La crisis ecológica no puede
encontrar su solución en el marco del sistema capitalista, que tiene necesidad
de crecer permanentemente, de consumir cada vez más materiales, solo para compensar la disminución de su masa de valor. Por eso las proposiciones de un
“desarrollo sostenible” o de un “capitalismo verde” no pueden conseguir
resultado alguno, pues presuponen que la bestia capitalista puede ser
domesticada; es decir, que el capitalismo tiene la opción de detener su
crecimiento y permanecer estable, limitando así los daños que provoca.
A LOS DECRECENTISTAS Y
ECOLOGISTAS: NI DECRECIMIENTO
NI ECOLOGISMO, EL CAPITALISMO ES EL QUE ES,
EL CAPITALISMO REALMENTE EXISTENTE
Por Diosdado Rojas Ferro
La Guarura Impresa
En un sistema-mundo como el capitalista basado en la incesante acumulación
de capital, es casi elementalmente lógico que éste se expanda tanto en cantidad
(hacia nuevas regiones “vírgenes”, y por tanto, susceptibles de conquistar)
como en calidad (hacia nuevas producciones, servicios y áreas por
mercantilizar, algunas inverosímiles) y que también por deducción éste proceso
conlleve al agotamiento de los recursos naturales objeto de su interminable
carrera de inversión.
Tal panorama ha llevado al surgimiento, casi simultáneamente, de dos
corrientes interesadas en frenar dicha evolución, que de continuar, como se presupone, nos llevaría un poco más
tarde, un poco más temprano al suicidio como especie, al terminar por destruir
las condiciones materiales, en las cuales el hombre viene desarrollándose desde
hace miles de años. Esas dos corrientes son el decrecentismo y el ecologismo,
cuyo surgimiento en las décadas de 1960, 1970 coincidió en el tiempo con el
arribo del capitalismo al preámbulo de su crisis estructural actual, y al
inicio de su agotamiento como sistema histórico, lo que lo hizo manifestarse
más voraz, bárbaro e inmisericorde, en un afán de prolongar su existencia.
Marx ya demostró que la sustitución de la fuerza de trabajo por el empleo
de tecnología reduce el “valor” representado en cada mercancía, lo que empuja
al capitalismo a aumentar permanentemente la producción. En este mecanismo, nos
encontramos con la doble naturaleza de “nuestra vieja enemiga”, la mercancía:
el valor y el valor de uso, producidos respectivamente por la faceta abstracta
y por su faceta concreta. Estas dos facetas no coexisten pacíficamente, sino
que entran en una violenta contradicción. Tomemos (como hace el propio Marx) el
ejemplo de un sastre de antes de la revolución industrial. Para hacer una
camisa, y para la producción de los materiales que emplea, acaso se necesitaba
una hora. El “valor” de una camisa era , pues, de una hora. Una vez
introducidas las máquinas para producir el tejido y para coser, será posible
hacer 10 camisas en una hora, en lugar de sólo una. El propietario de estas máquinas, que hacen funcionar simples
obreros, va a poner en el mercado las camisas así producidas a un precio mucho
más bajo del pueda permitirse el sastre. En efecto, en el momento en que una
maquinaria permite confeccionar diez camisas en una hora, cada camisa no
representa más que la décima parte de una hora de trabajo; es decir, seis
minutos. Su valor, y finalmente su expresión monetaria, bajan enormemente. El
propietario de capital pone todo su empeño en que el obrero produzca lo más
posible en la hora de trabajo por la que se le paga. Si le hace trabajar con
una máquina, como en el ejemplo aquí propuesto, el obrero, el obrero fabrica
muchas camisas y, en consecuencia, crea una ganancia mayor para su patrón. El
capitalismo entero ha sido una invención continua de nuevas tecnologías cuyo
