jueves, 16 de noviembre de 2017

Escritos de Manuel José Arce

De la serie “Diario de un Escribiente”


ESCRITOS DE MANUEL JOSÉ ARCE


L I S I A D O S

Eran seis, cinco, siete, no sé cuántos.
               
Olían mal. Vestían casi andrajos estrafalarios. Miré sus pies descalzos sobre el lodo y entre las huellas de otros pies descalzos. Eran rubios y sucios. Se drogaban. Hablaban de un amor universal. No querían la guerra. Llevaban flores entre los cabellos. Flores y piojos. Buscaban paz desesperadamente.
               
La gente los veía en la ciudad con una mezcla de asco, curiosidad y lástima. Caminaron entre las avenidas de gas neón y vitrinas. Pasaron por los barrios marginales de difteria y desagüe. Llegaron a un cercano pueblecito de indios y pensaron en quedarse a vivir para siempre.
               
Eran los prófugos de la computadora, del IBM, de Vietnam y los viajes espaciales. Esperaron el “sueño americano”. Despertaron en plena pesadilla. Vienen de Nueva York: la gran trituradora les dejó en los oídos hondas trepidaciones torturantes, febriles, antihumanas.
               
Buscan un gesto propio que los salve de un naufragio de cifras.
               
Son los que están de vuelta, los que vuelven lisiados de una guerra  -con armas o sin armas- , de una hecatombe oscura: cotidiana, silente, sistemática; bombardeos de anuncios, ametrallamientos estadísticos, cercos de leyes.
               
Vienen profundamente heridos para siempre.
               
Y en este pueblo de indios, de indios pobres, hambrientos y descalzos, han pretendido hallar como un espejo, como mil hermanos de la hermandad del llanto y la miseria. Y han pensado quedarse para siempre. Para siempre. Y ser testigos felices del sudor de este pueblo. Y beber paz de siglos.  Y ser ellos  -por fin-, ser ellos mismos.
               
Hasta el último cheque de viajero: cuando habrán de volver a su país, a su fábrica sorda y trepidante, a su universidad mecanizada, a su trituradora, a su Army, a su sistema, para vender un poco más de vida, otro poco de vida, lo indispensable  -digo-  y poder regresar a un pueblo de indios, de indios pobres y tristes, en donde ser felices nuevamente y morir dignamente de fiebre tifoidea.

(Aunque lo más probable  -digo, lo más seguro-  sea que la insaciable, la gran trituradora los devore por siempre, para siempre).


P E S C A D O R

Pasa todas las tardes, puntualmente. Con sabia dignidad siembra en el agua turbia una cuerda larga, larguísima, provista de anzuelos y carnadas. De trecho en trecho, la trampa saca a la superficie absurdas cabezas, flotadores, pedazos de madera ennoblecida por el uso, viejos envases plásticos, materias de desecho que se resisten al naufragio y siguen trabajando.
               
Pasa todas las tardes sembrando sus semillas de pesca en el agua cada vez más estéril, cada vez más empobrecida por la torpeza de la “civilización”.
               
Los soles han corrido sobre su piel barnizándola de ébano. Los vientos y las lluvias lo curtieron a fondo. Es un trozo de madera, él también tosca madera usada, infatigable.
               
Su cara hermética rara vez deja pasar un gesto vivo. ¿Para qué? Pérdida innecesaria de energías, desperdicio de tiempo. La palabra, solo cuando resulta indispensable; se vuelve ruido que espanta a los pescados, que deja escapar el tiempo.
               
Sólo sus manos hablan. Sólo sus manos. Es un idioma exacto en el que cada dedo, cada músculo, conocen su función y sus palabras. Aquí, un golpe de remo; allá, la pica que se siembra en el lecho legamoso de la orilla; ahora, la cuerda que sujeta al cayuco a la pica; después, el cateo de la cuerda en busca del animalito extraído del fondo.
               
Todas las tardes pasa.
               
A la mañana siguiente, siempre puntual, vuelve a pasar.
               
Es la hora incierta de la cosecha. Sigue el camino marcado por sus toscos flotadores. Viene recogiendo su prolongado rosario de a flor de agua. La cuerda larguísima aparece con su trivial tesoro: anzuelos vacíos, carnadas perdidas y uno que otro cangrejo descuidado que quedó prisionero en la trampa.
               
Ni un solo gesto descorre el telón de su escondido mundo. Solo las manos, prácticas y eficientes,  que reúnen las deliciosas arañas acuáticas, los pequeños monstruos mecánicos en un nuevo rosario, en una nueva cuerda  -de cibaque terrestre-  simétrica, en la que los pobres prisioneros serán vendidos para los sacrificios culinarios.
               

Pero nunca sabremos si la pesca fue buena o miserable. El hombre silencioso y cerrado se alejó sin palabras por la orilla del lago, mientras el insolente adolescente capitalino levanta con su lancha y su esquí, cortinas de agua inútil y de ruido inservible.-






Publicado por La Cuna del Sol
USA.

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