Las mujeres migrantes que
habitan al sur de México viven atrapadas entre una frontera física que les
impide transitar libremente y una frontera real, resultado de la
discriminación, abusos y estigmas sociales, que las borran como personas.
MUJERES MIGRANTES, ATRAPADAS
EN
UNA FRONTERA IMAGINARIA (*)
Por Ángeles Mariscal
La costumbre en el sur de México dice que el destino de las guatemaltecas
es el trabajo en el hogar, las hondureñas esclavas en bares o cantinas y las
salvadoreñas son invisibles. Las mujeres migrantes están atrapadas entre la
frontera física en el Soconusco, Chiapas, y la real, más infranqueable: los abusos, discriminación y
estigmas. Aquí ellas no son, más que lo que su origen –y la sociedad- las ha
condenado a ser.
Estigma
número uno, las “que sirven”
Es domingo. El Parque Miguel Hidalgo, en el centro de Tapachula –ubicado a
275 kilómetros de la frontera con Guatemala- está abarrotado. Decenas de
mujeres, la mayoría mujeres-niñas, casi adolescentes, lucen prendas bordadas de
muchos colores, con diseños y tejidos típicos que las delatan indígenas del
país vecino.
Se toman de la mano, caminan rodeando una y otra vez el kiosco ubicado en
la parte central. Algunas llegaron temprano, con sus pertenencias en una maleta
o en bolsas de plástico. Se sientan en las jardineras y ahí esperan.
Rosa y otras dos jóvenes que se acompañan cruzaron apenas esta mañana la
frontera entre México y Guatemala, por el puente fronterizo de Tecún Uman.
Pagaron para que el Instituto Nacional de Migración les diera una Forma
Migratoria de Visitante Local (FMVL), que se otorga a quienes viven en la zona
fronteriza de su país.
Eso les permite transitar con cierta libertad en los municipios
circunvecinos de la frontera, pero no la autoriza a trabajar en México. No hace
falta, las relaciones comerciales y de trabajo entre habitantes de ambos
países, son ancestrales y filtran fronteras. Rosa luce sudorosa, cansada.
Apenas se sienta en la banca, se acerca una mujer madura, que bajó de un
auto. Platica con ella y hacen el trato: 1,200 pesos mensuales (92 dólares) más
alimento; los domingos son días de descanso, luego que deje hecho el desayuno a
la familia. La mujer empieza a cruzar el parque, Rosa se despide rápidamente de
sus amigas y camina tras la mujer.
Ambas suben al auto, Rosa en la parte posterior, tímida. No levanta la
mirada, no mira a los ojos. Le esperan largas jornadas de trabajo en una
relación de semi esclavitud, donde una y otra vez tendrá que barrer, limpiar,
cocinar, cuidar niños ajenos y desdibujarse hasta casi hacerse transparente.
La escena se repite durante la mañana, aquí y allá en el parque. Para la
tarde sólo quedan las trabajadoras domésticas que ya tienen trabajo y disfrutan
de su único día libre. Quienes trabajan aquí son mujeres jóvenes y niñas. El
Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova realizó un censo con
trabajadoras domésticas de Guatemala y encontró que casi la mitad de las
entrevistadas, 49 por ciento tienen 22 años de edad; la otra mitad, entre 13 y
17 años.
El Centro Fray Matías documentó que la expectativa de muchas de las
adolescentes trabajadoras domesticas es obtener los recursos que les permitan
regresar a su país para continuar sus estudios. La mayoría llega por
temporadas, pero muchas de ellas se quedan atrapadas y sólo regresan a su país
ocasionalmente.
No hay un censo o aproximado que permita sabe cuántas son, porque son una
población flotante y su trabajo se da en el ámbito de lo privado, sin contrato
formal. La mayor parte de ellas ha naturalizado el rol de realizar trabajos de
servidumbre en la zona del Soconusco chiapaneco desde la época de la Colonia ya
sean en las fincas o las viviendas. Alba se encuentra en el Parque Miguel
Hidalgo desde la mañana.