fin era economizar fuerza de trabajo; es decir, de producir más mercancías con
menos fuerza de trabajo. Pero en un régimen en el que el valor procede del
trabajo, es decir, del “gasto de una cantidad determinada de músculo, nervio y
cerebro” (Marx), esto supone un problema: el valor de cada mercancía baja, y
así bajan también, finalmente, la plusvalía y el beneficio que se puede obtener
de la mercancía en cuestión. Es una contradicción central que acompaña al
capitalismo desde el comienzo y que nunca ha podido resolver. El capitalismo no es una sociedad organizada,
sino que se basa en la competencia permanente, en la que cada agente económico
actúa solo por cuenta propia. Cada propietario de capital que introduce una
nueva máquina consigue una ganancia mayor que sus competidores, obteniendo más
mercancías de sus obreros. Es, pues, inevitable, que todo nuevo invento que
economice trabajo sea efectivamente
aplicado. El propietario que lo hace consigue, en un primer momento, una
ganancia extra. Pronto, sin embargo, los otros capitalistas lo imitan y llega a
establecerse un nuevo nivel de productividad más alto. La ganancia extra
desaparece entonces hasta la próxima invención. Esto quiere decir que, si una
camisa ya no “contiene” una hora de trabajo, sino solamente seis minutos, la
ganancia que produzca dicha camisa disminuirá igualmente. Supongamos una tasa
de plustrabajo y, en consecuencia , de ganancia del 10 %. Una camisa, para la
producción de la cual se necesita una hora, contiene, pues, seis minutos de
plustrabajo y una ganancia equivalente en términos monetarios; pero si solo son
necesarios seis minutos para producir la camisa, ésta no contiene más que 36
segundos de plustrabajo, la fuente de la ganancia. El capitalista que introduce
una tecnología que remplaza trabajo vivo obtiene, en lo inmediato, una ganancia
para sí mismo, pero contribuye involuntariamente a bajar la tasa general de
ganancia. La misma lógica capitalista empuja a la utilización de tecnologías
acaba, pues, por serrar la rama sobre la que esta sentado el sistema entero.
Si no hubiese otros factores en juego, el modo de producción capitalista no
habría durado mucho tiempo. Sin embargo, existen mecanismos de compensación. El
más importante entre ellos es el aumento continuo de la producción. Si, en el
ejemplo propuesto, cada camisa particular no contiene más que una décima parte
de la ganancia obtenida anteriormente con la camisa confeccionada por el
sastre, basta con producir no ya diez en lugar de una, sino doce, para que la
disminución de la ganancia, no solo se vea compensada, sino incluso
sobrecompensada. Toda la historia del capitalismo ha contemplado un aumento
continuo de la producción de mercancías,
de manera que la disminución de la ganancia contenida en cada mercancía
particular se ha visto más que compensada por el aumento global de la masa de
mercancías. Así, doce camisas que contengan una dosis mínima de ganancia rinden
finalmente más que una camisa de mucha
ganancia. Esto explica igualmente la eterna búsqueda de sectores siempre nuevos
de valorización. El caso más llamativo es el de la industria del automóvil: un
producto que, al principio, era de lujo se convirtió en un producto de uso
corriente después de la Segunda Guerra Mundial, abriendo un campo enorme de
ganancias. Sin embargo, todo esto apenas lograba contrarrestar la tendencia
endémica de la producción no solo a la disminución de la tasa de ganancia (solo
bajo esta forma reducida fue discutido el problema por los marxistas
tradicionales), sino también de la masa de valor en cuanto tal.
