Eso fue hace 30 años, el pueblo ni estaba ni está
en el mapa. Entonces, ¿cuál es el problema? Como si esa bola de indios no
fueran delincuentes terroristas. No agradecen que gracias a papá, a Rodrick y a
Bonilla aquí no ganó el comunismo.
Desagradecida la gente: de asesinos los tratan.
PAPÁ NO ES UN ASESINO
Por Gustavo
Berganza
Crónica imaginaria de lo que, a lo mejor, piensan y viven los cachorros del
conflicto armado.
¿Qué sintió papá cuando le ordenó a la tropa cercar aquella aldea perdida
en los confines de Huehuetenango? Orgullo, de plano.
El G-2 de la base se había reunido dos o tres veces con los comisionados
militares del caserío vecino y los tres, uno de ellos era mayordomo de la
cofradía del Santísimo Corazón Ensangrentado y el otro, pastor de la iglesia El
Valle de Josafat, le habían asegurado que ahí era una estación de paso del
Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), que ese día habría una columna y que
cerquita tenían un buzón lleno de lanzagranadas y cuernos de chivo.
Papá había sido G-2 y tenía mucha confianza en la inteligencia que el
capitán Quiñónez recolectaba. Roderico, o Rodrick, como mi viejo le decía
afectuosamente, era un excelente interrogador. En media hora, sin gritos, sin
alharaca, era capaz de recuperar toda la info necesaria. Después, es cierto, no
se veía al prisionero. Tal vez era que los mandaban a la base. Rodrick ya veía
que le iría bien en Fort Gullick, en donde fue el primero de su clase. A fuerza
de persuasión y uno que otro quetzal, Rodrick creó una red que le mantenía al
tanto de lo que se hacía y se decía en la región a cargo de mi viejo.
El domingo que hicieron el operativo amaneció con esa niebla densa de
enero. “El choque del viento del sur con el que baja de la montaña”, pensó el
viejo. “Está raro que no haya llovizna”. En una hora llegaría el Pilatus y un
helicóptero, así que debían apurarse a llegar a la aldea.
Después de subir el cerro, la columna siguió por el lomo de la cordillera,
aprovecharon que la neblina seguía espesa. Pasaron por el caserío y allí ya
salía en traje de civil y corbata el pastor, con su biblia en la mano. Rodrick
y mi viejo le dijeron adiós y siguieron.
Primero, apuntaron el mortero al techo de lámina donde les dijeron que
estaba el depósito de las quitapié. El teniente Bonilla fue a localizar el
buzón y recuperar los bastones chinos y los cuernos de chivo. El resto, 20 en
total esperó a que explotara la champa.
Luego, cuando la gente salió, aterrorizada, empezó la operación. El Pilatus
tiró las primeras ráfagas para que pudieran bajar los soldados. Raro fue que no
hubo respuesta. La última vez, los subversivos habían gastado buen parque para
cubrirse la retirada. Pero aquí, como que se habían quedado dormidos.
En la media claridad del amanecer, entró la columna, rompiendo a patadas
las pocas puertas que todavía estaban cerradas. Mujeres llorando, hombres
suplicando, niños en estado de shock. Veinte, veinticinco, cuarenta mujeres. Un
centenar de patojos y patojas, treinta varones. Todos ellos delincuentes
subversivos.
El teniente Bonilla regresó sin las armas de los subversivos. No encontró,
dijo, el buzón. Rodrick escogió al tin marín un puñado y empezó a
interrogarlos. Nadie quiso decir dónde estaban las armas.
El viejo dio la orden. Los pusieron formando un cuadrángulo cerca de los cerros y le pidió a Rodrick que
hiciera lo que debía. Entre todo el pueblo abrieron una zanja de diez por diez
metros y dos de profundidad. Ahí merito, Rodrick y Bonilla vaciaron las tolvas
de sus pistolas. La tropa tapó el hoyo mientras papá apuntaba en su diario.
Eso fue hace 30 años, el pueblo ni estaba ni está en el mapa. Entonces,
¿cuál es el problema? Como si esa bola de indios no fueran delincuentes
terroristas. No agradecen que gracias a papá, a Rodrick y a Bonilla aquí no
ganó el comunismo.
Desagradecida la gente: de asesinos los tratan.
Punlicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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