Para el 2015, el análisis de
la Embajada era sencillo: Pérez Molina presidía un gobierno plagado por la
corrupción, cuyo accionar solo había contribuido a debilitar la endeble
situación del país. Mientras esto ocurría, diversas transacciones en el sistema
financiero norteamericano, con fondos dudosos, emanados de cuentas vinculadas a
Roxana Baldetti, Juan Carlos Monzón, Juan de Dios Rodríguez y otros
testaferros, despertaron la atención de las autoridades de Washington respecto
a la desfachatez de lo que ocurría en Guatemala.
EL GOLPE DE LA EMBAJADA
Por Phillip Chicola
La crónica de una caída anunciada
A Otto Pérez le pasaron la factura por su soberbia, su miopía y su
desfachatez. Si bien el ejército de Guatemala siempre se caracterizó por ser el
más anticomunista y el más antinorteamericano de la región, sus cuadros siempre
fueron bastante sagaces en entender la geopolítica regional. Pero en el caso
del presidente, no supo -o no
quiso- leer las alertas de la diplomacia
norteamericana. El descontento de Washington con la gestión de Pérez fue
evidente desde el primer día. La propuesta de despenalización de drogas no fue
bien recibida. Menos aún si de la mano con el discurso vacío en foros
internacionales, los indicadores de incautaciones mostraron una tendencia a la
baja durante los primeros dos años de gobierno. La cercanía del presidente, de
Roxana Baldetti y de Mauricio López Bonilla con Marllorie Chacón, tampoco ayudó
a su causa.
Pero su suerte se selló en el 2014. Primero, desatendió el desfile de
funcionarios que pedían la continuidad de Claudia Paz y Paz al frente del
Ministerio Público, entre ellos Hillary Clinton, el Subsecretario de Asuntos
Antinarcóticos y el Subsecretario de Asuntos Hemisféricos. Luego, en su
esfuerzo de capturar el sistema de justicia, el presidente obvió la
“recomendación” de la Embajada de no designar a Blanca Stalling como
magistrada, ni de nombrar una Corte Suprema de Justicia susceptible al tráfico
de influencias. La preocupación de Washington era sencilla: un pleno de
magistrados susceptibles a la corrupción podría convertirse en una piedra en el
zapato para los procesos de extradición de narcotraficantes, el más importante,
Jairo Orellana.
Para el 2015, el análisis de la Embajada era sencillo: Pérez Molina
presidía un gobierno plagado por la corrupción, cuyo accionar solo había
contribuido a debilitar la endeble situación del país. Mientras esto ocurría,
diversas transacciones en el sistema financiero norteamericano, con fondos
dudosos, emanados de cuentas vinculadas a Roxana Baldetti, Juan Carlos Monzón,
Juan de Dios Rodríguez y otros testaferros, despertaron la atención de las
autoridades de Washington respecto a la desfachatez de lo que ocurría en
Guatemala.
Paralelo a ello, otros procesos preocupaban a la Embajada. El descontrol en
aduanas y puertos, otra forma tradicional de corrupción local, fue identificada
como una amenaza para la seguridad nacional norteamericana. Las estructuras de
defraudación, que permitían a los importadores pagar menos impuestos, también
prestaban servicios a grupos del narco y facilitaban el ingreso de drogas o
precursores. Pero lo que más preocupación generaba era el rol de Osama Aranki
dentro de la red. Los vínculos del comerciante jordano con personajes con
posibles nexos a grupos extremistas del Medio Oriente generaba un temor
geopolítico: las redes en aduanas tarde o temprano podrían ser utilizadas por
grupos terroristas para ingresar armamento al patio trasero de los Estados
Unidos.
Entretanto, también preocupaba la corrupción en la Policía Nacional Civil
(PNC). Con la desarticulación de las estructuras tradicionales del narco y la
captura de los grandes capos locales -el
último de ellos Jairo Orellana- , el esquema criminal cambió. En lugar de
establecer operaciones territoriales, los carteles mexicanos prefieren ahora
subcontratar los servicios de grupos dentro de la PNC para mover cargamentos y
tumbar (robar) droga. Los reportes de Insight Crime sobre los cambios en el
mapa del narco y el Cartel de la Charola eran la advertencia mediática sobre el
fenómeno. Pero la gota que derramó el vaso fue la soberbia del presidente de no
querer prorrogar el mandato de la CICIG. Para la Embajada, la salida de la
CICIG implicaba perder al último interlocutor confiable en la lucha contra el
crimen organizado. Para ello, Washington realizó un despliegue diplomático sin
precedentes que incluyó la visita del vicepresidente, Joseph Biden, del
Secretario de Defensa, Chuck Hagel, del Consejero del Departamento de Estado,
Tom Shannon, y nuevamente del Subsecretario de asuntos antinarcóticos, William
Brownfield. La misiva de cuatro congresistas, solicitando la prórroga de la
CICIG, fue la última alerta que Pérez no quiso escuchar. Los dos firmantes
republicanos eran Edward Royce -quien
trabajó arduamente en llevar al dictador de Liberia, Charles Taylor, ante la
justicia internacional- y Jeff Duncan,
un paladín anticorrupción en la Cámara de Representantes. Como firmantes
demócratas figuraban Elliot Engel (promotor de la iniciativa Mérida y del plan
de rescate de Haití), y Albio Sires, quien ha promovido mayor acercamiento con
América Latina. A las señales nos sometemos.
