Recién venido de su viaje a Guatemala, un amigo
me comentaba cuanto se había degradado el valor de la vida por allá, en la
tierra de la “Eterna Primavera.” Me decía, con cierto dejo de desconsuelo
y perplejidad, que ahora cualquier mal nacido por 100 míseros quetzales y sin
tentarse el alma es capaz de quitarle la vida a cualquier honorable persona.
Que por la carencia de la mínima tolerancia se encarga su muerte. Que la
maldad está desbordada. Que casi nadie se soporta y por lo tanto debe de ser eliminado.
Así de sencillo. Recuerdo que en la década de los 90 ese simple acto de maldad
estaba mejor cotizado, 1000 quetzales el “volado", "el trabajito
sucio". Lo cierto y lamentable de todo esto es que esta “cultura a la
muerte” no se circunscribe al ámbito nacional, también se exporta, y llega a
estas tierras del norte americano de la mano de muchos de los miles de
compatriotas que emigran en busca de mejores horizontes. Durante el verano del
recién fenecido 2011, en esta pequeña localidad del condado de Fairfield, Connecticut,
se desató toda una cacería en busca de un presunto homicida a quien se le
acusaba de haber, literalmente crucificado a otro, de certeras puñaladas en el
pecho, mientras el ahora difunto dormitaba en su auto. Las imágenes de las
televisoras locales con la fotografía del sospechoso se difundieron hasta el
hartazgo, ni que hablar por Internet. ¿Quién era el protagonista de tan brutal
hecho? El sospechoso de tan horrendo crimen era un guatemalteco, del oriente
del país. El escándalo que este acto criminal generó fue enorme y lo peor de
todo es que confirmó ante los ojos de todos aquellos racistas y xenófobos
lo que constantemente se repite: que los latinos son todos unos criminales a
los que hay que deportar sin mayor miramiento. El caso mencionado es uno, entre
varios, en los que algún connacional se ve involucrado cada cierto tiempo.
Claro que los medios de comunicación
anglosajones tienden a magnificar estos hechos, sobre todo cuando involucra a
miembros de la comunidad latina o afroamericana. Casi nunca se menciona la
naturaleza violenta y el culto a la muerte que se viene practicando en los
Estados Unidos desde el mismo momento en que los llamados “pilgrims”
(peregrinos) desembarcaron en estas tierras y, quienes después de haber sido
alimentados por los nativos que habitaban estas tierras, procedieron con toda
la saña a eliminar a los “salvajes” para luego apropiarse de sus tierras. Según
la versión histórica que se difunde y se nos quiere vender como la verdad, los
pilgrims o peregrinos separatistas de la Iglesia Anglicana poseían altos
valores democráticos y de libertad de culto, supuestos valores que nunca extendieron
a los indios americanos, sino al contrario, los sometieron a su barbárico
culto a la muerte. Contrario a lo que muy ingenuamente se podría pensar,
Estados Unidos es un país con una cultura a la muerte profundamente arraigada
en casi todos los estamentos de la sociedad. No solo se produce (Hollywood) y
se practica internamente, sino que se exporta como vehículo de dominación imperial
a otros pueblos del mundo. Es un culto a la muerte investido de los más altos
valores humanos. Del destino manifiesto, la excepcionalísima gracia divina
otorgada al Gran Coloso del Norte por alguna extraña sinrazón.
En un comentario escrito por Steve Almond y
publicado en el semanario Fairfield Weekly (octubre 20, del 2011) el referido
autor manifiesta en uno de sus párrafos y de manera muy crítica, lo
siguiente: “Nuestra tradición nacional de generación a través de la
violencia no es nada nuevo, por supuesto. Ha estado presente desde la guerra de
independencia. Es lo que provocó que la destrucción sistemática de los
nativos americanos a manos del ejército de los EE.UU resultara tan
gratificante. No debería aterrar a nadie que las muertes resultantes de los
ataques aéreos del 11 septiembre del 2001, se volvieran, no en una ocasión para
el duelo y reflexión, sino en una oportunidad para redespertar nuestro heroico
espíritu asesino. A los pocos meses del ataque, los americanos celebraban con
gusto los eventos en los cuales miles de personas - inocentes o no - eran
asesinados. Es decir en las dos subsecuentes guerras. Pero esas guerras fueron
públicamente aprobadas, llevadas a cabo-se nos dijo- en defensa de la madre patria,
como también fueron las muchas instancias de tortura que fueron reveladas más
tarde.” Marvin Najarro
En el ensayo que presentamos a continuación el
profesor Luciano Castro Barillas diserta sobre ese oscuro aspecto de la
cultura nacional guatemalteca.
