Porque, en efecto, los
hombres más dañinos para la humanidad, los más destructivos, los más
criminales, no son pobres ni gitanos ni barbudos: van bien vestidos, bien afeitados,
bien peinados; elegantes, bronceados, desenvueltos, despiertan respeto y
admiración. No deberíamos poner nuestras vidas en sus manos. Se llaman
banqueros, empresarios, ministros, generales. “Mi marido es directivo de
Monsanto”, “mi padre trabaja en el Pentágono”, son golosinas truculentas,
abismos deliciosos de terror, que ni el cine ni los periódicos han explotado
todavía.
LA AMENAZA DE
LOS CONOCIDOS
Santiago Alba Rico
La
Calle del Medio
Cuando éramos niños se nos enseñaba a “desconfiar de los desconocidos”. Los
“desconocidos”, por lo general, presentaban un perfil lombrosiano que los
identificaba con las clases más pobres y con los extranjeros. “Desconocidos”
eran sobre todo los que no vestían a la moda, no iban bien afeitados y exhibían
teces morenas, cicatrices faciales y cuerpos mal alimentados; y desde luego los
gitanos, los drogadictos y los negros. Las clases medias capitalistas han
desarrollado durante siglos un instinto clasificatorio fundado en la
sedimentación de esta imagen del “desconocido” amenazador, procedente del
espacio exterior, al que se reconoce por un conjunto de rasgos físicos
inequívocos: muy grandes o muy pequeños, torpes, sucios, atezados, aristados,
barbudos, peludos, muy tímidos o muy agresivos; es decir, pobres. Lo peor que
puede decirse de esta memoria social del estereotipo, que confunde clase y
raza, desdicha y maldad, es que no es propiamente capitalista sino que conserva
-y ésa es la acusación- lo peor, y sólo lo peor, de la humanidad milenaria. El
extremo ideal y caricaturesco de este cliché dominante -el “desconocido” - es
el ogro o la bruja de los cuentos clásicos y, en nuestro mundo contemporáneo,
el “extraterrestre”, cuya genealogía paralela e inquietante se refleja en su
extravagante anatomía, inhumana e irracional, y en el concomitante deseo de
conquistar la tierra.
Naturalmente este terror al “desconocido” sigue existiendo, complicado
ahora por la promiscuidad cosmopolita de las grandes ciudades y el carácter
casi atmosférico del llamado “terrorismo”, pero se está produciendo una
revolución o, al menos, una subversión imaginaria en la memoria social de los
estereotipos. Es un cambio muy inquietante que extiende el terror y enraíza las
amenazas en el interior, en el terreno de esa vida privada -cálido refugio
burgués- donde hasta ahora nos sentíamos protegidos y seguros.
Me ha llamado la atención el número de noticias que en las últimas semanas
alimentan esta subversión de los clichés: la abogada rica que mata a su hija de
doce años, la pareja insospechable que treinta años antes había matado a sus
ex-esposos y a sus hijos, el profesor de religión que asesina, trocea y congela
a su hermano, el vecino amable que había secuestrado y violado a tres chicas durante
veinte años... Es verdad que noticias como éstas han hecho siempre las delicias
de un público aficionado a las golosinas truculentas (una extraña necesidad del
alma), pero el placer se asociaba a su carácter excepcional. Ahora se está
dibujando y estabilizando algo así como una nueva norma. Cuando se pregunta a
los amigos o a los vecinos de los asesinos, todos coinciden en declaraciones
que tienen también ya la frecuencia y el peso de los “epítetos” (“Ulises, el de
los pies ligeros” , “Aquiles, fecundo en ardides”, “NY la gran manzana”, etc):
“nadie lo hubiera sospechado”, “era un buen vecino”, “una persona normal”. De
pronto nuestro deformado instinto clasificatorio, que asociaba clase y raza,
amenazas y rasgos físicos, ya no nos sirve para orientarnos. Hay que desconfiar
también de las personas “normales”; los más “desconocidos” son, en realidad,
nuestros “conocidos”. Como en el caso del extraterrestre, el cine ha jugado un
papel fundamental en la sedimentación de esta nueva memoria estereotípica que rompe
asociaciones centenarias. Pensemos, por ejemplo, en Funny Games, de Michael
Haneke, donde los asesinos que violan el recinto doméstico son rubios, blancos,
angelicales, los novios soñados para nuestras hijas, a los que se deja entrar
en casa precisamente por eso; o en la serie de éxito Breaking Bad, en la que un
profesor de química que adora a su familia tiene una vida paralela de feroz
adrenalina criminal. “Estoy casada con un asesino”, “mi padre es un criminal”,
“mi tío es un violador”, “mi profesor es un mafioso”.
No es que estas cosas no ocurran. Ocurren. Las estadísticas demuestran, por
ejemplo, que la mayor parte de los abusos sexuales se cometen dentro de casa.
Pero el sentido común -digamos- siempre atribuía estas conductas a una
desviación patológica; es decir, era la conducta misma la que convertía al
delincuente en un repentino “desconocido”. Ahora sucede más bien lo contrario:
a fuerza de acumular noticias y disociar clichés, se genera la ilusión de que
es la normalidad misma, como antes la “anormalidad”, la que amenaza y mata; de
que cuanto más normal parece nuestro marido o nuestro vecino más peligroso es
en realidad; de que las amenazas más serias proceden de los más próximos o de
los más conocidos. Este desplazamiento y desorientación estereotípica no puede
dejar de relacionarse con la subversión antropológica de una sociedad que
descompone todos los vínculos para desprender, como su ideal económico y
cultural, un individuo consumidor encerrado en un caparazón blindado, amenazado
por todos los otros individuos consumidores, amenazador él mismo para todos los
demás, unos y otros aterrorizados por igual en nuestros pequeños tórax
revueltos -imágenes, tentaciones, fantasmas- mientras nos dirigimos, volviendo
a derecha e izquierda la cabeza, capaces de cualquier crimen, al supermercado.
El terror, y no el placer, es el mejor estímulo al consumo y el más poderoso
sostén psicológico del mercado.
Si no hubiera otros motivos, habría que reprochar también al capitalismo
este gran fracaso antropológico: en lugar de extender la confianza a los
desconocidos, como han soñado durante siglos religiones y utopías, ha contraído
la desconfianza también hasta los conocidos. No sólo los gitanos, los negros,
los extranjeros, los pobres, son peligrosos. Cualquiera -incluso tú mismo-
puede ser un monstruo. La normalidad misma es monstruosa. No confiemos en
nadie, no nos casemos, no tengamos hijos, no invitemos a cenar a los amigos, no
tengamos amigos. Gastemos todo nuestro dinero en máquinas y guardaespaldas
-preferiblemente no humanos.
De esta subversión de la vieja y clasista memoria estereotípica de la
humanidad deberíamos al menos sacar una alerta provechosa. Porque, en efecto,
los hombres más dañinos para la humanidad, los más destructivos, los más
criminales, no son pobres ni gitanos ni barbudos: van bien vestidos, bien
afeitados, bien peinados; elegantes, bronceados, desenvueltos, despiertan
respeto y admiración. No deberíamos poner nuestras vidas en sus manos. Se
llaman banqueros, empresarios, ministros, generales. “Mi marido es directivo de
Monsanto”, “mi padre trabaja en el Pentágono”, son golosinas truculentas,
abismos deliciosos de terror, que ni el cine ni los periódicos han explotado
todavía.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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