Lo dicho, el sistema
colonial no murió hace doscientos años; al contrario, el sistema neoliberal
supone la recuperación de la colonia, traducida en la explotación económica,
social y política de las grandes mayorías a cargo hoy no de viejas élites
coloniales sino de transnacionales y las pequeñas oligarquías locales. Unas y
otras siguen manteniendo un sistema de explotación que hacen de Guatemala, y de
otros países de la región, simples fincas coloniales donde recursos y vidas son
propiedad de los nuevos patrones.
GUATEMALA, LA FINCA
NEOCOLONIAL
Por Jesus González Pazos
Totonicapán, Cahabón, Quiché, Sipakapa o San Juan Sacatepéquez no son solo
nombres de una sonoridad especial, no son solo lugares destacados de una de las
mayores culturas del mundo, la maya. Estos son también nombres de comunidades
en las que la violación sistemática de los derechos humanos individuales y
colectivos se hace realidad cotidiana en toda su crudeza. Lugares donde, al
igual que la riqueza en el mundo de hoy, esas violaciones se concentran más y
más, no en cada vez menos manos, sino en un reducido territorio del continente
americano. Hablamos de Guatemala y de tiempos y lugares en los que hoy las
empresas transnacionales y oligarquías locales son los nuevos protagonistas de
un proceso colonial que, con formas no tan diferentes, perdura por más de cinco
siglos.
Porque el sistema colonial nunca desapareció en estas tierras. Los procesos
independentistas de hace doscientos años supusieron la sustitución de las
élites dominantes blancas por otras mestizas, pero de mentes colonizadas. Por
lo tanto, si bien la titularidad en el marco político pudo tener algún cambio
de actores, las coloniales estructuras sociales y económicas se mantuvieron
casi intactas, llegando así hasta nuestros días. Y hoy el sistema neoliberal no
hace sino generar nuevos procesos de colonialismo que combina procedimientos
viejos de control y dominación con otros nuevos, propios de la explotación
desenfrenada de los recursos naturales, de las liberalización de los mercados,
de las privatizaciones de los sectores productivos estratégicos y del
empobrecimiento y las necesidades extremas de la población, por cierto, aún
mayoritariamente indígena.
El sistema colonial desde antiguo se caracteriza básicamente por el dominio
social y económico por un poder extranjero de un territorio y por la
explotación de sus riquezas y recursos naturales en beneficio casi exclusivo de
ese poder, ahora constituido en metrópoli. Cambiemos el nombre de los antiguos
imperios coloniales por el de Iberdrola, ACS, BBVA, British Petroleum,
Goldcorp, etc. y tendremos claramente delimitado nuevamente el escenario
colonial; como siempre, como en toda época y lugar, acompañado y ayudado por
unas escuálidas élites locales que generan las condiciones políticas idóneas
para esa nueva implantación. Para el caso de Guatemala hoy, como en tiempos
precedentes, esa oligarquía nacional se conforma por escasas ocho o diez
familias, las cuales, con su control de las estructuras del estado (ejecutivo,
judicial, legislativo y cuerpos de seguridad) permiten la fácil penetración de esas
empresas transnacionales que imponen condiciones de explotación, servidumbres
necesarias y se llevan a un precio ínfimo las riquezas del país.
El marco, se completa con una población en situación mayoritaria de
dominación y su control y sometimiento se realiza como si de jornaleros en la
finca del patrón se tratara. O, de otra forma, cómo se puede definir una
sociedad en la que los votos se compran en las comunidades empobrecidas por
unos kilos de alimentos, por unas láminas a modo de techumbres o mediante las
reiteradas e ilusorias promesas de una mejora en las condiciones de vida que
nunca llegan. Los partidos tradicionales, esos dominados por las élites
oligárquicas locales y extranjeras, desde el centro izquierda más moderado
(socialdemocracia) hasta la extrema derecha usan la pobreza como fuente
inagotable de votos para el sostenimiento cuatrienio a cuatrineo del sistema
dominante. Garantizan así su supervivencia en el lujo y despilfarro mientras la
mayoría de la población se hunde más y más en la miseria y no encuentra otra
opción que encaminarse en caravanas de migrantes hacia el lejano y prometido
paraíso del norte.