Ella y sus compañeras no se han movido a pesar de la lluvia que ha caído en
el lugar. Alba luce un poco más grande que las demás, dice que ya tiene 30
años, y que desde hace 8 llegó a trabajar a Tapachula, que está contenta porque
a ella le pagan 2,000 pesos mensuales. Apenas un salario mínimo, aunque su jornada
laboral duplica la que establece la ley mexicana, que es de 40 horas a la
semana.
En un día normal se levanta a las 6, prepara el desayuno, hace el aseo, la
comida, lava ropa, mandados, recoge la cocina, plancha. Ha trabajado limpiando tiendas o restaurantes,
la paga es buena, pero no le dan dónde dormir. “Me gusta más en casa”, dice,
aunque reconoce que no siempre tiene un lugar propio para dormir, como ahora,
que trabaja en una casa de la Colonia Solidaridad (habitada por tapachultecos
de clase media baja), donde cada noche descansa en una colchoneta que coloca en
el espacio que hay entre la cocina y la sala.
- ¿En tu día libre qué haces?
- Ayudo con el desayuno y ya me
vengo al parque.
- ¿Y al cine o a la playa que
está acá cerca?
- No
- ¿Porqué?
- Me da pena… la gente nos
queda viendo y como que no le gusta que estemos ahí, a lo mejor por nuestros
trajes. Alba dice que en su país podría ganar un poco más de dinero, haciendo
el mismo trabajo. Prefirió quedarse en Tapachula porque, dice, “en Guatemala
hay mucha violencia”.
Santiago Martínez Junco, coordinador
del área de capacitación del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova,
explica que de acuerdo a las leyes mexicanas, las trabajadoras domésticas de
Guatemala laboran en un sistema de semi esclavitud.
“El imaginario social de la región y los estigmas fenotípicos marcan a las
mujeres migrantes, si eres guatemalteca el nicho laboral es el empleo
doméstico, de limpieza o agrícola; a la hondureña, salvadoreña o nicaragüense,
se les contrata preferentemente en el área de servicios sexuales, o en
botaneros, restaurantes, para atraer clientela; y aún ahí hay diferencias”,
explica.
El trabajo de las mujeres guatemaltecas se ha sido invisibilizado porque se
desarrolla en el ámbito privado, lo que las coloca en una situación de alta
vulnerabilidad.
No hay contratos, no hay justificación en despidos, y estos se utilizan
muchas veces como una estrategia para no pagar salarios. En algunos casos se
les cobra la comida, y el salario promedio que se les otorga es de mil 200 a
mil 500 pesos mensuales (100 dólares promedio), por 72 horas a la semana.
Aunado a ello, explica la sociedad les confina o excluye de la vida
cotidiana y sus centros de reunión.
“La mayor parte de las trabajadoras domésticas no conocen más que el Parque
Miguel Hidalgo y las calles que conducen a su lugar de trabajo. Por ejemplo,
los tapachultecos pidieron a las autoridades que les construyera el Parque
Bicentenario porque este lugar ´estaba lleno de chapines´ (sobrenombre que se
les a los originarios de Guatemala). Y no es que explícitamente ellas no puedan
ir a otros lugares, sino que la sociedad las margina, las excluye y ellas
sienten esa presión social sobre si mismas”.
Al final del día –valora Santiago Martínez- se reproduce esa situación que
se vivía en toda esta región durante el sistema feudal, de mantener excluida a
la servidumbre, y de no permitirle que se desarrolle en otros ámbitos de
trabajo.
Los domingos, cuando ellas acuden a descansar al parque Miguel Hidalgo, el
Centro Fray Matías intenta sensibilizarlas y capacitarlas sobre sus derechos,
explica Martínez.
“Les informamos sobre sus derechos laborales, damos talleres de algunos
oficios que ellas mismas escogen, y trabajamos dinámicas para fortalecer su
autoestima, para que se asuman como personas con derechos… a veces vamos juntas
a recorrer la ciudad o dar paseos a lugares cercanos para que vayan perdiendo
el miedo y se sientan más seguras”.
Estigma número dos, las que
venden fantasías
Su cuerpo se contonea en el escenario mientras se escucha como fondo el
sonido de un acordeón, trompetas y bongó. Rítmico y sensual (¿puede un sonido
por si mismo ser sensual?), el sonido de una cumbia acompaña a la bailarina
mientras se va desprendiendo de la ropa.
