viernes, 8 de junio de 2012

DESAPARECIDOS...





INTRODUCCIÓN



A esta respetable familia, particularmente a don Adriancito -como cariñosamente se le llamaba en nuestra pequeña ciudad- lo conocí cuando frente al parque central de la ciudad de Jutiapa, al lado sur, instalaron su negocio de pompas fúnebres de nombre  “Funerales Gayoso”. Traté más a Toño en la adolescencia que a Adriana, pues este muchacho inteligente e inquieto le daba mucho callo, es decir, mucho que hacer a un padre cariñoso, amplio y comprensivo como fue siempre don Adriancito. A don Adriancito lo conocí y lo traté en ocasiones cuando en las fechas de aniversario de un alcohólico en rehabilitación,  en el grupo de  Alcohólicos Anónimos “Jutiapa”, acompañaba a mi hermano Carlos, quien estaba en esa terapia de grupo, en mi caso únicamente para comer canshules o chuchitos y tomar café. Toño acompañaba a don Adriancito a hacer lo mismo y por una escondida inclinación que compartíamos ambos: nos gustaba fumar. Allí circulaban con prodigalidad los cigarrillos y conseguíamos un par de ellos para fumarlos a escondidas, en tanto un alcohólico en proceso de recuperación, desde la tribuna, daba su testimonio de las terribles amarguras del alcoholismo. Toño y yo echábamos humo, como locomotoras,  fuera del recinto, por pudor, pues también se podía fumar en el interior de la sala, pues por esos años se ignoraba los gravísimos perjuicios del tabaco.

Con Adriana era otro el asunto. Era una chiquilla despierta e igualmente inteligente, llena de vida, alegría y coquetería, como correspondía a su edad. Todos los adolescentes de esos años la mirábamos embobados, pero alguien se nos adelantó a todos: Darío. Era mayor que todos nosotros y tenía, indudablemente, la prerrogativa en la persuasión. Además Darío era guapo. Nada feo, el compa. Terminaron enamorándose y constituyeron una familia, donde nació Chagüita (Rosaura), ya que así se llamaba la abuela; doña Chagua, excelente artista en la elaboración de comidas tradicionales. Todas las cenas o almuerzos de las bodas o graduaciones de esos años se las encargaban a doña Chagua y a su hija Yoya, quienes con puntualidad y dedicación aliñaban las viandas más exquisitas. Pero esos años de alegría, de calma, eran el preludio de acontecimientos trágicos, demoledores, que estaban por llegar en aquellos años y que nadie los intuía en su magnitud. Personalmente (por los riesgos de la militancia y el temor) tenía en mi casa un arma automática ofensiva para sacrificarnos todos (mi esposa, mis dos niñas y un niño). Tuve la suerte de que eso no pasara. Pero no fue la suerte de la familia Portillo. La situación se estaba tornando peligrosa para todos y ese año de la tragedia de esta apreciada familia (que yo no supe sino a los meses, en los Estados Unidos) salí yo para Los Ángeles, desconectado,  en diciembre de 1981.

Ya no supe más de ellos, hasta que un día (hace 8 meses que medio aprendí el uso de la Internet a instancias de Marvin Najarro y su inquietud por crear una revista de comentarios políticos) apareció una solicitud de amistad de  Antonio Portillo en Facebook, pero no le contesté porque no sabía cómo hacerlo. Y quedé con pena  -tímido que soy- patentizándote hoy, Toño, mis disculpas por esa situación.