Es en esta lógica donde se encuentra la causa profunda de la crisis
ecológica. El discurso ecologista a menudo explica ésta como la consecuencia de
una actitud humana errónea con respecto a la naturaleza, una especie de avidez
o de rapacidad del ser humano en cuanto tal. O bien se presenta la ecología
como un problema que se puede resolver en el interior del capitalismo, con el
“capitalismo verde”. Se habla entonces de la creación de puesto de trabajo en
el sector ecológico, de una industria más limpia, de energías renovables, de
filtros, de créditos al carbón… En realidad, raramente se indica que la crisis
ecológica misma esta ligada a la propia dinámica del capitalismo. Y es siempre
por la razón que acabamos de señalar: si diez camisas producidas por la
industria contienen solamente la misma ganancia que una camisa artesanal,
entonces hay que producir (al menos) diez. Las diez camisas industriales
representan mucho más material, pero todas juntas no tienen más valor que una
camisa artesanal; en efecto, en ambos casos hace falta una hora para
producirlas. En un régimen capitalista, es necesario producir y enseguida
vender diez camisas; y, en consecuencia, consumir diez veces más recursos para
obtener finalmente la misma cantidad de valor o, lo que es lo mismo, de dinero.
Desde hace doscientos años, el capitalismo evita su fin corriendo siempre
un poco más rápido que su tendencia a derrumbarse, gracias a un aumento
continuo de la producción. Pero si el valor no aumenta, e incluso disminuye, lo que si aumenta, por
el contrario, es el consumo de recursos, la contaminación y la destrucción. El
capitalismo es como un brujo que se viera forzado a arrojar todo el mundo
concreto al caldero de la mercantilización para evitar que todo se pare. La
crisis ecológica no puede encontrar su solución en el marco del sistema
capitalista, que tiene necesidad de crecer permanentemente, de consumir cada
vez más materiales, solo para compensar
la disminución de su masa de
valor. Por eso las proposiciones de un “desarrollo sostenible” o de un “capitalismo
verde” no pueden conseguir resultado alguno, pues presuponen que la bestia
capitalista puede ser domesticada; es decir, que el capitalismo tiene la opción
de detener su crecimiento y permanecer estable, limitando así los daños que
provoca. Pero esta esperanza es vana: mientras continúe la sustitución de la
fuerza de trabajo por tecnologías, en tanto el valor de un producto resida en
el trabajo que representa, seguirá existiendo la necesidad de desarrollar la
producción en términos materiales y, en consecuencia, de utilizar más recursos
y de contaminar a mayor escala. Se puede querer otra forma de sociedad, pero
no un tipo de capitalismo diferente del “capitalismo realmente existente”.
Son las categorías básicas del capitalismo –el trabajo abstracto, el valor,
la mercancía, el dinero, que no pertenecen en absoluto a todo modo de
producción, sino únicamente al capitalismo- las que engendran su ciego
dinamismo. Más allá del límite externo,
constituido por el agotamiento de los recursos, el sistema capitalista tiene
desde su inicio un límite interno: la
obligación de reducir –a causa de la competencia- el trabajo vivo que
constituye al mismo tiempo la única fuente del valor. Desde hace unos decenios,
este límite parece haberse alcanzado y la producción del valor “real” ha sido
en gran parte sustituida por su simulación en la esfera financiera. Además, los
límites externo e interno empezaban a aparecer a plena luz en el mismo momento:
alrededor de 1970. Si el capitalismo solamente puede existir como huida hacia
delante y como crecimiento material perpetuo para compensar la disminución del
valor, un verdadero decrecimiento solo será posible a costa de una ruptura
total con la producción de mercancías y dinero.
Un “capitalismo decreciente” sería una contradicción en los términos, tan
imposible como un “capitalismo ecológico”. Si el decrecimiento no quiere reducirse a
acompañar y justificar el “creciente” empobrecimiento de la sociedad –y este
riesgo es real: una retórica de la frugalidad bien podría servir para dorar la
píldora a los nuevos pobres y transformar lo que es una imposición en una
apariencia de elección-, tiene que prepararse para los enfrentamientos y los
antagonismos. Pero estos antagonismos no coincidirán ya con las divisorias
tradicionales constituidas por la “lucha de clases “. La necesaria superación
del paradigma productivista –y de los modos de vida correspondientes-
encontrará resistencias en todos los sectores sociales. Una parte de las “luchas
sociales” actuales, en el mundo entero, es esencialmente la lucha por el acceso
a la riqueza capitalista, sin cuestionar el carácter de esta supuesta riqueza.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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