En esta sociedad neocolonial, al igual que lo fue en la anterior, la
protección de las leyes, de la constitucionalidad, de los derechos humanos y de
la democracia no se hicieron, sino nominativamente, para el pueblo; la realidad
es que son solo una realidad para las élites enriquecidas. Se protegen en ellas
y, a partir de las mismas, construyen sus redes de corrupción e impunidad. Son
las élites que envían a sus hijos a los Estados Unidos, sin problemas para su
entrada, a estudiar en inglés; esas que no se desplazan por las escasas y
destrozadas carreteras del país para no contaminarse con la pobreza, sino que
llegan a sus fincas en helicópteros para controlar el ritmo de producción o,
aquellas que mantienen por igual estrechos lazos con la diplomacia
internacional y con el narcotráfico y son parte, a su vez, del amplio entramado
de la corrupción sistémica.
En paralelo, se irrespeta en todo tiempo y lugar el derecho a la consulta a
las comunidades cuando se van a desarrollar en sus territorios megaproyectos
que afectarán de forma determinante a las mismas y se compran autoridades y
voluntades con el señuelo de unos pocos billetes o de la promesa de un trabajo
temporal en esos proyectos extractivos que atentan contra los territorios. Se
criminaliza, encarcela y asesina a líderes y lideresas que se mantienen firmes
al lado de sus comunidades en la protesta social. Y esto no es denuncia fácil o
vacía. Las diez comunidades de San Juan Sacatepéquez llevan más de una década
resistiendo contra la instalación fraudulenta de una cementera, propietaria de
una de esas ocho familias (Nobelia) que dominan el país, y que hipoteca su vida
y desarrollo como comunidades campesinas. Sobre el río Cahabón avanzan los
proyectos hidroeléctricos (Renace y Oxec), en los que participa la
transnacional española ACS (Florentino Pérez) y que privatiza tierras y aguas a
más de treinta mil personas a las que nunca se consultó. En el Quiché los
niveles de las aguas freáticas disminuyen día a día suponiendo una restricción
brutal para la población y la sequía para cultivos y ganados, todo por la
desenfrenada tala de los bosques; la población organizó su propia consulta y se
posicionó por la defensa de la vida y el territorio, pero el estado proteje a
los madereros. Sipakapa, junto con San Miguel Ixtahuacán son el reflejo de la
esquilmación y contaminación dejadas tras doce años de explotación por la
minera canadiense Goldcorp, que ha traído la desaparición de los cerros para
extraer el oro que se ha llevado a cambio de unos impuestos del 1% a sus
ingentes beneficios; a cambio, mercurio y metales pesados en los ríos y
arroyos, enfermedades y empobrecimento para la población de estas comunidades.
Y así, el listado puede seguir creciendo hasta niveles increíbles para un país
tan pequeño. En El Estor Izabal la transnacional suizo-rusa Solway explota una
de las mayores minas de níquel del mundo a costa del ecocidio que supone contaminar
el mayor lago del país, lo que afecta a más de cincuenta comunidades ribereñas.
Y este caso, al igual que tantos otros, ha traído también muertes y heridos,
criminalización de comunicadores populares y compra de voluntades locales y
estatales para poder seguir manteniendo la explotación a cualquier costo
social.
Lo dicho, el sistema colonial no murió hace doscientos años; al contrario,
el sistema neoliberal supone la recuperación de la colonia, traducida en la
explotación económica, social y política de las grandes mayorías a cargo hoy no
de viejas élites coloniales sino de transnacionales y las pequeñas oligarquías
locales. Unas y otras siguen manteniendo un sistema de explotación que hacen de
Guatemala, y de otros países de la región, simples fincas coloniales donde
recursos y vidas son propiedad de los nuevos patrones.
*Miembro de Mugarik Gabe
Publicado por La Cuna del Sol
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