En una época en la que el
cinismo es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la
autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y
ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos
reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en
coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que
podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una
trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita
lo real para atraparnos” (3).
NOTAS SOBRE LA INSOLENCIA
Por Arturo Borra
La insolencia como réplica
al cinismo hegemónico.
Puede que nuestro objetivo no sea otro que “(…) hacer aparecer en la
práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y los
que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de otra especie; es un suplemento que,
cualitativamente, exige una sociedad que no se resigne a los escombros.
Hay que decidir entonces en esa línea divisoria: a cada instante, tenemos
que optar entre asaltar el orden del mundo o defenderlo. Quien declara no optar
ya ha optado por su defensa: toma partido por los que, en las condiciones del
presente, gozan los privilegios de su existencia.
El antagonismo no es electivo. La escalada que vivimos es de tal magnitud
que nadie puede sustraerse a sus efectos. En una situación histórica semejante,
lanzarse hacia aquello que parece inatacable es una apuesta de vida. Que las
posibilidades de cambio social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia
un horizonte que exige “más” no sólo de
los otros, sino también de nosotros mismos.
El riesgo de quedar atrapado es irreductible: “Es sabido que esta sociedad
firma una especie de paz con sus enemigos más declarados cuando les ofrece un
sitio en su espectáculo” (2). La catástrofe diaria del capitalismo nos desafía
a no retroceder ante ese riesgo.
Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que
las condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa
desapercibida sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para
encontrar cadáveres detrás de las grandes fortunas.
Se puede mirar hacia otra parte. Hacer del goce una justificación para el
autismo o convertir la resignación y el conformismo en religión oficial. Declarar los sueños en bancarrota, en nombre
de un realismo que alza como infranqueables los límites del mundo actual.
Reírse de los utopistas –denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo
imposible. Sospechar incluso cualquier proyecto que no se contente con lo
menos, esto es, ingeniería social local, política reformista, sacrificio graduado.
Como saben los situacionistas, no se trata de plantear fórmulas
revolucionarias generales. El lenguaje formulaico, al uso, es parte del
espectáculo de nuestros amos. Señuelos para los desprevenidos. La práctica del
cambio se gesta en una pluralidad de agentes sociales, sin centro unitario. Lo
que desafía lo espectacular no es un nuevo guionado, sino la ruptura activa de
la lógica de los papeles: la práctica de lo imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una articulación política de nuestra voluntad,
a través de un proyecto emancipatorio que no significa nada distinto a una
anticipación abierta de la instancia decisiva de la praxis. O, si se prefiere,
el borrador colectivo para no claudicar ante lo inaceptable.
Incluso si el fuego nos devora, ¿qué otra salida podríamos imaginar que no
sea dar vueltas en la noche? Cuando a plena luz del día el horror no espanta,
la oscuridad puede ser una forma de guarecerse para luchar. No hay reposo ni
reconciliación. Si llaman “inmadurez” a la negativa a dejar de cuestionar lo
heredado, nuestra decisión más razonable es aceptar la condena y resistirnos a
la normalidad de lo siniestro.
No vamos a negar que nuestra incompetencia para respetar el buen sentido es
máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual estructura del
mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué hacer? Nada de
eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La invención de
otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política nocturna» que se
abre paso hacia lo excluido.
La osadía política consiste ante todo en mantener abierta la pregunta por
el deseo colectivo mientras nos desplazamos. Ante la obscenidad cínica
convertida en moneda de cambio, la réplica es la insolencia kínica: el sabotaje
a una economía del cálculo, el desafío a la racionalidad del dominio que exhibe
con buenos modales su potencia homicida.
Contra el pensamiento inocuo –volver a pensar. Querer más es una
declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible
que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no
estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si
no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida
sería tanto más imprescindible.
Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro camino político.
Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su superficie es
cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera supervivencia). El
encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.
Tampoco vendrá nadie. Los desposeídos no verán restituida la justicia en
una experiencia mesiánica. El fin del mundo se aplaza a cambio de continuas
catástrofes. La promesa sólo nace de estos escombros. Es la que alzan los
albañiles de lo imaginario. No hay desencanto: contra el discurso de la
seducción, tampoco tenemos que aceptar la futilidad del mundo. Si morar es
parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio. Horadamos el baldío en el
que se amontonan los desechos.
En una época en la que el cinismo es hegemónico, la insolencia es una
actitud infrecuente: cuestionar la autoridad y las jerarquías, al fin y al
cabo, exige una osadía intelectual y ética más bien atípica, incluso en una
multitud de intelectuales y académicos reducidos a expertos del orden y a una
infinidad de artistas convertidos en coleccionistas de minucias. En efecto,
“(…) la insolencia es esa libertad que podemos expresar cuando nos liberamos de
los vínculos que nos atan, una trascendencia que sólo se puede vivir durante un
cierto tiempo, el que necesita lo real para atraparnos” (3).
No bastará, desde luego, con ser insolentes. Cuestionar lo que hay de
místico en la autoridad y de criminal en lo institucional es asumir un
compromiso que exige un trastocamiento de lo real antes de que lo real (la
prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo que hoy se inviste de un
aura respetable forma parte de una insólita práctica de libertad. Llegados a
este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una demanda de justicia que no
se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
Notas:
1. Debord, Guy (2000): In girum imus
nocte et consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
2. Debord, Guy, op.cit., p. 53.
3. Meyer, Michel (1996): La insolencia, Ariel, Barcelona, p. 134.
Publicado por LaQnadlSol
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