En la mesa de al lado
siempre se representa en tono jocoso la tragedia de nuestra época. Da un poco
de miedo pensar en estos jóvenes felices, necesitados de fe, estremecidos de
desorientada humanidad, el día en que no puedan pagar la cuenta del restaurante
y no tengan un jefe de ventas al que admirar.
LA CONVERSACIÓN DE
LA MESA DE AL LADO
Por Santiago Alba Rico
La
Calle del Medio
Para comprender lo que es la literatura basta con escuchar una conversación
entre desconocidos, desde la distancia de otra mesa, en un café o en la
antesala de un médico. Siempre hay algo solemne, ridículo, teatral, en las
palabras más banales y sinceras que se intercambian dos personas cuya vida no
conocemos desde dentro, cuyos discursos no hemos trenzado con los nuestros.
Todos los desconocidos son personajes de ficción o muñecos de guante, movidos
trabajosamente por clichés que asoman muy visibles, como hilos y cartones, bajo
la ropa. Pero nosotros, en cuanto que desconocidos para los desconocidos, no
somos tampoco más profundos o singulares. Por eso, para averiguar lo que somos,
para comprender el mundo en el que vivimos, es muy bueno reducirlo a sus engranajes
comunes -a una especie de maqueta a escala- y para eso nada mejor que
sorprender una conversación entre desconocidos en un local público.
Hace unos días, en Barcelona, mientras cenaba en un restaurante popular del
Rabal, me quedé prendado de la conversación de cinco jóvenes desconocidos que
comían en la mesa de al lado. Eran cinco jóvenes “emprendedores”, como los
nombra el lenguaje de la crisis, que trabajaban en una empresa multinacional
con distinto grado de responsabilidad. Habían bebido y comido copiosamente y
trataban al viejo camarero con desenvoltura y superioridad mientras se
intercambiaban -tres mujeres y dos hombres- bromas un poco picantes de un
convencional y rutinario machismo. Su aplomo y seguridad, y el placer de esa
cena compartida, se fundaba en el privilegio de su situación: tenían trabajo y,
a juzgar por la ropa y el menú, bien remunerado. De hecho, sólo hablaban del
trabajo: chismes sobre jefes y compañeros, viajes de negocios, diminutos
agravios y esperanzas de promoción. Lo primero que me llamó la atención fue, en
efecto, la pequeñez casi solipsista del mundo en el que se movían sus vidas y
su conversación. Lo que compartían entre ellos sólo lo compartían entre ellos.
Por más asombroso que parezca, en 50 minutos no pronunciaron una sola frase lo
suficientemente general -ni siquiera de fútbol- como para que cualquier otro ,
desde fuera, hubiera podido intervenir para asentir o disentir. No hay
conversación más privada -privada en todo caso de sentido general- que la que
habitualmente desarrollan los trabajadores de clase media del sector terciario
capitalista: ninguna secta, ni siquiera la de un partidito de la izquierda
argentina o madrileña, alcanza ese nivel de especialización acósmica, sin
mundo, propia más bien de los protozoos y los coleópteros.
Compartían claves secretas, a modo de antenas o tentáculos, y compartían
también -digamos- una filosofía de la vida. El más veterano de todos ellos, un
hombre que se jactaba trágicamente de tener casi cuarenta años, la expuso en
pocas palabras ante el silencio reverencial de sus amigos: “Si no te crees lo
que estás haciendo no lo haces bien. Como persona y padre de familia, necesito
creer que la empresa para la que trabajo es la mejor del mundo. Aunque produzca
veneno para ratas o armamento nuclear, necesito convencerme de que es la mejor
de su sector. Si no consigo convencerme, no hago bien mi trabajo; no consigo
vender ni veneno para ratas ni armamento nuclear. Tiene que haber algo detrás.
Somos humanos”. Una ambición de excelencia, un prurito de calidad, la droga de
un compromiso emocional, este pequeño ejecutivo de una compañía comercial
reivindicaba la forma abstracta de la moral humana, al margen del contenido,
como una necesidad afectiva a la que ningún trabajador debía renunciar y sin la
cual, sobre todo, ningún negocio o empresa podían triunfar. El capitalismo,
digamos, funciona -y produce grandes beneficios selectivos- gracias a esta fe
irónica o postmoderna, tan seria como la del catolicismo, de los que necesitan
un “compromiso moral” para cumplir una orden: “Como no puedo hacer nada en lo
que no crea, me tomo una píldora de fe cada vez que mis jefes me ordenan algo”.
Este es un poco el secreto psicológico de todos los genocidios, como bien supo
ver Hannah Arendt al analizar los crímenes del nazismo: una especialización
acósmica sostenida por el deseo de seguir siendo humanos. El mundo siempre se
destruye desde fuera de él y en nombre de una ética.
Los cinco jóvenes “emprendedores”, a la distancia de una mesa, eran
actores, personajes de ficción, marionetas movidas por clichés que ellos no
veían bajo su ropa. Creían estar viviendo y divirtiéndose cuando en realidad
estaban ilustrando un tipo humano (como yo hubiese ilustrado otro, sin duda, si
hubiesen vuelto la cabeza para mirarme). Es un tipo humano que quizás no ha
existido nunca antes en la historia, el de una clase media surgida en la
post-guerra mundial en Europa, ni conservadora ni reaccionaria, que no se
define por su inscripción concreta en el ámbito de la producción sino por su
“común y radical falta de mundo”. Por un lado, estos “emprendedores” han visto
roto todo vínculo con la tierra, con el agua, con el aire y con el fuego, pues
en el terreno laboral sólo mantienen lazos concretos con los mediadores humanos
de una estructura abstracta, mediadores en los que vuelcan precisamente toda su
necesidad de “humanidad” y en los que sacian todas sus nostalgias morales. Por
otro lado, disfrutan de un ocio proletarizado y estandarizado a través del
acceso a mercancías baratas o, para decirlo con Pasolini, de ese “hedonismo de
masas” postmoderno que ha disuelto todas las membranas de la cultura popular.
El resultado es la figura del “rehén consumidor”, fiel a su jefe (cuando
encuentra uno) y “soltero” de todo compromiso que vaya más allá de su cuerpo:
una combinación, si se quiere, de perverso voluntariado guevarista al servicio
de Monsanto o el Banco de Bilbao y de incapacidad deleitosa para las
representaciones generales.
En un momento en que Europa se derrumba en un proceso parecido al de los
años 30 del pasado siglo, no podemos eludir la cuestión. ¿Qué monstruo surgirá
de la descomposición de esta nueva clase media? Las repeticiones nunca son
mecánicas y jamás ponen en juego las mismas variantes y factores. Si se avecina
un nuevo fascismo no será igual al de Mussolini y Hitler. A diferencia de lo
que ocurría en 1933, hoy la izquierda europea es muy consciente de los peligros
pero carece de los medios para conjurarlos, incluido el análisis de clase
ajustado a la nueva situación.
El la mesa de al lado siempre se representa en tono jocoso la tragedia de
nuestra época. Da un poco de miedo pensar en estos jóvenes felices, necesitados
de fe, estremecidos de desorientada humanidad, el día en que no puedan pagar la
cuenta del restaurante y no tengan un jefe de ventas al que admirar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario