La historia de los
oprimidos, escribió Walter Benjamin en Tesis sobre la historia, nos enseña que
“el estado de excepción” es la regla. Giorgio Agamben en Homo Sacer agrega algo
más perturbador aún: “El campo de concentración y no la ciudad es hoy el
paradigma biopolítico de Occidente”. Añade que desde los campos de
concentración “no hay retorno posible a la política clásica” y que es desde
estos “terrenos inciertos” donde debemos pensar las formas de una nueva
política.
Los pueblos mayas, a un lado
y otro de la frontera, están empujando los límites del campo, tentando la
solidez de las alambradas y de las casamatas. Esa es su historia larga, de
cinco siglos; y, en particular, la de los últimos cuarenta, cincuenta años. El
desafío es doble y nos incluye, porque las murallas del campo sólo pueden ser
derribadas presionando desde los dos lados, de adentro y de afuera.
EL NEOCOLONIALISMO
DESANGRA GUATEMALA
Raúl Zibechi
En la misma Casa Comunal de Totonicapán donde fueron velados los seis
indígenas asesinados el 4 de octubre de 2012, cuando protestaban contra el
aumento de las tarifas eléctricas y una reforma constitucional que desaparece
pueblos y tierras comunales, se debería celebrar el lunes 4 de noviembre un
encuentro entre comuneras y comuneros con la feminista estadunidense Silvia
Federici, escritora y activista en el movimiento Occupy Wall Street.
Debería, porque comuneros de la familia Tzul recibieron amenazas de muerte
el 26 de octubre, días antes de un acto que estaba concitando el interés de una
población que viene sufriendo agresiones militares y de las grandes empresas
multinacionales vinculadas a la minería y a las hidroeléctricas. La familia
Tzul, y en particular las hermanas Gladys y Jovita, son perseguidas por
indígenas, por mujeres y porque están contribuyendo a revitalizar el tejido
comunitario en los 48 cantones de Totonicapán.
Gladys realiza su doctorado de sociología en Puebla, bajo la dirección de
Raquel Gutiérrez. En su libro Feminismos desde Abya Yala, Francesca Gargallo
sostiene que “su presencia es doblemente agente de deconstrucción porque es a
la vez k’iche’ y feminista” (p. 256). Como sucede en toda América Latina las
mujeres están en la primera fila de las resistencias al extractivismo (desde
las Madres de Ituzaingó en Argentina hasta las integrantes de Conamuri en
Paraguay), y combinan creatividad, combatividad y una gran capacidad para
deconstruir el modelo extractivo.
Los indios guatemaltecos han mostrado, en los últimos años, una creciente
capacidad para resistir el modelo de robo y conquista asentado en la minería a
cielo abierto y en megaobras como las represas hidroeléctricas. Más de 30
municipios declararon desde mediados de la década de 2000 su oposición a la
minería. Una de las acciones más notables fue la Marcha Indígena Campesina y
Popular iniciada en Cobán el 19 de marzo de 2012, que llegó nueve días después
a Ciudad de Guatemala luego de recorrer a pie más de 200 kilómetros.
La marcha no sólo reunió miles de personas de diversas pueblos, sino que
logró agrupar las principales demandas, entre ellas”que terminen los desalojos,
la persecución y criminalización en contra de líderes y lideresas indígenas y
campesinos, las falsas acusaciones, las actuaciones parcializadas de jueces y
fiscales, las órdenes de captura y juicios amañados, la intimidación y ataques
en contra de miembros, comunidades y organizaciones, así como los asesinatos y
allanamientos”.
En octubre de 2012 los comuneros de los 48 cantones de Totonicapán
bloquearon cinco puntos de las carreteras que comunican la cabecera del
departamento, en defensa de sus demandas. La represión militar causó seis
muertos y más de treinta heridos graves. El antropólogo Kajkoj Maximo Ba Tiul
sostiene que en Guatemala se desarrolla “una nueva forma de contrainsurgencia”
impulsada por Estados Unidos y la alianza histórica
oligárquico-burguesa-militar para “la destrucción de los bienes de la
naturaleza en territorios indígenas” (Cetri, 11 de diciembre de 2012).
Para el modelo de desarrollo extractivo, señala Maximo, “la nueva
insurgencia son los pueblos que se oponen a la destrucción de sus territorios”.
Por eso se trata a pueblos enteros como “terroristas”, aplicando métodos muy
similares a los del régimen de Efraín Ríos Montt (1982-1983) durante el
genocidio que arrasó 400 aldeas, o sea la política de “tierra arrasada”.
En un trabajo sobre “la política k’iche’”, Gladys Tzul sostiene que las
comunidades indígenas son “sistemas de gobierno, que administran y reproducen
la vida cotidiana, que se organizan para la gestión colectiva del territorio
comunal”. Por lo tanto, su política “no se organiza de la misma manera que la
política liberal”, recuperando en este sentido la mirada de Raquel Gutiérrez
sobre la política comunitaria en Bolivia: es deliberativa y no representativa,
está anclada en formas de producción familiares y en la propiedad colectiva de
la tierra.
No son, pues, movimientos sociales o movimientos indígenas, sino sociedades
otras, diferentes a la sociedad hegemónica. Y son, también, sociedades en
movimiento. Luego de la masacre de octubre de 2012, mujeres y hombres jóvenes
de Totonicapán, entre ellos Gladys y su hermana Jovita, analizaron en colectivo
la reforma constitucional que promueve el gobierno de Otto Pérez Molina (kaibil
durante la guerra), concluyendo que bajo el manto de la “nación guatemalteca”
se busca “el despojo de las tierras comunales” y la desaparición de los pueblos
indígenas, relegados a reliquias culturales.
Los comuneros de Totonicapán realizaron, como apunta Gladys, “un potente
trabajo analítico-práctico de investigación”, lo socializaron y lo difundieron
en las asambleas comunitarias. Luego empezaron a negociar con la empresa el uso
de sus tierras, “una negociación de propietarios comunales que se presentan a
negociar en colectivo”, algo que las multinacionales no están dispuestas a
tolerar. Ese es, en este caso concreto, el escenario de fondo de la violencia y
las amenazas.
La historia de los oprimidos, escribió Walter Benjamin en Tesis sobre la
historia, nos enseña que “el estado de excepción” es la regla. Giorgio Agamben
en Homo Sacer agrega algo más perturbador aún: “El campo de concentración y no
la ciudad es hoy el paradigma biopolítico de Occidente”. Añade que desde los
campos de concentración “no hay retorno posible a la política clásica” y que es
desde estos “terrenos inciertos” donde debemos pensar las formas de una nueva
política.
Los pueblos mayas, a un lado y otro de la frontera, están empujando los
límites del campo, tentando la solidez de las alambradas y de las casamatas.
Esa es su historia larga, de cinco siglos; y, en particular, la de los últimos
cuarenta, cincuenta años. El desafío es doble y nos incluye, porque las
murallas del campo sólo pueden ser derribadas presionando desde los dos lados,
de adentro y de afuera.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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