(…) Pobres
los guatemaltecos que estamos viviendo dentro de esta atmósfera agresivamente
sorda, dentro de este caldo de enemigos en el que no sabemos a veces si una
mirada, un gesto, una palabra nos puede acarrear la muerte.
Creo que por allí anda
un poco el origen de todos estos feroces accidentes que nos hacen aparecer como
a un país de locos y de suicidas. Creo que algo hace falta para cambiar la
actitud general para con nuestros semejantes y para que volvamos a ser un
pueblo alegre y bullanguero, capaz de pescocearse con alegría, sin rabia, sin
odio, como en un desahogo casi cariñoso.
TROMPADAS Y ACCIDENTES
De la serie “Pensando
Tonterías” IV
Por Manuel José Arce
Con los pelos parados me encontré a mi comadre
el otro día. Frente al semáforo de una esquina un autobús y un camión, delante suyo, esperaban la luz
verde uno al lado del otro, a medio metro de distancia y en la misma dirección.
Cambió el semáforo y así, de pronto, ilógicamente los dos vehículos se
estrellaron “con un saldo” -como suelen
decir las crónicas reporteriles- de varios
heridos.
Todos los días los pavorosos accidentes se
roban los grandes titulares de los periódicos.
Pareciera que nuestros pilotos salen a la calle en busca de la muerte.
Pareciera que hay una necesidad colectiva de suicidio. Y no es el caso de
culpar al crecimiento del tránsito de vehículos en la ciudad, porque muchas de
esas catástrofes ocurren en carreteras en las que el tráfico no es mayormente
intenso.
Más bien pienso que algo nos está pasando. Algo
así como una histeria social.
A los tres años de edad me llevaron a El
Salvador y regresé hasta mucho tiempo después. Me vi en el caso de descubrir mi
propia patria con ojos un poco extranjeros. Y me impresionó el guatemalteco de
1944 porque yo venía de una comarca en donde la gente vestía de colores claros,
raramente usaba sombrero y hablaba a gritos. Aquí, mis paisanos vestían trajes
oscuros, usaban chaleco y sombrero y hablaban en voz baja, echando miradas
desconfiadas en todas direcciones. Tiempo después, la gente cambió. Como que
había una desinhibición general -como
está de moda decir- . La gente se volvió menos formalista en el atuendo y
empezó a hablar en voz alta, a saludarse a gritos de acera a acera de la sexta,
a reír con risa fuerte y explosiva y a externar ideas sin mirar a los lados,
más bien como con gusto de que los demás lo oyeran opinar.
Ahora como que hemos vuelto a hablar en voz
baja. Hay muchos menos rostros sonrientes en la calle. Las opiniones no salen
tan así no más en la palabra, la conversación se ha poblado de rodeos y de
circunloquios cada vez más alambicados. El guatemalteco de hoy es reservado, hosco
y agresivo.
Hace unos años apenas, usted hacía una mala
maniobra de piloto y lo más probable era que el que venía en el carro de al
lado sembrara los frenos y le gritara un sonoro “imbécil”, y continuara luego
la marcha tan tranquilo, tras aquel necesario desahogo. Ahora en cambio, lo más seguro es que ese vecino ni lo vuelva
a ver, apriete las quijadas y meta el acelerador a fondo, para hacerse torta
contra usted, que tiene la culpa.
Se acabaron aquellos alegres líos de cantina o
de esquina, en los que uno se fajaba a trompada limpia (¡limpia!), dentro de un
cierto código de caballerosidad tácitamente aceptado por todos y que ordenaba
que al contrincante caído no se le golpeaba. Usted no puede ahora ni quitarse
el saco ni arremangar la camisa para darse una alegre trompaceada con nadie:
cuando menos se espera aparece el balazo, la puñalada. Y ni quien diga “no,
muchá, peleen limpio”. Cuando se empieza un lío ya se sabe que es a matar o a
morir. ¡Cuántas trifulcas armamos con Pájaro Loco en las cantinas del barrio
que terminaban, cuando ya cansados y aburridos de somatarnos, compartíamos unos
cuantos “cuarteles” con los contrincantes y cantábamos las alegres canciones
procaces.
Rafa Noriega, desde su IBM de este mismo
periódico podría dar fe.
Pobres los adolescentes de nuestra Guatemala.
Pobres los guatemaltecos que estamos viviendo dentro de esta atmósfera
agresivamente sorda, dentro de este caldo de enemigos en el que no sabemos a
veces si una mirada, un gesto, una palabra nos puede acarrear la muerte.
Creo que por allí anda un poco el origen de
todos estos feroces accidentes que nos hacen aparecer como a un país de locos y
de suicidas. Creo que algo hace falta para cambiar la actitud general para con
nuestros semejantes y para que volvamos a ser un pueblo alegre y bullanguero,
capaz de pescocearse con alegría, sin rabia, sin odio, como en un desahogo casi
cariñoso.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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