domingo, 29 de abril de 2012

EMPIEZO A FATIGARME DE ESTAS COSAS…

INTRODUCCIÓN

¡Ah, los Tartufos que somos todos en este mundo! La integridad cuesta tanto y caro a los seres humanos. La hipocresía y la falsedad son gratuitas. De mala levadura pareciera que estamos hechos la mayoría de los hombres que muchas veces no podemos ser nosotros mismos, aunque afirmamos que sí. Este personaje de Jean Baptiste Poquelin Moliere, el gran dramaturgo francés de los años de La Ilustración, es un pícaro personaje que apoyándose en la inigualable maña de su retórica de sacerdote católico, seduce a Elmira, una mujer casada, con palabras místicas, ante lo cual la “buena” cristiana se suma a la cohorte de hipócritas desde el momento en que escucha y se emociona cuando Tartufo le declara: “Vuestra honra conmigo no corre peligro, todos esos galanes de la corte que vuelven locas a las mujeres son ruidosos en el hacer y vanidosos en el hablar… Tenéis conmigo asegurado el secreto, amor sin escándalo y deleite sin temor…”. Manuel José Arce  -un hombre íntegro, aunque no exento de errores-  vuelve a sentirse defraudado por la condición humana, no obstante, su falta de credibilidad en los demás, en los “amigos” sobre todo, no le hacen perder al final la fe en la vida y se recompone (como el gato lanzado de espaldas) ante el pesimismo e invoca, sin decirlo,  a la tolerancia. No se trata tampoco de cederle el lugar a la suspicacia, a la desconfianza vulgar  -como los zamarros politiqueros guatemaltecos- pues a cambio de esa actitud catódica,  preferible es el candor. Luciano Castro Barillas.


EMPIEZO A FATIGARME DE ESTAS COSAS

Por Manuel José Arce

La suciedad de los intachables. La tontería de los doctos. El interés de los desinteresados. La enemistad del amigo. Tantas cosas. Tantas máscaras. Tantas ridiculeces solemnes. Confieso que estoy fatigado. Fatigándome. Del que llega a mi casa con cara de amigo y con un cuchillo oculto para mi espalda. Del que pregona mi pobre nombre y trata de echar veneno en mi alegría. Del que vele por mis intereses y se amarga con mi tranquilidad.


Por eso un día de estos me cambiaré de nombre y apellido. Dejaré la cédula en la lista de cartas extraviadas y empezaré a hacer otra cosa. Tengo ganas de inventar un nuevo diccionario, una nueva guía telefónica, un nuevo atlas mundial, una nueva Constitución de la República.


Ocurre que cada día creo en menos cosas y en menos gentes. Ello no quiere decir que me disguste la vida. Al contrario: el mío es un escepticismo alegre, lleno de ternura. Pero no sé cómo hacer para que me vuelva a inflamar el mismo fuego de antes, la misma pasión. Sólo el amor me queda. Y eso sólo gracias a la Salvavida miagrosa. Por lo demás, los flamígeros discursos me aburren; los héroes y los apóstoles me dan sueño; los filántropos y sus trampas me parecen un chiste viejo demasiado repetido, los genios de la aldea me provocan una risa cansada con sus llantos constantes por la incomprensión atmosférica y los tremebundos intelectuales, los pozos de ciencia, los organizadores de complicados proyectos y profundas comisiones me parecen pobres payasos en busca de circo.


Y es que no puede ser de otra manera. Todo es carnaval. El delicioso apóstol de los pobres que explota la miseria con su cadena de palomares[1]; la jovencita de los aspavientos púdicos que por la noche hace la 5ª. Avenida o casi, el supervirilísimo Don Juan que, al inicio de la senilidad, necesita contrarrestar los gestos feminoides inocultables, saltando de cama en cama; la dama liberadísima que ha creado una nueva esclavitud; la institución dignísima que (en la trastienda) no es sino un comercio de los más viles; la estatua y su falsario; el himno y sus mentiras; el ateo que resulta católico de armario; el creyente de público fervor, que resulta en la intimidad un zamarro de siete suelas.


¡Tartufo! Tartufo era un niño de teta al lado de todo este lindo juego social. Y yo, pobre tonto de mí, que no puedo sino no fatigarme de todo eso. De la suciedad de los intachables. De la tontería de los sabios. Del interés de los desinteresados. Etcétera, etcétera y otra vez etcétera.




[1] Se refiere al sacerdote José María Ruiz Furlán, padre Chemita, párroco de la zona 5, quien era propietario de gran cantidad de bienes inmuebles en la ciudad capital, incluidos los palomares, tugurios indignos en los barrios populares arrendados por este peculiar y ambicioso cura.








Publicado por Marvin Najarro
CT., USA.

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