LA CULTURA A LA MUERTE EN GUATEMALA
Por Luciano Castro Barillas
Es diferente la cultura a la muerte que a los muertos. El culto a los muertos
son ritos, símbolos, creencias, imaginarios sobre la vida después de la muerte.
Ese tipo de trascendencia y esperanza que son el fundamento de todas las
religiones del mundo, son necesarias y útiles para la vida de los pueblos.
Confieren identidad nacional y son, para el caso de Guatemala, (religión
católica y cofradías) los grandes depositarios del ser guatemalteco, de
la cultura popular tradicional guatemalteca. De allí mi rechazo personal al
protestantismo y sus diferentes sectas que representan la cultura utilitaria
del dólar como bendición en la vida económica de las familias. Los grandes
consorcios de los predicadores protestantes representan el mal y no a Cristo,
por una sencilla razón: anteponen el dinero al ser humano. Tal el caso de una
persona amiga que estando en un angustiante trance personal solicitó una
oración de su pastor, a lo que éste, presto y con desparpajo preguntó: “Con
mucho gusto, hermana, siempre que esté al día con sus diezmos”. El
dinero, claro, es útil, no obstante, cuando esos dólares se transforman por
acción del imperialismo y la mezquindad en instrumentos de opresión y
dominación de los más débiles; bueno sencillamente ese dinero es una maldición.
Peor aún cuando esa cultura protestante que viene de los Estados Unidos intenta
destruir los valores y creencias tradicionales del guatemalteco. Ya ve usted,
el arbolito navideño de origen nórdico desplazó al nacimiento latino, pero
coexisten ambos en extraña simbiosis, tal caso de los arbolitos que tienen a
sus pies un nacimiento. O el caso de Santa Claus inventado por la Coca Cola
(con los colores clásicos de esa bebida tóxica [rojo y blanco] y que muchas gentes
creen que es un santo oficial) y que ahora, como convidado de piedra, aparece
entre las estatuillas de barro o yeso ocupando un lugar entre el buey y la
mula. El culto de las religiones es a la vida, y por supuesto a los muertos,
que son parte inherente del existir. Los católicos de hoy avanzan en su
compromiso con el pueblo, con los necesitados, relanzando el verdadero sentido
de vivir los evangelios, sus verdades eternas (que si se vivieran con
sinceridad no necesitaríamos de marxistas, ni de socialismos del siglo XXI o de
censurables monarquías comunistas como la Kim Jong un, en Corea, tal si no
existiesen personas capaces, sólo los Kim).
Ahora bien, la cultura a la muerte, es otra cosa. Es ese tipo de cultura que
niega la vida. Que la ofende. Que no le importa. Que no vale la pena. Por eso
existen los masacradores, los genocidas, los asesinos en serie y los
extorsionistas de la actualidad. Ya ve usted, la vida no vale nada y no
obstante vale mucho. Ese déficit de valoración de la vida tiene su raíz en la
cultura de la muerte, que es la cultura del odio, la marginación, la exclusión
y la crueldad. No parece importar el dolor ajeno y el sufrimiento de nuestro
prójimo. Ser solidario es ser tonto. Merece la pena ser “listo”.
Hacer dinero no importando cómo; vivir en extremado confort, consumir hasta
sentirnos bien, gastando lo innecesario y bueno… los demás, los seres humanos,
es asunto que no nos concierne porque la gente “no agradece nada”, como
si estos gestos profundamente humanos debieran ser resarcidos. Por eso la
sociedad guatemalteca -que imita a la estadounidense- está como
está. Descompuesta, ya no en estado de descomposición. Por ello ocupamos el
primer lugar en América Latina (y me temo en el mundo) en el asesinato y
descuartizamiento de mujeres. Por eso disponemos los deshonrosos primeros
lugares en falta de desarrollo material y humano. Por eso, donde llegan los
guatemaltecos, van precedidos de la fama de buenos trabajadores, abnegados y
diligentes, sin embargo llevan el endoso de la violencia. Explotan por el más
mínimo incidente y no vacilan en descerrajarle a las personas una andanada de
tiros o hundirle un puñal hasta el tope a un infeliz que ose contradecirlo, en
altercados muchas veces rídículos e intrascendentes; tal sería el caso de
derramar una cerveza, bocinar a un coche para que avance o se aparte de la vía
o simplemente ir a cobrar unos pocos dineros que el “amigo” le prestó (por dos
años) y le cayó mal que le cobrara, ahora que usted tenía necesidad de ese dinero
ganado con esfuerzo. ¿De dónde aprendió a ser el actual guatemalteco tan mal
educado? ¿Por qué siendo un ciudadano tan noble y trabajador fue llegando al
punto, aparentemente sin retorno, en que actualmente estamos?
