INTRODUCCIÓN
Esta entrevista fue realizada en 1987 por el periodista guatemalteco José
Eduardo Zarco, de conocida familia conservadora y propietaria de uno de los
principales periódicos del país (Prensa Libre). Fue autorizado a visitar la
llamada Escuela de Adiestramiento y Operaciones Especiales Kaibil situada desde
su fundación, en 1975, en localidad de La Pólvora, municipio de Melchor de
Mencos, departamento del Petén. La escuela kaibil es conocida con el nombre de
El Infierno Kaibil. De dicha visita surgió una serie de ocho artículos
publicados por el periódico de su propiedad, el sexto de los cuales detalla el
llamado “destazamiento de la mascota”. Esta entrevista La Cuna del Sol la hará
por entregas, dada su extensión, en conmemoración de un aniversario más de la muerte
de monseñor Juan Gerardi, ejecutado por esta clase de personas a los dos días
de haber entregado el documento del proyecto Recuperación para la Memoria
Histórica. El asesino material, por cierto, era de la aldea Río de Paz,
municipio de Quesada, Jutiapa; quien por némesis divina, fue decapitado por
pandilleros a raíz de un motín en la cárcel donde estaba recluido, jugando
después de consumado el hecho un partido de fútbol con su cabeza -como el más
terrorífico balón-, en tanto la policía tomaba el control del penal. Luciano Castro Barillas.
UN MODELO DEGRADANTE
DE FORMACIÓN MILITAR
Primera Parte
Cada alumno del “curso kaibil” recibe al
llegar, a modo de mascota, un pequeño cachorro de perro que a lo largo del
curso debe alimentar y cuidar. Llegada ya la parte final del curso tiene lugar
la ceremonia aquí referida. He aquí su descripción literal:
“A ver usted, tráigame
ese perro”, le dijo (el oficial instructor) al individuo que tenía el chuchito.
“¡Kaibil!”, respondió el soldado, y contra la voluntad del animal lo llevó
frente a su profesor. “Cuélguenlo allí, en el tronco, y proceda a matarlo”, le
ordenó. El otro agarró al perro por las patas de atrás, mientras su cuas (compañero) le apretaba el hocico
para que no lo mordiera. El canino se orinaba del miedo y los gemidos que daba
eran feos (…) Una vez amarrado de las patas y de la trompa, el kaibil recibió,
una vez más, la orden (…), y éste, con su machete, le cortó el cuello. La
sangre cayó en una olla donde habían recogido la de los otros animales muertos
anteriormente, y el perro dejó de ser mascota y pasó a ser comida”.
Continúa así la descripción del ceremonial
kaibil:
“Destazaron al chucho
(…) y después el instructor les ordenó que pusieran el cuerpo junto con el de
los demás animales que habían sido procesados.
Luego se les ordenó hacer una fila, y uno a uno fueron recibiendo una porción
del contenido de aquella olla, que consistía en una mezcla de sangre con hígados y vísceras comestibles, todas ellas
crudas (los kaibiles no lo sabían, pero sin que se dieran cuenta se había agregado
limón y cebolla al recipiente para que el sabor fuera similar al de un
ceviche). (…) Las caras que hacían cuando les introducían en la boca su pedazo
eran tan impresionantes como la escena de la muerte del canino, pero, según me
explicó mi edecán, el comando debe
perder el asco a la sangre, pues en la vida real siempre existe la
posibilidad de encontrarse ante situaciones donde la sangre abunda, y en esos
casos lo peor es perder el control. “Puede significar la vida o la muerte”, me
indicó.
Queda demasiado claro, a la luz de los
testimonios aquí referidos, que ese “perder el asco a la sangre” se convirtió,
para algunos militares guatemaltecos (oficiales y soldados) no sólo en la
pérdida de ese hipotético asco, sino en una predilección morbosa por ese fluido
vital, que no sólo hacían derramar en gran cantidad sino que, en ocasiones,
también lo saboreaban gustosamente, como ya vimos en testimonios anteriores.
Hay que señalar también el dato de que, en años anteriores pero no muy lejanos
(la Escuela Kaibil inició su funcionamiento doce años antes del citado
reportaje periodístico), esta misma ceremonia kaibil del “destazamiento de la
mascota” se efectuaba de otra forma más brutal: el perro no era degollado con
machete, sino muerto a mordiscos en el
cuello por el kaibil, quien con sus propios dientes tenía que cortarle la
yugular y succionar su sangre, según consta en material fotográfico de la
época.
