Es imposible acudir con una
papeleta a una urna y no sentir que se participa en una deprimente farsa. Es
imposible pensar que las cosas cambiarán con unos resultados electorales
diferentes, pues los grandes partidos están financiados y dirigidos por la
patronal y la banca. Los sindicatos mayoritarios han abandonado a los
trabajadores a su suerte y los escritorzuelos con plaza en los grandes medios
de comunicación obedecen a sus amos sin pestañear. ¿Democracia? no, gracias. Pueden
aplastarnos, humillarnos, amordazarnos e incluso matarnos, pero por favor que
no nos pidan llevar una vela en esta triste mojiganga.
¿DEMOCRACIA? NO, GRACIAS
Por Rafael Narbona
La democracia no será una fórmula realmente emancipadora hasta que sitúe en
el centro de su discurso al pobre, el paria, el excluido
La democracia es la soberanía del pueblo. En las escuelas se aprende este
dogma con el mismo fervor que antes se juraba fidelidad a Dios y a la bandera.
Sin embargo, hasta los más jóvenes se muestran escépticos, pues las evidencias
apuntan en sentido contrario. Es suficiente un examen superficial del mundo
actual para saber que los gobiernos presuntamente democráticos no son un
reflejo de la voluntad popular, sino de los intereses de las grandes empresas y
las principales entidades financieras. Si los manuales de texto mantuvieran un
compromiso sincero con la verdad, deberían enseñar a los niños que la
democracia es la pantomima concebida por el capitalismo para legitimar un mundo
injusto, desigual e insolidario. España es el perfecto ejemplo de esta
ignominia: crece el número de personas sin hogar, se bajan sueldos y pensiones,
se dispara el gasto en material antidisturbios, se socializan las pérdidas de
la banca y se llama terroristas a los ciudadanos que protestan. La guerra entre
ricos y pobres se ha recrudecido, pero ya nadie se atreve a hablar de lucha de
clases ni de revoluciones. ¿Cuánto tiempo durará esta situación? ¿Tanto como la
humanidad? Al menos, desnudemos al capitalismo, arrebatándole su disfraz
democrático y mostrando a todos su profunda inhumanidad.
La democracia nunca fue el gobierno del pueblo y para el pueblo. El
sufragio universal es una pobre arma para librarse de la coacción ejercida por
los grandes medios de comunicación, que trabajan al servicio de la banca y la
patronal. La crisis actual ha sacado a la luz que los grandes periódicos
ofrecen un relato consensuado de los hechos, limitando sus discrepancias a
cuestiones menores. El acoso policial contra internautas y periodistas
independientes manifiesta la preocupación del poder político y financiero ante
la posibilidad de perder el monopolio de la información. Las grandes
editoriales excluyen de sus catálogos a los intelectuales disidentes, una
minoría en peligro de extinción o con un pie en la tumba por su avanzada edad.
El escritor venal y mediático ha sustituido al intelectual comprometido. No es
un fenómeno español, sino global. Sólo unos pocos nombres mantienen su
compromiso con los más débiles y vulnerables: Eduardo Galeano, Alfonso Sastre,
Jon Sobrino, Ernesto Cardenal, Leonardo Boff, Noam Chomsky. El socialismo ha
sido anatematizado y casi nadie reivindica su legado. El teólogo brasileño
Leonardo Boff, que abandonó la orden franciscana para librarse de la mordaza
impuesta por la Congregación para la Doctrina de la Fe, se muestra menos tibio
que intelectuales laicos con aura de izquierdistas. Boff afirma que “no hay
otra alternativa que el socialismo”. El socialismo “nació escuchando el grito
del oprimido”, pero al principio no advirtió que no sólo gritan “los pobres,
las mujeres, los indígenas”, sino que “también gritan los animales, la tierra,
los bosques”. La opción por los pobres que caracteriza al socialismo y a la
muchas veces menospreciada teología de la liberación debe incluir en su
proyecto emancipador “al gran pobre, que es la Tierra”, ferozmente explotada y
maltratada por la economía capitalista.
La democracia no será una fórmula realmente emancipadora hasta que sitúe en
el centro de su discurso al pobre, el paria, el excluido. El pedagogo y
educador brasileño Paulo Freire apuntó que no se debía hablar de pobres, sino de
oprimidos. La pobreza no es una categoría existencial, sino una forma de
violencia impuesta por estructuras de dominación que nos deshumanizan a todos,
incluido al rico, que pierde cualquier vestigio de dignidad al explotar a sus
semejantes. El oprimido debe ser el centro de la política y su liberación el
objetivo último, definitivo, pues al liberar al oprimido la sociedad recupera
su dignidad y se humaniza. La democracia sitúa al ciudadano en el centro y no
al oprimido, lo cual es un gravísimo error. La utopía de una humanidad libre y
sin cadenas sólo puede plantearse desde la pretensión de devolver la voz a los
pobres y liquidar fetiches como el derecho a la propiedad privada, un eufemismo
que encubre el reparto desigual de la riqueza. Óscar Romero, asesinado en 1980
por el ejército salvadoreño, cumpliendo órdenes de los terratenientes y los
grandes empresarios, afirmó en una de sus homilías: “Es necesaria una
reestructuración de nuestro sistema económico y social, porque no puede ser
esta idolatría de la propiedad privada que es, francamente, paganismo”. La bala
de fragmentación que acabó con su vida no brotó de la sinrazón, sino de la
convicción de que Romero había identificado el corazón del capitalismo y pedía
sin rodeos su destrucción. Sólo el socialismo se ha manifestado con la misma
claridad y contundencia. Marx habla de “dictadura del proletariado”, pero en el
Manifiesto de 1848 matiza que “la revolución obrera” y “la transformación del
proletariado en clase dominante” significa “la conquista de la democracia”. La
revolución obrera no es una ficción romántica, una aventura abocada al fracaso,
sino la única vía hacia una civilización “donde la pobreza ya no sería la
privación de lo necesario y fundamental debida a la acción histórica de grupos
o clases sociales y de naciones o conjuntos de naciones, sino un estado
universal de cosas en que está garantizada la satisfacción de las necesidades
fundamentales, la libertad de las opciones personales y un ámbito de
creatividad personal y comunitaria que permita la aparición de nuevas formas de
vida y cultura, nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás hombres y
consigo mismo”. No son las palabras de un pensador marxista, sino de Ignacio
Ellacuría, jesuita español asesinado por el ejército salvadoreño en 1989. El
capitalismo no suele equivocarse al escoger a sus víctimas. Por eso, acuñó el
lema “Haga patria, mate a un cura” en El Salvador, cuando los teólogos de la
liberación rompieron la tradicional alianza entre la Iglesia Católica y los
poderosos.