Abajo del escenario, en mesas diminutas, otras mujeres pegan sus cuerpos a
los clientes, beben con ellos, algunas bailan tratando de que las manos de
quienes pagaron por estar con ellas “solo para bailar”, se mantengan fuera de
su sexo. En otro espacio del mismo escenario, otras más juegan billar con los
parroquianos exagerando las posiciones para resaltar las curvas de sus cuerpos.
La propietaria del lugar, una mujer de unos 50 años originaria de esta
frontera al sur de México acepta mostrarnos el lugar y hablar con las
bailarinas en los camerinos. Insiste: en este centro nocturno no hay servicio
sexual, “aquí solo les vendemos fantasías”. “Muchos hombres sólo quieren verlas
desnudarse, bailar con ellas, platicar con las catrachas(hondureñas)
principalmente, porque dicen que son las más bonitas; pero tenemos bailarinas
de Guatemala, de El Salvador, de Nicaragua.
Muchos ni siquiera quieren tener relaciones sexuales, sino sólo pasar un
buen rato, distraerse de los problemas de su vida diaria”. Para el sexo,
aclara, hay otros lugares.
Paso a la parte trasera del escenario. En la puerta de la habitación llena
de espejos donde las mujeres se arreglan, se encuentra colocado el reglamento
del lugar que establece el número de veces que cada una debe bailar y
desnudarse arriba del escenario; la cantidad de cervezas que deben tomar con
los clientes (mínimo 200 a la semana).
A esta actividad se le llama fichar, la propietaria asegura que de la
ganancia de cada “ficha” o cerveza, la mitad para ellas.
Adentro de los vestidores la fantasía que se vende afuera, se desmorona.
Antes de salir al escenario Melani come presurosa un caldo de res y un
refresco, dice que no había ingerido alimento en todo el día porque tuvo
problemas con su actual pareja, por celos y porque él no se lleva bien con los
hijos de ella, menores de edad.
Tiene 23 años y tres hijos. Dice que tuvo que salir de su país desde 2009,
por “problemas” con su anterior pareja. “Él se metió a las Maras y ya sabes, en
mi país hay mucha violencia… me tuve que salir”. Melani dejó un tiempo a sus
hijos con su mamá, cuando se estableció en Tapachula, los trajo a vivir con
ella.
Sus dientes frontales lucen careados, y en sus pantorrillas tiene
cicatrices muy visibles, algunas de ellas recientes. Al observar que las noto,
se apresura a ponerse una licra color piel, y sobre ella la ropa de la que ira
desprendiéndose poco a poco en el escenario.
“Me pega porque tiene celos porque dice que los clientes me ven (él trabajó
un tiempo como barman del centro nocturno donde ella labora). Pero de esto
mantengo a mis hijos, de esto lo mantengo a él. ¿Qué quiere, que me vaya de
dependienta en una tienda? Ahí ni nos dan trabajo porque dicen que robamos, y
cuando lo dan, quieren pagar una miseria. Yo ya le dije, te juntaste con una
hondureña, esta es la vida de las hondureñas, solo acá nos tratan bien y nos
pagan mejor”.
Melani tiene que afrontar todos los días el estigma de ser una “catracha”,
término peyorativo con el que nombran a las mujeres originarias de su país,
quienes se les considera ser amantes expertas. Su fisionomía la traiciona
-caderas anchas, piernas largas, talle esbelto- no le permite desdibujarse. “Si
me subo a un taxi, el chofer me quiere agarrar las piernas, si trabajo en una
tienda, el patrón se quiere meter conmigo”, lamenta.
A la luz neón de los vestidores, las bailarinas se maquillan, se colocan
pelucas de larga cabellera; luchan por simular con licras y ropa ajustada la
celulitis, las ojeras, el vientre abultado, las cicatrices y estrías que deja
la maternidad. La penumbra que hay al salir a la pista las ayudará.
Luis Rey García Villagrán, activista defensor de los derechos de las
trabajadoras sexuales, asegura que sólo en Tapachula, la ciudad más grande de
la región fronteriza conocida como El Soconusco, existen más de 15 zonas de
tolerancia y unos 200 centros donde se ejerce la prostitución abierta y
disfrazada; de manera voluntaria, o a través de las redes de trata de personas
con fines de explotación sexual.
