Brasil, “la potencia
económica emergente” ya no provee bienestar ciudadano, ni el opiáceo
socialdemócrata y el fútbol podrán seguir adormeciendo sus mentes. Ni Dilma, la
presidenta, podrá seguir enarbolando la bandera del Brasil próspero elogiado
por Biden, a sabiendas que es una pícara coba para consumo externo, porque
hacia adentro de Brasil nadie lo cree. Se le cayó de las manos a Dilma el
estandarte demagógico y la gran asignatura pendiente sobre los derechos humanos
en Brasil como el racismo y la redención de las favelas, para citar lo más
inmediato.
LOS MATICES ROSAS
DEL REFORMISMO
LATINOAMERICANO
Por Luciano Castro Barillas
La expresión, ola rosa o marea rosa, que barrió
las playas de América del Sur en los últimos diez años, da la impresión que
está llegando a su fin. Es víctima del inmovilismo, resultado que el reformismo
tiene un límite y a ese límite de reformas dentro del sistema, aparentemente
están llegando a su fin. Nunca el reformismo ha tenido los alcances históricos
que sus impulsores han querido conferirle. Ha transitado siempre por la
mediocridad política. Nunca el músculo político de los afeites y aderezos al
sistema, la socialdemocracia, puede llegar tan lejos, por un asunto lógico: el
paso de profundización en la constitución de un modelo de profundas reformas
sociales y políticas no puede ir nunca por esa vía, al menos si se quiere
perdurable. En las catastróficas condiciones sociales y económicas de las
democracias burguesas latinoamericanas eso ha parecido mucho, aunque realmente
es bien poco. No creo tampoco que la dirigencia cubana haya creído en el algún
momento que el proceso de edificación del socialismo podría ir, en algún
momento, por ese camino. Tal vez sí, un proceso de acercamiento entre los
gobiernos de izquierda, no de
integración, porque esa palabra entraña valores orgánicos, fundamentales, que
no puede articularse de manera estratégica con un espectro variado de colores
rosas, por lo tanto, son alianzas coyunturales con ciertas coincidencias
ideológicas y políticas. El sacrificio y la renunciación no es parte del dictum
de ideas políticas de la actual dirigencia izquierdista, que llevará los
esfuerzos de reforma hasta donde se pueda y si se caen, pues, sencillamente se
caerán y no habrá defensa a ultranza de
las mismas, digamos, hasta
las últimas consecuencias, que se ufanan en decir los izquierdistas, a
sabiendas que eso de las “últimas consecuencias” es solo un decir. Esas posiciones “anacrónicas” que muchos
temen proclamarlas, están frescas y vigentes, dependiendo del compromiso. Los
avances de fondo están fuera de su lenguaje, por una sencilla razón: esos
procesos necesitan de más convicción y resolución. ¿Renunciar, como Jacobo
Arbenz, para que no corra la sangre y 36 años después fue una efusión sanguínea
incontenible? La veleidosidad de las masas se comprobó en Venezuela ante un
cerrado o casi agónico triunfo electoral del chavismo. Porque su proceso no ha
pasado por el crisol que pasan los grandes procesos históricos: la guerra necesaria
y justa. La lucha de clases en su máxima expresión, donde todo se decanta, se
purifica, se hace estratégico, empezando por las ideas. La historia es
aleccionadora: ¿qué proceso trascendente en la historia no pasó por la guerra?
¿Qué proceso “trascendentalista” como el reformismo tuvo larga vida? Todo
enemigo de clase tiene que ser derrotado y destruido. Tiene que ser sometido.
¿Incivilizada expresión? No lo creo. Es que las verdades trascendentes de la
justicia, la razón y el derecho se imponen. Bueno, habría que preguntárselo a
Fidel. Las verdades “trascendentalista” se negocian, se hablan, se discuten y
luego perecen. La verdad la impone el ganador de la guerra. En Guatemala la
oligarquía detenta desde 1954 “su verdad”. Eso así ha sido siempre y así será.
El mundo no podrá nunca cambiarse con propuestas amables. En la antigüedad
romana se hicieron esos descubrimientos y después sistematizados por Marx: “Mientras
los hombres no sean mejores, se tiene que tener desenvainada la espada”.
