domingo, 10 de junio de 2012

NO ME DEN MORALISTAS…







INTRODUCCIÓN


La moral es cuestión de gustos, dijo alguien por allí. Personalmente creo que es una manera de justificarse. El asunto es tratar, en la medida de lo posible, ser honrado con uno mismo. Estar consciente que tenemos más errores que virtudes, y no al revés. No intentar con la particular vida de entredichos que todos tenemos, ser modelo a seguir para nadie. Porque si no, corremos el riesgo que se diga, como a menudo se ha dicho de los cristianos evangélicos o católicos: (…) a los cristianos no se les reprocha por ser cristianos, sino porque no lo son.  Y afirmar con certeza, no del diente al labio, lo que dijera el apóstol Pablo en su oportunidad: “De los pecadores, yo soy el primero”. Pero la moral siempre ha sido una confusión conceptual, empezando por el hecho de que la mayoría de personas confunde ética (teoría de la moral) con moral (práctica de la ética). No debieran llamarse, pues, cursos de moral; sino de ética. Porque la moral, al final, es asunto de cada cual. De su vida, de su práctica, de sus interactuaciones. Pero no existiendo código universal al respecto, porque cada cultura se crea su propia civilización (según Bergson) el meollo del asunto  -la mejor moral- está como decían los abuelos, en “ser juez de su propia conciencia”. Ser autocríticos. Darnos cuenta de lo que hacemos mal y corregir. Los mea culpa no llevan a ningún lado cuando no se acompaña el arrepentimiento con la práctica de reparación del daño causado, porque el perjuicio hacia otro ser humano se hace de tres maneras: por intemperancia de la palabra, por la acción descomedida y por hacerse el baboso (la omisión) cuando hay un hermano o compañero urgido de solidaridad y nos hacemos los tacuacines. Cada cual, en última instancia, debe vivir su vida como le plazca, en tanto no perjudique a los demás, porque entonces, incontestablemente, hemos cometido un error craso y no una nonada. Luciano Castro Barillas.







NO ME DEN MORALISTAS

 


















Por Manuel José Arce


“El que mucho se perfuma tiene algo que mucho hiede…”, dice el refrán popular. Esto es una cuestión muy personal: no me gustan los moralistas. Y le aclaro, lector amigo, que soy monógamo, no soy homosexual ni drogadicto, ni he dado muerte a nadie y que, sin ser un dechado de virtudes, siempre he tratado de ser honesto. Pero los moralistas no me gustan.

He conocido a muchos. Su conducta es siempre similar: hacen alardes públicos, notorios, de un inflexible código que tratan de imponer a los demás a toda costa. Son tan hipócritas que, sin duda alguna, viven arrojando la primera piedra bíblica. Son lapidadores por excelencia. Incurren en varios errores. Consideran, por ejemplo, que la conducta de los demás es asunto que les pertenece a los moralistas. Pero eso sí, su propia conducta es asunto que no le incumbe a nadie, es “vida privada”, es intimidad personal.

Otro error grave en el que suelen caer es el de enarbolar una “moral” rígida, invulnerable al tiempo. Y es lógico que sea así: como por lo general el moralista no aplica su propio código, ignora que la “moral” cambia constantemente, que son valores relativos, subjetivos, personales. Pongamos algunos ejemplos:

Hace una cincuentena de años, el divorcio era un escándalo terrible, un atentado contra la moral de la sociedad. La mujer divorciada quedaba frecuentemente imposibilitada para rehacer su vida y en entredicho.

Una falda que permitiera ver la pantorrilla de una dama era el colmo del erotismo y de la inmoralidad.

Una dama no podía asistir a un cabaret, ni usar pantalones, ni montar a caballo con las piernas abiertas, ni hablar de su menstruación, ni tener hijos sin haberse casado, ni tener relaciones sexuales prenupciales.

¿Lo ve? El divorcio actualmente da, tanto al hombre como a la mujer, la posibilidad de enmendar un error. La minifalda ha sido una de las modas más saludables y más des-erotizantes.  La mujer de hoy puede ir a cualquier parte, hablar de cualquier cosa, participar activamente en la vida, ha ganado derechos y ha adquirido responsabilidades.

Para mí, no es indebido comer carne de marrano, pero para un musulmán o un judío sí lo es. ¿Tengo por ello derecho a meterle un chicharrón en el gaznate a quien no piense como yo?

Yo tengo solo una mujer  -y es suficiente-, pero mi compañero iraní de la Universidad de Besancon tenía tres. ¿Estaba yo obligado a quitarle una, o a adquirir otras dos, o a volverlo monógamo de cualquier manera?

No. La “moral” no es una piedra inamovible. No es un código exacto. No es una ley universal.

Eso que llamamos “moral” es algo muy íntimo, muy de cada uno y en lo que cada uno tiene que ser personalmente honesto. Es una cuestión de conciencia, motivo de sinceridad para con un mismo.

De ahí que, en cuanto veo que alguien cacarea y moraliza desde un medio de difusión y trata de imponer sus personales conceptos a los demás, lo primero que hago es preguntarme ¿ y éste? ¿Qué problemas tendrá éste con su conciencia, con su moral?

Porque además, amigo lector, no me diga usted que no: sé de cada “moralista”…, ¡hay cada sepulcro blanqueado…!










Publicado por Marvin Najarro
CT., USA.

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