lo lamento. Y por suerte.
Soy escritor.
Digamos -porque es muy vago el
término “escritor”- que tengo casa, un automóvil de segunda mano pagado por
abonos, todos saben leer en mi familia, todos somos calzados y gozamos -incluso-
de algunos privilegios: agua caliente y refrigerador, televisor, cocina
y luz eléctrica, agua potable, libros y comida, ropa y hasta sirvienta. Tengo
un sueldo mensual, un escritorio y una tarjeta de control que marco en mis
horas de entrada y de salida y que comprueba que no estafo a nadie.
No, yo no soy burgués ni proletario. Soy escritor.
Escribo en hurto de minutos al sueño y al trabajo. Escribo versos.
Escribiré algún día una novela. Lo hago, lo empecé a hacer, por puro gusto de
ver cómo se juntan las palabras según el orden que yo quiera darles. ¿Y quién
no escribió versos cuando tuvo quince años? Me sucede que yo me quedé
haciéndolos, se me volvió costumbre y aquí estamos.
Soy, pues, un escritor. Aunque no vivo de las palabras que amontono en
versos. Creo que en mi país nadie lo hace.
Resulta, en fin, que soy de clase media. Un pequeño burócrata, digamos, con
aficiones líricas. O un pequeño burgués. Algo pequeño.
Quiero ascender, igual a todo el mundo. Pero de arriba empujan hacia abajo.
La puerta está cerrada. Los caminos resultan transitables para otros más
audaces que yo, con más empuje, que se han parado sobre mi cabeza mientras yo
escribo versos. Y si mantener esto que he ganado -que gano cada día- cuesta tanto, ¿ascender? Punto menos que
imposible.
Y además, los que están más abajo que nosotros nos tiran de los pies:
quieren treparse. Los pequeños objetos que me hacen la vida soportable -mi automóvil pagado por abonos, mi traje de
dacrón, mi ir a cenar a veces con la esposa a la calle, y algunas otras cosas- me las envidian y me las enfurecen.
No me gusta que nadie envidie a nadie. Ni que me falten cosas, ni que a
otros les falten. Me retuerce las tripas mirar a niños con hambre y ver gente
que goza de lo lindo con el trabajo de otros. No sé. Me gustaría estar arriba.
Pero soy solidario con los que están abajo.
Naturalmente, creo que el mundo no anda bien. Que hay que arreglarlo. Pero
a veces me da miedo pensar: hay tanta gente que se ha muerto por eso. Además,
uno piensa y todo sigue igual. Uno dice lo que piensa y entonces ocurre una de
dos cosas: o nadie le hace caso o se le lleva a uno la tostada. Si nadie le
hace caso, piensa que con decir no es suficiente para cambiar las cosas, y
empiezan los balazos y los muertos.
Por todo eso, me da miedo pensar. Al fin de cuentas soy pequeñoburgués, no
proletario. Escribo versos. No me meto en nada. Y no obstante, me siento
responsable por un montón de cosas tristes, amargas, de las que hablo ahora.
Para empezar, digamos: nací en un pueblo subdesarrollado.
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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