La lucha por la justicia, pues, sigue. Y los apuntes anteriores no son de nostalgia (no me gustan las actitudes románticas de refocilarse en el pasado sentimentalmente) sino de constatación de una vieja amistad. El mérito de todo luchador social, de todo revolucionario, no está en lo que ha hecho, sino en lo que está por hacer. Nosotros  -lo digo por muchos compañeros que vivimos en este sufrido y atormentando país-  no nos desmovilizamos ni política ni ideológicamente. Estamos erguidos hasta el final y nos damos por satisfechos de haber llegado a los 56 años. Esperamos como siempre cualquier cosa, y no es que no nos importe. Lo que pasa que a estas alturas de la vida ya no nos preocupa. Muchos saludos Adriana y Toño. Luciano Castro Barillas








DESAPARECIDOS



 Adriana Portillo - Bartow sosteniendo las fotografías de sus dos hijas desparecidas en el conflicto armado en Guatemala, Glenda Corina y Rosaura Margarita Carrillo Portillo.







        Glenda Corina Carrillo Portillo     Rosaura Margarita Carrillo Portillo       

              Glenda Corina                                                 Rosaura Margarita 





Por Adriana Portillo - Bartow

Chicago, 3 de enero, 2012


Dicen que físicamente nosotros y nosotras habitamos nuestros cuerpos y que emocionalmente los recuerdos nos habitan a nosotros.  Los recuerdos le dan forma a nuestros pensamientos, nuestro comportamiento, y nuestras emociones. Como madre, como hija, y como hermana, aún después de treinta años, estoy marcada y soy perseguida por los recuerdos. Recuerdos que me han convertido en la memoria misma de ese día, 11 de septiembre de 1981.


Una mañana fresca y soleada en septiembre del año 1981, mi padre Adrián, mi madrastra Rosa y su hija Alma, de 18 meses, y Toni, una de mis cuñadas con su pequeño hijo Byron, arribaron en Jutiapa, la ciudad en la que yo había vivido por más de 17 años, ciudad a la que llegué con mis padres, una hermana y seis hermanos a los doce años, donde me casé y donde nacieron mis cuatro hijas.  Llegaban buscando un respiro a la ola de violencia que azotaba no solo la ciudad capital sino el país entero, dejando una larga hilera de cadáveres a la vera de los caminos, desaparecidos, y cientos de comunidades paralizadas por el terror institucional. Eran los años de los temidos generales hermanos Romeo y Benedicto Lucas García, del Coronel German Chupina Barahona, de los señores Pedro García Arredondo, Manuel de Jesús Valiente Téllez, y Donaldo Álvarez Ruiz. 

Durante los pocos días que permanecieron en Jutiapa, planificamos una fiesta de cumpleaños para Uri, hijo de mi hermano Antonio, y quien cumpliría en unos pocos días su primer año. La fiesta tomaría lugar el día domingo, 13 de septiembre en la residencia de mi padre, en la ciudad capital. El jueves 10, alrededor de las cuatro de la tarde, mi padre y el resto de la familia que lo acompañaba se adelantaron y regresaron a la ciudad acompañados por mi hermano Antonio, Edilsa, la novia de mi hermano Manuel, y mis dos hijas mayores, Rosaura y Glenda, de diez y nueve años, respectivamente.  Estela y yo, junto con otros niños y niñas de la familia, nos reuniríamos con ellos al día siguiente. Nunca nadie imaginó que en menos de 24 horas nuestras vidas cambiarían dramáticamente para siempre.

Al día siguiente, como a las dos de la tarde, mi cuñada Estela, mis sobrinos, Uri y Brenda, y yo arribamos a la casa de mi padre después de un lento y aburrido viaje de casi cuatro horas. Mis dos hijas menores, Cinthya y Johana, de 7 y 4 años, habían decidido permanecer en Jutiapa con su padre y su abuela. Era una tarde soleada, tibia, y profundamente letárgica. Habíamos abordado uno de los viejos y aporreados buses que acarreaban los miles de pasajeros a sus diferentes destinos a través del laberinto de calles empolvadas y sucias de la gran ciudad. Nos había tomado más de cuarenta y cinco minutos llegar desde la terminal de autobuses en la zona 4 hasta la calle polvorienta y llena de hoyos en la zona 11, donde mi padre residía. La casa que alquilaba era pequeña, de un piso, con una puerta de metal pintada de negro, una ventana enrejada y un zaguán de metal pintado de color café rojizo. Estaba ubicada a solo una cuadra del mercado del Trébol, el cual se encontraba casi desierto a la hora de la acostumbrada siesta.