Recordemos, por otra parte, que esta forma de
matar al animal la efectuaba el mismo kaibil que lo había recibido, siendo un
cachorro, al iniciar el curso y lo había cuidado y alimentado a lo largo de él.
Si este trato y cuidado había producido un cierto sentimiento, quizá
inevitable, de relativo cariño hacia el pequeño animal, este factor
afectivo -grande o pequeño- tenía que ser brutalmente atropellado cuando
la misma persona que lo cuidó tenía que morderle la yugular para desangrarlo,
cumpliendo así el doble objetivo propuesto: el conseguir perder el asco a la
sangre, y sobre todo, el primero y principal: endurecimiento militar de kaibil.
No resulta, pues, demasiado extraño que este
tipo de prácticas formativas (en
cursos como el kaibil, muy valorado dentro del ejército de Guatemala), así como
otras prácticas docentes igualmente educativas
que veremos a continuación, hayan degenerado en una mentalidad militar
capaz de producir casos de extrema degradación. En efecto, ya hemos visto en
páginas anteriores la forma en que fueron tratados los prisioneros, añadiendo a
las torturas y a la muerte las más repugnantes formas de humillación. Pero
estas humillaciones prácticas no se limitaban, como en los casos ya vistos, al
castigo de los prisioneros: también los soldados en su instrucción (y no sólo
en unidades especiales sino normales) eran obligados en sus prácticas de
entrenamiento a ingerir heces humanas,
según sus propios testimonios prestados ante la Comisión de Esclarecimiento
Histórico.
“Seguimos sacando el
curso de Tigres”, así le llaman, que es de tres meses, y al final nos hicieron
una práctica, autorizada por el comandante (…) Consistía en estar preparado
para hacer una serie de maniobras y, por último, de noche, había que acarrear
unos tambos (bidones) en los que había popó (excrementos) de ellos mismos, y
había que echarlos en unos botes, y de allí nos lo metían, y de último nos lo hicieron comer. Todo fue el campo de fútbol.
Algunos vomitaban, pero más les daban para que se lo tragaran; eso fue el curso
de Tigres”.
Dentro del período de instrucción se incluían
pruebas como las siguientes, relatadas por un sargento segundo que, todavía
como soldado, tuvo que soportarlo durante su fase de formación:
“… lloré amargamente
en la última fase del entrenamiento, que se llama olores, sabores y sonidos. Debes decir el olor que sientes, el sabor
que sientes y el sonido que oyes (…) Después te tapan los ojos y te dejan sólo
con la nariz, y tienes que decir qué producto es. Después te tapan la nariz y
nos hacen probar un montón de babosadas. La
mierda es cuando me he sentido más humillado, heces humanas, uno con un palo te
lo pone en la lengua, grasa, aceite quemado, tierra o lo que ellos
encuentran. Después te traen en un bote una mezcla de heces y meten tu mano, y
es obligatorio, y hay garrote para pegar al que no lo haga. Cuando uno siente el
sabor y el olor, comienza a vomitar. Yo me tiré y me revolqué, y dije que eso
es una mierda, no sentía el dolor. Ya había pasado el entrenamiento físico, los
golpes en el estómago, el dolor, yo ya llevaba una buena forma física, y en esa
fase, en la última, es cuando yo me sentía malísimo, humillado, lloré
amargamente, es lo peor que he pasado en mi vida. Después nos llevaron a comer,
esa noche no hubo comida, daba asco comer, después no comer queríamos”.
Estos entrenamientos, incluyendo estas prácticas coprofágicas forzadas,
afectan a todos los soldados, incluso a los más jóvenes y recién incorporados
con 17 años, ya los reclutados por la fuerza, llevados por sorpresa allí donde
el ejército “les agarraba”, según su expresión más usual, incluso algunos a la
edad de 16 años. He aquí el relato personal de otro testigo que padeció en sus
carnes este tipo de formación:
“El entrenamiento
duraba tres meses. (…) Había gente de 16 y 17 años. Había como tres de 16 y
unos de 35, de 17. Uno de 16 era de Jalapa, otro de Mazatenango, que no
aguantaba por su capacidad física. (…) Yo mismo tenía 17 años. En la compañía
fueron muchos forzados, los de Jalapa, Retalhuleu y Quiché. De Retalhuleu había
como cinco de tercero básico que estaban estudiando y los agarraron. Se
lamentaban de no poder seguir estudiando. (…) Los agarraron en las calles de
día, a otros en el campo de fútbol.
Publicado por La Cuna del Sol
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