Existen doctrinas
filosóficas que generan estados de espíritu, para decirlo de alguna manera,
corrientes espirituales no estrictamente adscritas a su núcleo teórico. Una de
ellas es el positivismo, en el cual se enmarca el darwinismo social
DARWINISMO SOCIAL Y «DESTINO
MANIFIESTO»
Por Enrique Ubieta Gómez
La foto es elocuente. Jordan B. Peterson mira fijo a la cámara.
Cuidadosamente peinado, un inexplicable mechón de pelo cae sobre su frente,
para contradecir la imagen del hombre preocupado por su apariencia. Está seguro
de que lo sabe todo, de que en todo lleva razón. El título de su libro lo
anuncia: Doce reglas para la vida. Así se presenta, en una reveladora imagen.
Pero la periodista (sí, es una mujer, que al parecer comparte sus criterios)
del diario español El Mundo, afirma algo inquietante: «Este sicólogo clínico
canadiense se ha convertido en una figura de culto entre los ‘millennials’,
sobre todo masculinos». Antes ha colocado la etiqueta de marketing: «El
intelectual más odiado por la izquierda». La entrevista es de 2018.
Todo en Peterson es sistémico, desde su pose de vendedor de felicidad,
hasta su engreimiento de falso profeta. Cree en las jerarquías que establece la
naturaleza (en eso es muy burgués, no recurre a la autoridad divina), y él,
claro, se sitúa en la cima. Confieso que nunca antes había escuchado su nombre,
pero sin duda, es modélico. Peterson, en pleno siglo XXI, es un furibundo
darwinista social. Los seres humanos actúan, dice, como las langostas:
«Los machos tratan de controlar el territorio, las hembras de seducir a los
machos más fuertes y exitosos».
Elitista, machista, cínico, su discurso recupera todos los desechos tóxicos
de la pasada centuria. «La izquierda en general considera que las jerarquías
son malas –dice–. Es normal: las jerarquías producen ganadores y perdedores.
(…) La izquierda tiene derecho a preocuparse. A lo que no tiene derecho –porque
es científicamente falso– es a culpar de la desigualdad al capitalismo, a
Occidente o al presunto patriarcado. Ocurre también con la riqueza. (…) Pero no
es culpa de nadie. Es un fenómeno enraizado en la naturaleza». Peterson es, o
cree ser, un auténtico ganador. Ha localizado un nicho de mercado que el
capitalismo promueve: la mediocridad. Su fanfarronería solo atrapa a los
tontos.
No merece respuesta. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre el
revivido darwinismo social, tan ajustado a la mentalidad del individualismo
burgués: el más apto vence, y tiene derecho a explotar a los demás. Me
preocupa, sobre todo, porque el capitalismo no solo lo usufructúa como forma
individual de vida, sino también como doctrina de Estado. Sí, hablo del
imperialismo estadounidense, ungido en las aguas «benditas» del Destino
Manifiesto. Y, desde luego, del autoproclamado (está de moda el término)
emperador. Peterson engaña a los tontos que el sistema produce. Gana dinero con
ello. Pero Donald Trump puede desatar guerras, provocar la muerte de miles de
seres humanos, también de jóvenes estadounidenses.
Existen doctrinas filosóficas que generan estados de espíritu, para decirlo
de alguna manera, corrientes espirituales no estrictamente adscritas a su
núcleo teórico. Una de ellas es el positivismo, en el cual se enmarca el
darwinismo social. En determinadas épocas aquel reaparece con fuerza,
acompañado de cierto hálito cientificista. Son épocas oscuras, y en ellas, las
ciencias sociales, como decía Martí, parecen «insectear» por lo concreto.
Que los políticos norteamericanos acepten como válida la regla de que la
fuerza otorga el derecho, que puedan mentir, sancionar, confiscar el dinero
ajeno –incluso amenazar a familiares de gobernantes extranjeros con su
secuestro en terceros países, o con la confiscación de sus bienes, como haría
la mafia siciliana o neoyorkina–, castigar con medidas económicas o bloquear a
otros pueblos, con el fin de doblegarlos, asestar golpes «quirúrgicos» (el
lenguaje de la medicina que salva vidas, para hablar de la muerte) o invadir a
otras naciones para apoderarse de sus recursos naturales y reacomodar el
tablero de la geopolítica, es muy peligroso. No aceptan que un Estado soberano
pueda nacionalizar sus recursos, y sin embargo, asumen que todos debemos
aceptar el robo que hacen e incluso anuncian, de los nuestros.
Pueden sustituir lo verdadero por lo verosímil, construir escenarios falsos
de paz o de guerra de carácter permanente, según convenga. Pero hay algo
perturbador: la manera en que manejan los hilos de la buena voluntad de su
propio pueblo, cómo manipulan sus sentimientos de justicia para sojuzgar a
otros pueblos. El estadounidense común puede llegar a creer que una guerra de
conquista es una guerra de liberación, y sus soldados se sentirán frustrados
cuando los nativos por «liberar» no los reciban con flores. Una franja de esa
población, incluso, acepta con orgullo que su país sea el más fuerte, y haga
uso de esa fuerza. Los medios y los políticos se encargan de reafirmarlo: para
ellos, ser antimperialista es ser antiestadounidense.
Es paradójico que una nación, después de haber expulsado a los
colonialistas, emprenda de inmediato una cruzada colonizadora de nuevos
territorios. En los libros oficiales de historia se describen como territorios
deshabitados, o casi. Hollywood explica, por ejemplo, en atractivas imágenes,
que los invasores «buenos» vencían o aislaban en guettos a los indios «malos».