Pienso que la democracia y el capitalismo son incompatibles, pues el
principio fundacional del capitalismo es la acumulación y la desigualdad y no
la liberación de la humanidad, gracias a un modelo igualitario, fraterno y
solidario. Por ejemplo, la democracia española surgió de la necesidad de lavar
la cara al franquismo y no de una verdadera transición hacia un régimen de
libertades. Henry Kissinger asesoró personalmente a Juan Carlos I,
recomendándole que reemplazara a Carlos Arias Navarro por un político joven,
pero fiel a los intereses de las oligarquías. Adolfo Suárez, Secretario General
del Movimiento, se perfiló de inmediato como el candidato ideal. Escarmentado
por la Revolución de los Claveles, que en un primer momento nacionalizó la
banca y las grandes empresas, Kissinger maniobró hábilmente para que el
comunismo y el anarquismo españoles fueran neutralizados mediante pactos
secretos con líderes reformistas de la oposición (fundamentalmente, Santiago
Carrillo, Felipe González y Enrique Múgica). Los resultados de ese teatro se
han hecho evidentes con la crisis económica. El Estado democrático y social de
Derecho de la Constitución de 1978 sólo es un órgano de dominación que reprime
a la clase trabajadora, garantizando la ambición sin límites del capital. ¿Es
posible revertir esta situación sin una revolución violenta? ¿Se pueden abolir
mediante las urnas la explotación laboral, la pobreza infantil, el interés
privado de la banca, que veta el derecho a la vivienda y promueve desahucios
masivos? Creo que es imposible. La verdadera faz del actual sistema democrático
se aprecia en las guerras preventivas, la expropiación (“capitalización”) de
tierras en el Tercer Mundo y la especulación con el precio de los alimentos,
que se cobra 50 millones de vidas al año. El capitalismo es un genocidio
silenciado, cuyos estragos a veces permanecen invisibles. Algunos dirán que las
revoluciones son sueños decimonónicos de nostálgicos divorciados del mundo
real. Sin embargo, el sufrimiento de los pobres es muy real y la compasión
–tolerada, alabada, santificada- sólo mitiga levemente ese escándalo, sin
atacar la raíz del problema. Teresa de Calcuta es elevada a los altares, pero
Óscar Romero o Ignacio Ellacuría son marginados y olvidados, pues su honradez
con lo real constituye un claro desafío al sistema capitalista. Algunos dirán
que el mundo ha mejorado en las últimas décadas, pues ya no hay dictaduras como
las de Pinochet, Franco o Videla, pero lo cierto es que Álvaro Uribe, elegido
democráticamente, organizó y ejecutó la desaparición de 25.000 personas durante
sus años como Presidente de Colombia. No es el único ejemplo. En México, Felipe
Calderón también contó con el respaldo de las urnas y empleó su cargo
presidencial para aliarse con el “Chapo” Guzmán, el jefe del cartel de Sinaloa,
desatando una guerra que ha causado al menos 60.000 víctimas, en muchos casos
niños menores de doce años. Desde 2009, Joaquín “Chapo” Guzmán Loera aparece en
la revista Forbes como uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta.
Ese dato, lejos de ser una prueba de lo lucrativo que puede llegar a ser el
negocio del narcotráfico, revela que las fronteras entre el capitalismo y el
crimen organizado han desaparecido o nunca existieron. Al igual que Pinochet,
Álvaro Uribe ha actuado bajo las órdenes de Estados Unidos, pero su
“presidencia democrática” ha causado muchas más víctimas que la dictadura del
general chileno, sin apenas despertar reacciones de indignación. “La verdad
mayor –escribe Jon Sobrino- no consiste en la globalización, sino en la
contradicción entre democracias políticas y un régimen mundial fuera de todo
control democrático y con un extraordinario poder. Los pequeños simplemente no
cuentan. No existen”.
Es imposible conocer estos datos y apoyar el actual sistema democrático. Es
imposible acudir con una papeleta a una urna y no sentir que se participa en
una deprimente farsa. Es imposible pensar que las cosas cambiarán con unos
resultados electorales diferentes, pues los grandes partidos están financiados
y dirigidos por la patronal y la banca. Los sindicatos mayoritarios han
abandonado a los trabajadores a su suerte y los escritorzuelos con plaza en los
grandes medios de comunicación obedecen a sus amos sin pestañear. ¿Democracia?
No, gracias. Pueden aplastarnos, humillarnos, amordazarnos e incluso matarnos,
pero por favor que no nos pidan llevar una vela en esta triste mojiganga.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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