Cuando nos acercamos a la casa, observamos que la manzana estaba completamente rodeada por auto patrullas de la Policía Nacional y por camiones y jeeps del ejército de Guatemala. También pudimos observar algunos vehículos con ventanas polarizadas y sin placas. Al llegar al zaguán, el cual estaba abierto, inmediatamente fuimos rodeadas por un grupo de hombres fuertemente armados, portando ametralladoras y escuadras calibre .45mm. Algunos de ellos vestían de particular, otros vestían el uniforme del ejército, y otros vestían el uniforme de la policía nacional y del comando SWAT.

A pesar de que miles de veces he regresado a los eventos de ese día -buscando información, pequeños detalles que pudieran llevarme a entender lo ocurrido esa tarde en casa de mi padre, me es todavía muy difícil encontrar las palabras necesarias para expresar lo vivido durante el corto tiempo -o fueron horas?- que estuve ahí. En un segundo el mundo se convirtió en un sueño, una escena de película en cámara lenta. En un segundo el alma abandonó mi cuerpo, el cual sentía pesado y líquido al mismo tiempo. No era yo la que estaba parada frente a la casa de mi padre, paralizada por el terror, pronunciando palabras que parecían provenir de la boca de una extraña. Todavía puedo ver a esa mujer detenida en el tiempo, frente al grupo de hombres que lavaban el piso del garaje de la casa de su padre. Todavía puedo verla con dos pequeños niños agarrados de su mano, junto a la madre de estos muy cerca de ella. Esa mujer, esa tarde, fue testigo de una escena que probablemente había tomado lugar millones de veces a largo de la historia de la humanidad, y sin embargo, a ella le parecía que ocurría por la primerísima vez.

Estela y yo fuimos interrogadas por quien parecía ser el jefe: un hombre bien parecido, de cabellos rizados, ojos claros--verdes tal vez--y quien parecía tener entre 30 y 35 años de edad. Vestía lentes de aro delgado de metal y bigote muy fino. En la cintura acarreaba un arma calibre .45 mm y tenía un radio transmisor en la mano. Recuerdo muy poco de los hechos acaecidos esa tarde, pero todavía recuerdo con increíble claridad sus preguntas: "¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? ¿Qué hacen aquí? ¿Han estado ustedes aquí antes? ¿Cuál es la relación de ustedes con las personas de esta casa? ¿En que trabajan? ¿Habían visto este perro antes?” refiriéndose a Orco, el perro Pastor Alemán de mi padre. El jefe y sus acompañantes, en un momento aseguraban que nadie se encontraba en la casa y en el siguiente que entráramos porque mi padre esperaba por nosotras dentro de la casa. En un momento aseguraban que mi padre se encontraba camino a Jutiapa y en el siguiente bromeaban, diciendo que no tenían la menor idea acerca del paradero de mi padre. Nos pedían que por favor entráramos, que no tuviéramos miedo, que no nos harían nada. ¿Cómo podríamos hacerles daño si cargan niños con ustedes?”  Durante el tiempo en que fuimos interrogadas, una voz interior murmuraba: "Tal vez confundimos la fecha…tal vez papá se cambió de casa y olvidó decírnoslo…tal vez todo esto es un sueño…por favor...que alguien me despierte y me pegue...en la cara...por favor... despiértenme…por favor…" 