Representante del Centro de Dignificación Humana AC, Villagrán considera
que esta actividad se da en medio de una permisión social y gubernamental. “Aquí en esta región
cualquier niño de 5 años ha visto que enfrente de su casa, junto a su escuela,
en su camino diario, hay un botanero, un bar, un prostíbulo, un cabaret. Ha
visto a la mujer centroamericana entrar y salir de ahí. Ha naturalizado esta
situación y ha encasillado a las mujeres migrantes en esta actividad”.
Las mujeres migrantes se han vuelto parte de la cotidianidad en el Soconusco.
Con ellas convive la población. A los lugares donde laboran acuden todo tipo de
parroquianos, incluso servidores públicos. De su situación migratoria, solo
preguntan cuando hay de por medio un intento de extorsión.
Estigma número tres, las
“dispuestas a todo”
Aidé administra una “cuartería” (vecindad) ubicada a 10 calles del centro
de Tapachula. Es decir, cobra la renta o alquila las habitaciones de techo de
lámina a quienes solicitan el servicio, la mayor parte migrantes que carecen de
estancia legal en México.
Al llegar a la cita con Aidé, coincido con una docena de migrantes que
–conducidos por un guía (pollero)- son introducidos en una de las habitaciones.
Ella no se intimida, dice que los migrantes abandonarán en uno o dos días el
lugar, en tanto llegan a recogerlos para que continúen su viaje.
Ella ha estado en la cárcel acusada de Trata de Personas con fines de
explotación sexual. Logró salir luego de tres años de reclusión. “Yo acaba de
ser deportada de Estados Unidos, y necesitaba seguir enviando dinero a mis dos
hijos que siguen en El Salvador, así que un amigo me contrató de encargada de
un bar. El lugar no era mío, yo solo veía que las meseras no se quedaran con el
dinero. Si ellas se querían meter con los clientes en los cuartos ese es su
problema, es su forma de ganarse la vida, nadie la obligaba”.
Durante un operativo Aidé fue detenida, no así el propietario del lugar.
Algunas de las mujeres que trabajaban en ese bar ubicado en Ciudad Hidalgo,
eran menores de edad. Sin embargo, con el paso de los días todas fueron
deportadas a sus lugares de origen y ninguna se quedó para seguir el proceso
penal por el delito de Trata de Personas, así que Aidé obtuvo su libertad.
“Al salir intenté cruzar otra vez los Estados Unidos, pero no pude, me
regresaron otra vez y aquí me tienes, atrapada en este lugar, sin poder avanzar
y sin poder regresarme a mi país”, narra con gesto adusto y ademanes bruscos,
que contrastan con sus ojos claros, amables, su cabello rizado y su figura
pequeña.
En la habitación donde estamos apenas cabe una mesa, dos sillones, una cama
individual y un mueblecito donde suena fuerte una televisión que no pierde de
vista una niña de unos 10 años que dice, es hija de una amiga que se queda con
ella en tanto encuentra un lugar propio donde vivir.
“Ya me estoy resignando a vivir aquí en Tapachula, o en Cacahoatán o
cualquier lugar de por acá, da lo mismo. Pero trabajando de qué, aquí a
nosotras las salvadoreñas no nos quieren dar trabajo ni en las casas porque las
mujeres piensan que vamos a quitarles el marido. Buscamos trabajo de empleadas
y el patrón quiere meterse con nosotras; en los bares piensan que vamos a
robar, a matar a los clientes”, narra, mientras alista una pequeña maleta donde
acomoda barnices e instrumentos para arreglar uñas, servicio que da a domicilio
y en un pequeño salón de belleza de la zona.
Considera que este es uno de los pocos trabajos que puede realizar sin que
la discriminen. Las mujeres migrantes que habitan al sur de México viven
atrapadas entre una frontera física que les impide transitar libremente y una
frontera real, resultado de la discriminación, abusos y estigmas sociales, que
las borran como personas.
(*) Este texto forma
parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a
Pie con el apoyo de Open Society Fundations. Su publicación original está
en http://enelcamino.periodistasdeapie.org.mx/?ruta=mujeres-frontera
Publicado por LaQnadlSol
USA.
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