Las fuerzas reaccionarias imponen por todo el mundo sus verdades neoliberales y
los Estados Unidos con las antiguas potencias coloniales del pasado van ganando
la batalla. La tolerancia política o la generosidad política entre las personas
también acontece en los movimientos sociales y entre los países y esas olas
rosas o reformistas están llegando a su final. Podría ser que su crisis sea el
catalizador para el salto dialéctico de calidad, pero ello significaría la
guerra, digamos, “militar”, porque la lucha política y económica ha sido, de
algún modo, medianamente exitosa con sus bloques regionales. Las democracias
participativas indudablemente avanzaron en los últimos diez años pero el modelo
se ha corroído por que el mal va implícito es su propia naturaleza, solo para citar
un ejemplo: el consumismo sin militancia, el aburguesamiento. La búsqueda de la
mejor condición de vida sin acompañamiento de la educación política adecuada y
el compromiso. De allí que resulta tan fácil saltar de patio, como ocurrió en
Venezuela, donde pese a los apoyos sociales en educación vivienda, salud y
subsidios alimenticios, la derecha tiene incuestionable fortaleza para revertir
ese proceso social pese a las enfáticas y autosuficientes afirmaciones de
Maduro: “¡Los ricos en Venezuela no volverán a ser poder!”. Por poco lo
son. Y cuando esa “militancia” se desplaza hacia la derecha es porque diez años
de proceso libertario no ha permeado sus conciencias y la panza ha sido la
preeminente en ese compromiso ante la ausencia
de asuntos trascendentes como la guerra. Claro, cómo seríamos los seres
humanos que todas las conquistas sociales fueran concesiones amables de las
clases en el poder. No recuerdo ninguna. ¿Miedo a hablar de ella como la
sífilis entre sanos? La guerra sin ser aventureros es algo que debe estar
siempre pendiente como acción última, si no ¿para qué los ejércitos? Evitarla
en lo posible, pero tampoco eludirla si es necesaria y justa. ¿Vergüenza por
hablar de la guerra para exhibir un rostro pacifista? Creo que no. La guerra
sigue siendo una opción válida para resolver conflictos que no pueden
resolverse a través de la interlocución educada. La fuerza también tiene su
razón aunque muchos filósofos hay preconizado por siglos su
irracionalidad. La lucha de clases
militar no tiene por qué estar a un grado menor que la lucha de clases
política, ideológica y económica. La confrontación es un camino, nunca
elogiado, claro está, por las clases dominantes, sin embargo usada con gran
entusiasmo por ellas. Algo poco probable con las dirigencias reformistas
socialdemócratas, que nunca se posicionarían en ese punto de inflexión política
porque no creen en ello. Al juego socialdemócrata nos empujó de manera difusa
el imperio y allí se irá quedando si no
se avanza hacia democracias revolucionarias. No hay recetas, claro, pero la
realidad se impone. Porque, aunque no se
diga, hay hegemonismos nacionales, afanes de preeminencia nacional; hipócritas
nacionalismos por hacer cada cual de su comunidad nacional la mejor: Allí están
a la mano los poco disimulados desencuentros entre uruguayos y argentinos o
entre argentinos y brasileños. Y así otros ejemplos. Brasil, “la potencia
económica emergente” ya no provee bienestar ciudadano, ni el opiáceo
socialdemócrata y el fútbol podrán seguir adormeciendo sus mentes. Ni Dilma, la
presidenta, podrá seguir enarbolando la bandera del Brasil próspero elogiado
por Biden, a sabiendas que es una pícara coba para consumo externo, porque
hacia adentro de Brasil nadie lo cree. Se le cayó de las manos a Dilma el
estandarte demagógico y la gran asignatura pendiente sobre los derechos humanos
en Brasil como el racismo y la redención de las favelas, para citar lo más
inmediato. Sigue siendo una asignatura pendiente y donde gracias al
espontaneísmo de las masas se han caído caretas, una de ellas y quizá la más
internacional: la de Pelé. No cabe la menor duda que es el brasileño más
intoxicado por el opio del fútbol, a tal punto que Romario dijo en una fina
ironía que “Pelé es un gran poeta cuando permanece callado”.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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