sábado, 28 de octubre de 2017

Escritos de Manuel José Arce

De la serie “Diario de un Escribiente”


ESCRITOS DE MANUEL JOSÉ ARCE


K.P.H.R.P.M.

El semáforo manda.
               
Es una más o menos intrincada red de alambritos y de luces, que me indica si puedo destripar impunemente a un peatón que intente transgredir su exacta ley eléctrica.
               
Yo estoy armado: tengo esta rauda máquina con muchas libras de aplastante hierro.
               
Ellos, en cambio, tienen solo su humanidad de peatones y el rencor que generan los flamantes cromados mi carro.
               
El ojo del semáforo me ordena escuetamente detener la marcha.
               
Un trotecito tímido atraviesa la calle viéndome con recelo temeroso. Cojeras que se arrastran. Esfuerzos bajo el peso del canasto. Instintos protectores de preñeces continuas. Tambaleos testigos de energías escasas. Pavimento quemando a mediodía plantas de pies descalzos.
               
Y en todos, un reproche contra el brillante níquel y el trazo aerodinámico y el rugiente motor, las ominosas llantas y el insistente claxon de cara, de costosa impertinencia.
               
Podría destriparlos  -tengo la luz en verde-, podría malmatarlos con el bómper: un solo acelerón, soltar el freno.  Yo no tengo la culpa, la luz estaba en verde, se atraviesan con niños sin mirar precauciones, yo tengo la razón.
               
Y, además, tengo traje de casimir y tengo un portafolios, tal vez soy licenciado, contador, capitán. Yo tengo la razón. Puedo matarlos.
               
Estoy del mal humor. Puedo matarlos. Atropellar su mugre y sus ojos hambrientos.
               
Puedo matarlos, sí. Puedo matarlos.
               
Pero  -no sé por qué-, les tengo miedo.


T.V.

Ocurre, mire usted, que tengo en casa un huésped, casi un miembro de la familia.
Es, en verdad, el eje familiar. Lo amamos, lo cuidamos, giran en torno de él nuestras conversaciones, en caso de tenerlas: casi siempre es él  (y nadie más) es él quien habla.
               
El educa a los hijos, entretiene a la esposa, acapara el descanso que conquisto, días tras día, a fuerza de cansancio.
               
Mis hijos van creciendo un poco extraños. Hablamos poco. Ya no los entiendo. Pero él los educa y además  -en el contacto, al menos del silencio-.
               
Mi esposa  -ella también-  me habla muy poco. Apagamos la luz y nos dormimos o hacemos el amor maquinalmente. Ya me encuentra feo y viejo.
               
Pero él me entretiene.
               
A veces pasa que en algunas cosas no estamos muy de acuerdo él y yo. Pero yo me callo y el jamás se entera. En mi criterio, por ejemplo, pienso que un ladrón no es un héroe, que un espía es un tipo despreciable y que jamás el fin justifica los medios.
               
Él dice lo contrario. Y mis hijos le creen. Lo admiran. Le obedecen.
               
Además, les enseña que tras cada botella de cerveza, caja de cigarrillos o camisa nueva y entre cada automóvil, siempre se encuentra una muchacha hermosa dispuesta a abrir las piernas. Y que la felicidad es todo eso.
               
Ellos piden dinero. Cada vez más dinero. Pienso que están buscando la muchacha  -ya están en la edad de eso-  que a diario, a cada instante, les promete el maestro. Temo que un día de estos, cuando no pueda darles más dinero, serán ladrones, robarán secretos, para poder buscar en las botellas de cerveza, cajas de cigarrillos, automóviles, camisas, qué sé yo, a la muchacha hermosa dispuesta a abrir las piernas que los llama, a todas horas, desde la pantalla.


COLONIA

Esta es mi propia propiedad privada: mi expresión de individuo: esta es mi casa.
               
Me cuesta a veces reconocerla pues todas en mi barrio son iguales. La estoy pagando a plazos. Veinte años. Cada mes desembolso mucho más de lo que antes pagaba de alquiler. Si fallo un mes en los abonos pierdo el derecho a ella: ya no será mi casa: habré perdido mi expresión privada, mi propiedad individual: mi casa.
               
Pero es mía. Mi casa.
               
Dentro de algunos años, yo, mi mujer, mis hijos, no cabremos en ella, entre sus muros chatos y uniformes. Y habremos de dejarla sin haberla pagado todavía. Aunque casi. Y tal vez yo esté viejo y los hijos  -si salen buenos hijos- me estarán sosteniendo. Aunque quien sabe.
               
La verdad es que estamos aquí como de paso y que en cualquier momento (por una enfermedad, falta de empleo, un mal negocio, por cualquier motivo) dejamos de pagar…
               

Pero esta es mi casa. Igual que todas. Sí. Pero mi casa. Mi propiedad individual. Mi casa.






Publicado por La Cuna del Sol
USA.

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