La gran enseñanza -la malísima gran
enseñanza- proviene de un sistema político y social injusto. Antidemocrático,
antipatriótico y humanos que nos ha hecho como somos los guatemaltecos.
Hermético, callados, de pocas palabras; pero nos desbordamos en expresiones
desconsideradas cuando se trata de hablar mal del prójimo. “Calladotes,
pero pícaros”, decía un conocedor de la idiosincrasia chapina. Somos
envidiosos: no nos alegramos del bien ajeno, del éxito de los demás y viviendo
esa mediocridad de vida se nos va la existencia en cosas irrelevantes. Votamos
por los partidos y politiqueros que no nos aprecian y que representan los
intereses de otros grupos, que no son precisamente de nosotros los pobres.
Somos tontos, de verdad, porque votamos en contra de nosotros mismos. Y cuando
surge una iniciativa progresista, verdaderamente democrática; tal como dijera
Luis Cardoza y Aragón, a cambio de respaldarla, empezamos a discutir y a
cuestionar hasta lo indecible y resulta que “cuando dos
guatemaltecos discuten de política, surgen tres partidos políticos”, tal
dijera el excelso poeta nacional, quien hizo su carrera y construyó su
prestigio en México porque aquí, en Guatemala, lo más seguro era que lo
destruyeran.
Ese guatemalteco amante de la cultura de la muerte es el que no debe empeñarse
en lo mismo este 2012. Seamos hospitalarios. Dejémonos que nos engañen, porque
es preferible que nos sorprendan en nuestra buena fe que vivir una vida
desconfiando de los demás. En Guatemala hay cristianos maravillosos. Grandes
hombres de bien, como monseñor Gerardo, el cardenal Quezada Toruño y muy
cercanamente el valiente y distinguido párroco de Jutiapa, don Víctor Ruano.
Ejemplo de lucha, de abnegado pastor, de gran orientador democrático y humano.
En Guatemala hay gente valiosísima. Identifiquémoslos y vivamos su
ejemplo. No salgamos, por favor, diciendo que las reivindicaciones por la
vida, como la marcha de nuestros familiares desaparecidos que organiza la parroquia
San Cristóbal de Jutiapa son acciones de comunistas. Que el padre Ruano es
rojillo por ser un hombre altamente justo y honesto. Por favor, quitémonos ese
pensamiento cochambroso. Civilicémonos, diría yo. Democraticémonos. No
persistamos en el pecado de la antidemocracia. No sigamos envenenando nuestra
mente y corazón pensando en la dureza, en seguir siendo el martillo que tiene
que golpear el clavo que sobresale. Este pueblo es un niño maltratado que está
urgido de cariño y consideración, no de dureza. Todo acto criminal, por
execrable que sea, tiene como raíz la ausencia generacional del amor. Es
preciso tener presente las palabras de monseñor Oscar Arnulfo Romero en lo que
hacen hoy los consecuentes católicos con esa tarea fundamental de las Santas
Misiones Populares: “El reino de Dios empieza en este mundo”. No
basta, pues, sólo con rezar. Es de involucrarnos de manera pacífica y promover
diariamente, empezando por uno; acciones de compromiso con la causa de Cristo,
que es la causa de la justicia y su incomparable dimensión del amor, al punto
de amar a nuestros enemigos. A aquellos que nos odian. Nadie como él
-digo yo- antes y después de todos los tiempos, los pasados y los por
venir.
Seamos mejores, estimados lectores. Yo creo que
podemos.
Publicado por: Marvin Najarro
Ct., USA.
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