También recolorea, sin visos de culpa, la usurpación de más de la mitad del
territorio mexicano. La violencia de esos emprendedores fundacionales (que
buscaban oro con la misma fiereza que los europeos siglos antes) ha generado
una entretenida saga de películas de cowboys.
Obama prefería olvidar la historia, sobre todo, que la olvidemos. A veces,
una tímida mención reconocía lo que eufemísticamente llamaba «errores» o
«visiones diferentes»; por ejemplo, haber mantenido a Nelson Mandela en su
famosa lista de terroristas internacionales, incluso después de haber sido
excarcelado y reconocido oficialmente como héroe; en cambio, miles de cubanos
pelearon en Angola contra el ejército invasor del apartheid e hicieron posible
el fin de ese régimen. O haber apoyado a los más sangrientos dictadores
latinoamericanos, a los Somoza, Duvalier, Trujillo, Batista, Bánzer,
Stroessner, Pinochet o Videla. «Pequeños errores» que se basaban en la
necesidad de sobreponer los intereses estadounidenses a los derechos humanos.
Lo dijo Obama en La Habana: «Hemos desempeñado diferentes papeles en el
mundo», y también: «Hemos estado en diferentes lados en diferentes conflictos
en el hemisferio». No podría haber elogio mayor para Cuba. Claro que existe una
historia gloriosa de luchas por los derechos llamados civiles, que puede
hallarse en obras marginales como la del gran historiador Howard Zinn. Es la
historia de las luchas obreras en Estados Unidos. Pero no es esa la que se
enseña en las escuelas y se lleva al cine. El gobierno de Trump, más
transparente, ha reivindicado sin sonrojos la Doctrina Monroe. Nuevos
personajillos son ahora sus procónsules: los Macri, los Bolsonaro, los Duque,
los Piñera. Serán barridos por la historia, y antes, por sus pueblos. La
violencia revolucionaria no es consustancial al espíritu revolucionario, es, a
veces, la única respuesta que nos dejan a la violencia de la dominación, que es
estructural en el capitalismo. La paz solo es posible donde no existen
dominados y dominadores.
Los comics reflejan la imagen que el imperialismo construye de sí mismo. El
superhéroe (la supernación) defiende el status quo, salva a los elegidos sin
reparar en los muertos «colaterales», incluso a veces «salva» a quienes no han
pedido ni quieren ser «salvados», divide el planeta en buenos y malos; acata
solo la Ley supranacional que defiende los intereses de su pequeña comunidad.
Puede llamarse Superman, o simplemente Rambo. ¿Cuántas horas pasa Donald Trump
frente a su espejo mágico?, «dime, ¿habrá otro más fuerte, más inteligente que
yo?». Se contempla y ve a Superman. No es el espejo, son sus ojos. Gesticula,
entorna la mirada, aprieta los labios; en cada tuit mañanero, como un semidios,
imparte condenas y absoluciones. Es menos sofisticado que Peterson, pero hace
más daño.
La izquierda debe reconocer el hecho de que la violencia de género, la
racial o étnica, o la ecológica (también se ejerce violencia sobre la
naturaleza) y cualquiera de las multiplicadas fobias sociales, si bien no están
supuestas, como alguna vez se pensó, en la violencia de clase, tampoco son
ajenas a ella, ni pueden ser pensadas como fenómenos autónomos, capaces de ser
solucionados por sí mismos; la izquierda debe entender que la violencia
imperialista expresa la esencia de un sistema que nació y creció de la
explotación del mundo colonial y neocolonial, y de sus propios trabajadores. La
estrategia de los defensores de la violencia, es fragmentar su comprensión, hacer
que nuestros jóvenes la combatan en sus manifestaciones no estructurales. Es
necesario construir vasos comunicantes entre los frentes de lucha porque todos
son importantes, y la izquierda no puede darle la espalda a ninguno de ellos,
pero tampoco puede detenerse o aislarse en alguno de ellos. El enemigo final
siempre es el capitalismo.
La violencia es quizá un legado atávico que la Humanidad puede y debe
extirpar como tendencia social, y no puede ser justificada o aceptada como
«natural». José Martí lo expresó así: «Los tiempos no son más que esto: el
tránsito del hombre-fiera al hombre-hombre. ¿No hay horas de bestia en el ser
humano […]? Ahora se necesitan más que nunca templos de amor y humanidad que
desaten todo lo que hay en el hombre de generoso y sujeten todo lo que hay en
él, de crudo y vil».
Es cierto que la comprensión de la violencia social (y su justificación
moral) tiene condicionamientos históricos; la Humanidad en su desarrollo
descubre nuevas manifestaciones antes desapercibidas. Pero hay una corriente
histórica que justifica el ejercicio de la fuerza en los Estados poderosos,
desde la más remota Antigüedad, pasando por la Roma imperial, hasta el
imperialismo estadounidense. El terrorismo de Estado es tanto o más abominable
que el de sectas o individuos, porque entraña la distorsión de una
responsabilidad social superior.
Sin embargo, la leyenda del pequeño David, vencedor del gigante Goliath,
demuestra que la fuerza no es solo un hecho físico o material. La Supernación
fue derrotada en Cuba. También en Vietnam. Será derrotada en Venezuela. Como
dice el cantautor uruguayo Quintín Cabrera, «lo que el yanqui necesita, es una
aumentada dosis de jarabe vietnamita». Trump se retuerce, rojo de furia, rojo,
como el carapacho de una langosta. Pero no pierde la compostura, ciego de ira,
o de impotencia, sigue el consejo de Peterson: «Haced como las langostas:
caminad erguido, con los hombros hacia atrás».
Publicado por La Cuna del Sol
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