Ante la desatención a los sutiles mensajes diplomáticos, Washington y la
CICIG pasaron a la acción. El Acto I fue la desarticulación de La Línea, que constituyó el golpe mortal a una Roxana
Baldetti que resultaba más que incómoda para los norteamericanos, como se había evidenciado en la solicitud que
hizo la comitiva Biden para que ella no estuviera presente en las reuniones
sobre el Plan para la Prosperidad. Al confirmar que Juan Carlos Monzón, mano
derecha de Baldetti y Salvador González, dirigían una red de negocios ilícitos,
se sepultó a una vicepresidenta que ya venía convirtiéndose en el paradigma de
la corrupción del régimen. Pero eso no es nada. Las llamadas de Francisco Ortiz
(el Teniente Jerez) al momento de su captura confirmaron los temores de la
CICIG y Washington. Por un lado, evidenciaron la existencia de redes de
impunidad que operaban en el Organismo Judicial, en convivencia con bufetes de
abogados y actores oscuros. Otra alerta se disparó cuando en las conversaciones
interceptadas salió a luz el nombre de Blanca Stalling, la misma magistrada de
la lista negra de la Embajada. Pero por otro lado, diversas fuentes aseguran
que Jerez también se habría comunicado con el presidente para solicitar su
auxilio ese 16 de abril. Los ríos de estiércol salpicaba a las Cortes y al
mandatario.
No obstante, ni la CICIG ni la Embajada previeron el terremoto que
desataría el caso de La Línea. El primer efecto fue el apoyo multisectorial a
la continuidad de la CICIG, que arrinconó al presidente, obligándolo a
prorrogar el mandato en contra de su voluntad. El segundo efecto, y el más
significativo, fue la movilización urbana que pidió la renuncia de Baldetti y
el combate a un sistema en el cual la acción pública, de gobierno, se ha
convertido en fuente de riqueza al servicio de los gobernantes. Pérez creyó que
la prórroga a la CICIG reduciría las demandas ciudadanas y restituiría su
relación con Washington. Pero el terremoto apenas empezaba. Mientras los
ciudadanos pedían la salida de Baldetti, Washington enviaba mensajes de una
necesaria depuración. Los rumores y filtraciones sobre el retiro de visas
nuevamente fueron desatendidos por Pérez. Entretanto, en Florida, se anunciaba
el acuerdo de cooperación entre la Fiscalía Federal y Marllorie Chacón, lo que
puso a temblar a varios funcionarios vinculados con la lavadora. Los focos de
atención se posicionaron sobre Baldetti, pero en realidad, a quien Chacón
señaló en sus primeras declaraciones, eran a las autoridades del Ministerio de
Gobernación.
La falta de respuesta de Pérez Molina a los mensajes de la Embajada y el
Cronograma de Casos de la CICIG -que
partía de la premisa que su mandato no sería prorrogado- desató el Acto II de la trama. El Instituto
Guatemalteco de Seguridad Social, que no solo sirvió como fuente de
enriquecimiento para Juan de Dios Rodríguez, los gerentes del instituto y sus
comisionistas, sino también de plataforma para el asalto a la justicia, fue el
segundo golpe al esquema de corrupción e impunidad trazado durante el gobierno
patriota. La vinculación de Otto Molina Stalling, hijo de la misma magistrada y
asesor jurídico contratado como parte del esfuerzo por capturar las Cortes,
constituyó otra guidan más del pastel. Al final que con La Línea se
evidenciaron como los ríos de la corrupción salpicaban la justicia. Ante el
inminente destape de los casos de corrupción en Gobernación y la Policía
Nacional Civil, Pérez Molina prefirió actuar preventivamente. La salida de
López Bonilla buscaba evitar otro golpe más a un gobierno cuya credibilidad
descansa al ras del piso. La llegada de Eunice Mendizábal y Elmer Sosa, quienes
hasta el jueves era las cabezas del viceministerio encargados de temas
antinarcóticos, y principal aliado de la DEA en el país, envía el mensaje que
Washington tomará el control de las fuerzas del orden.
Con estas medidas, Pérez Molina busca mitigar la ira de Washington. Quién
sabe si será suficiente o si la Embajada demandará más concesiones. Lo cierto
es que al presidente le tocó aprender por las malas. La corrupción de su
gobierno generó una seria amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. Su
miopía o desfachatez le llevó a desatender las alertas de los meses anteriores.
Hoy su gobierno pende de un hilo y su continuidad ya no solo depende de la Embajada,
sino de la presión ciudadana que se generó tras el Golpe de la Embajada. Otto
Pérez no supo leer la geopolítica regional, y la estabilidad institucional del
país sucumbe debido a su soberbia y miopía.
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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