Cuando finalmente comprendimos que no obtendríamos ninguna información por parte de ellos, les dimos las gracias -los guatemaltecos somos personas de buenas maneras, aún frente a la muerte, y nos alejamos. Habíamos recorrido solo unos cuantos pasos cuando, de golpe, la realidad me golpeó: mi padre, mi madrastra, mi cuñada y mi hermanita - y solo entonces recordé -mi hijas, Rosaura y Glenda, se encontraban en esa casa y habían sido capturadas por las fuerzas de seguridad del gobierno del general Lucas García. Eso solo podía significar que habían sido ahí mismo asesinadas o llevadas a algún lugar y luego desaparecidas. El mundo -mi mundo- había sido destruido para siempre. Todo pareció detenerse en tiempo y espacio y entonces…con mis sobrinos agarrados fuertemente de la mano, empezamos a alejarnos rápidamente de la muerte. Íbamos buscando la vida, hacia donde los taxis se encontraban parqueados, a solo una cuadra de El Trébol. La muerte se dio cuenta de que había cometido un gran error al no detenernos y nos perseguía. Habíamos sido testigas de un crimen abominable.

A muy poca distancia un chofer de taxi, había a su vez sido testigo de todo lo ocurrido. Sentado frente al timón, con las puertas de su automóvil abiertas y el motor en marcha, el desconocido nos hizo una señal para que abordáramos el taxi. Deambulamos en silencio no sé por cuanto tiempo. El silencio de él quizá en señal de respeto hacia nuestro silencio; el nuestro por no entender lo que había ocurrido en casa de mi padre. Cuando finalmente pudimos darle la dirección de mi cuñada Toni, simplemente asintió con la cabeza y encaminó su carro hacia allá. Cuando llegamos a la dirección señalada, el desconocido esperó tranquilamente a que nos bajáramos y luego se alejó, despacio, para nunca más volver a encontrarnos.

Ya en la casa de mi cuñada en Mixco, vimos las noticias por televisión; transmitían la versión oficial de lo ocurrido en casa de mi padre: “Un reducto guerrillero de la organización ORPA había sido detectado por las fuerzas de seguridad del gobierno”. El parte oficial dado a conocer por todos los medios de comunicación aseguraba que “El reducto guerrillero había sido encontrado desocupado, que se presumía que los delincuentes subversivos se habían dado a la fuga y que se encontraban probablemente de camino a Cuba o la Unión Soviética”. El noticiero Aquí el Mundo también reportó que vecinos aseguraron “haber escuchado balazos en el momento del arribo de las fuerzas de seguridad al reducto guerrillero”.

Esa misma tarde, en casa del jefe de mi hermano Antonio, en la zona 5, nos reencontramos con mi hermano, quien nos informó que él y mi padre habían salido de la casa como a las ocho de la mañana, rumbo al local en la Avenida Elena, donde él trabajaba. Fue ahí donde cuatro hombres fuertemente armados, que se conducían en "Broncos" con ventanas polarizadas y sin placas, secuestraron a nuestro padre Adrián, en presencia de unas ocho personas incluyendo mi hermano Antonio, marchándose rumbo al centro de la ciudad. Eso quería decir que en casa de mi padre, a momento del arribo de las fuerzas de seguridad, se encontraban únicamente mi madrastra, mi cuñada Edy, la bebé de diez y ocho meses, y mis hijas Rosaura y Glenda.

Nunca más volvimos a saber de ellos. Mi padre, las dos mujeres y las tres niñas son parte de esa larga lista de hombres, mujeres, y niños y niñas desaparecidos en Guatemala.
La memoria de ese día, hace ya treinta años, permanece incrustada en mi mente y espíritu como una bala que ha quedado atrapada en una parte inalcanzable de nuestro cuerpo, como la marca dejada por el hierro candente sobre la piel de un animal, o como un ataúd enterrado profundamente bajo tierra. 


Historia originalmente publicada en 1994 y luego el 3 de enero 2012 en blog


Mas información a cerca de los niños y niñas desaparecidos durante el conflicto armado en Guatemala se puede encontrar en la recientemente creada página en Facebook Dónde Están los Niños y las Niñas /// Where are the Children (WATCH)








Publicado por Marvin Najarro 
CT., USA

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