sábado, 16 de junio de 2012

AQUELLAS MANOTAS…

INTRODUCCIÓN

De él, sin ser maestro, aprendí los rudimentos de la lectura, en sus días de niñez y adolescencia; de las férreas dictaduras de Cabrera y Ubico. La escuela era lo de menos y el trabajo lo más. Nunca estuvo en un salón de clases, sin embargo, y a su manera; era un exégeta. Había leído la Biblia tres veces de pe a pa. Sabía de memoria pasajes enteros de las sagradas escrituras. Prolífico en las citas y referencias de las mismas. Manejaba a la perfección la técnica del libro abierto. Aunque un conservador religioso, no era fanático, comprendía a cabalidad el verdadero significado de las enseñanzas de Jesucristo, creía en un Dios todopoderoso, más no en los hombres de la iglesia. Nunca recibió instrucciones en solfeo empero, era un prodigio natural y con sus dedos gruesos y fuertes de labriego, de jornalero de pueblo y de albañil, con suma delicadeza esos dedos hacían cimbrar las cuerdas de la delicada mandolina. Los años han pasado y hoy, a cuatro años de su viaje, sin boleto de retorno, he empezado a vislumbrar su legado y su influencia.  Él era mi padre: José Manuel, “Don Chepe". Marvin Najarro. 


AQUELLAS MANOTAS AMADAS


Por Manuel José Arce
La Cuna del Sol

“Manotas” le decían sus compañeros de trabajo a mi papá en sus mocedades.

Tenía unas grandes manotas nobles, blancas, de poderosos dedos espatulados.  Unas manos demasiado grandes para su cuerpo que era más bien menudo. No puedo borrar de mis manos la sensación de seguridad que me daba el contacto con las suyas. Ni el gusto, el orgullo claro que sentía cunado veía trabajar aquellas manos que, a pesar de su tamaño descomunal, estaban dotadas de una inaudita habilidad para trabajos menudos.

Varias veces, en El Salvador, vi cerrarse en puños masivos las manazas de mi padre, y caer, como disparos de bombarda, sobre la fisonomía de un bellaco. En tales ocasiones bastó un mazazo rotundo.

Eran manos de hombre.

Eran manos que tenían un ojo en cada uña: cuando trazaba la caricatura de alguien, pareciera que su sistema de rayos equis corriera de la mano a la punta del lápiz. Sus de se movían nerviosamente a la caza de un alma que quedaría indefectiblemente al papel.

Cuando de niño me aquejaba alguna enfermedad o eran indispensables los reconstituyente y había jeringazos de por medio, aquellas manotas recias se volvían de algodón de feria y la inyección pasaba sin rastro de dolor.

En una ocasión presencié uno de los tantos milagros que brotaban de las manos de mi viejo: estábamos en San Salvador, la situación económica era precaria. Para pagar mi colegio él daba clases  de literatura en el establecimiento. El profesor de caligrafía de los cursos de bachillerato había renunciado a su cátedra para irse a otro país. Las autoridades del plantel estaban en un aprieto del que los sacó Don Manuel José  prometiéndoles un substituto para la semana siguiente. Esa misma tarde consiguió cuanto método de caligrafía le venía a la mano, consultó médicos amigos acerca de la estructura muscular de la mano, acerca de la columna vertebral y las mejores posiciones para escribir; consultó pedagogos amigos sobre la metodología de la enseñanza de la caligrafía y a partir de entonces, durante una semana, lo vi todas las noches, desde que me metí a la cama hasta que desperté a la mañana siguiente, llenando miles y miles de cuartillas de ejercicios caligráficos. Cuando se venció el plazo, se presentó a sí mismo como el catedrático que había prometido. Y aquel hombre, de escritura entorpecida por la prisa y los nervios, llegó a ser un excelente maestro y el poseedor de la letra más bella que he visto.

Sus dedos se adelgazaban sobre el cuello de la guitarra cuando no ya el instrumento sino sus propias manos cantaban canciones de su cosecha, alegres y chispeantes de picardía algunas, nostálgicas y tristes otras, bellas y dulces todas.

Parecían las manos de un médico, de tan limpias. Parecían las manos de un obrero, de tan fuertes. Parecían las manos de un santo. Parecían dos recias alas, dos fecundas herramientas, dos poderosas flores. Nunca vi tanta nobleza como en aquellas manotas amadas.

Hace tiempo que no las veo. Las besé una tarde y su frío me encaneció el alma. Las crucé sobre un crucifijo y las dejé dormir sin hacer ruido. Hace tiempo que no las veo. Me están haciendo muchísima falta.






Publicado por Marvin Najarro
USA.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buenas noches marvin este texto del que habla de su padre es muy hermoso, la verdad me recordo a él; a don Jose Najarro su papa y a la vez mi suegro, no cabe duda que el fue una persona muy especial a la cual la recuerdo con mucho amor. y al mismo tiempo me recordo a mi padre que lamentablemente ya no esta con migo, pero sabe? los dos tenemos algo en comun, que es haber tenido a dos padres realmente increibles.
David B.

madogaso dijo...

Usted el administrador de este lindo blog: quien escribio esta pagina en su sitio, no se puede imaginar las muchas veces que la he visitado (mínimo 20 veces) pues en muchas publicaciones del Facebook siempre menciono este hermoso escrito de Manuel José Arce.y su link (enlace) MUCHAS GRACIAS POR LLENAR MI ALMA CON DULCE NOSTALGIA!