Gabriel Boric, el nuevo mandatario de Chile, asume el gobierno con un ropaje que le adjudica ovaciones automáticas. Sus declaraciones recientes de política exterior, tras su victoria, apuntan contra Venezuela por varias razones, instrumentales e ideológicas, enmarcadas en un movimiento más general que vuelve a poner en el paisaje el fenómeno de la izquierda de corte identitaria.
GABRIEL BORIC COMO NO
TE LO HABÍAN CONTADO
William Serafino
Misión Verdad
Nombre de santo y apellido de origen croata. 36 años. El presidente más
joven de su país. Un gabinete
de gobierno inédito,
de mayoría femenina. Manda siendo minoría en el Congreso chileno, y en paralelo
una Convención Constituyente sesiona, con el telón de fondo de una severa
crisis de legitimidad de los partidos tradicionales.
Gabriel Boric, el nuevo mandatario de Chile, asume el gobierno con un
ropaje que le adjudica ovaciones automáticas. Sus declaraciones recientes de
política exterior, tras su victoria, apuntan contra Venezuela por varias
razones, instrumentales e ideológicas, enmarcadas en un movimiento más general
que vuelve a poner en el paisaje el fenómeno de la izquierda de corte
identitaria.
Puesto en blanco y negro, para un país víctima de una sangrienta dictadura,
cuya transición a la democracia fue tutelada por una élite que cabalgó sobre
los efectos psicológicos y culturales del terrorismo de Estado para
constitucionalizar la reproducción de su poder y consolidar la agenda
neoliberal impulsada por Pinochet con El ladrillo, Boric es sin lugar a dudas una buena
noticia. ¿Lo mejor entre lo peor?
Los problemas empiezan cuando el foco se achica y se pone el acento en la
escala de matices que lleva consigo todo fenómeno social. Nadie pondría en duda
que el cisma de la derecha chilena ha traído una nueva etapa para el país, pero
sería arriesgado afirmar, a modo de conclusión definitiva, que el nuevo
mandatario fue su resultado natural.
Recapitulando, el estallido social de octubre de 2019, cuyo símbolo
principal fue la Plaza de la Dignidad, ejerció de catapulta de Boric hasta el
Palacio de La Moneda, en medio de un giro hacia los "independientes"
y una alta abstención, denominada
"estructural" por
algunos, que marcaron tanto la elección de la Constituyente como la disputa
presidencial contra José Antonio Kast.
La mención al estallido no es gratuita porque, indiscutiblemente, la
proyección de Boric iniciada
en 2011 como líder
estudiantil y después como diputado maduró definitivamente en aquel proceso de
protestas severamente reprimido, donde Tía Pikachu y Sensual
Spiderman, dos activistas disfrazados de dichos personajes, representaron
el armazón cultural del movimiento.
Pero la coincidencia con la capa simbólica del ciclo de protestas no fue
solo intuitiva o generacional. Boric, cuando saltó a la política institucional,
tenía dentro de su sistema de referencias la experiencia de Podemos en España,
y particularmente a Íñigo Errejón, responsable de dividir a la izquierda
española en un
ataque de ego y narcisismo, lo que fue el paso previo para fundar un partido verde, en línea con la
corriente ecologista europea.
Que la brújula ideológica y las fuentes intelectuales del nuevo presidente
estén en Europa le permite a Eugenio Tironi, catedrático de la Universidad
Católica, equiparar a Boric con Daniel Cohn-Bendit, líder icónico del Mayo
Francés. "Boric sería una versión corregida de Daniel Cohn-Bendit, que
hace el Mayo del 68 en 2011 y en lugar de irse a una comunidad hippie crea un
partido", sentencia Tironi.
En agosto de 2019, pocas semanas antes de que Santiago de Chile estuviese
prendido en llamas, Boric tuiteó
lo siguiente desde
su cuenta personal:
Greta Thunberg es lo mejor
que le ha pasado al debate público en mucho tiempo. La humanidad tendrá mucho
que agradecerle. Cuidémosla escuchándola, respetandola, pero sobre todo
actuando ante la emergencia climática. No hay tiempo que perder.
El resultado lógico de beber de los debates, fuentes intelectuales y
referencias políticas que están de moda en Europa, es que Boric entienda la
política y la izquierda desde sus coordenadas falsamente universales. Por este
motivo su retórica contra Venezuela se ha circunscrito a tópicos como
democracia y derechos humanos, artificialmente presentados bajo una perspectiva
de valores fijos, inamovibles, inmodificables y, sobre todo, no sujetos a
manipulación.
Con el portentoso registro de intervenciones punitivas y guerras neocoloniales
en nombre, justamente, de la democracia y los derechos humanos, debería
partirse de un lugar de sospecha mínima a la hora de abordar estos términos.
Pero, para Boric, representan valores abstractos de afiliación automática,
"universales", con el cual inyecta oxígeno a la maquinaria de la
guerra occidental, que encuentra en una izquierda más "moderna" y
"actualizada" una zona de nuevas justificaciones para seguir
presionando a Venezuela, aprovechando el "consenso a dos bandas", por
derecha y por izquierda.
El Departamento de Estado de Estados Unidos se soba las manos escuchando y
leyendo a Boric.
Lo de Errejón no es un dato accesorio. Comparado hasta la saciedad con
Milhouse de Los Simpsons, el fundador de Podemos se empapó del
debate peronista cuando estuvo en Argentina y, en una maniobra de estafa
intelectual, reintrodujo algunos de sus códigos en España. Su falta de
honestidad lo llevó a creer que era posible importar conceptos y tácticas
políticas sin tener en cuenta que las tesis peronistas, al igual que Maradona,
son fenómenos exclusivamente argentinos, por ende, irreproducibles en un
contexto diferente.
Este entuerto intelectual ha provocado que la izquierda tome el camino de
los conflictos de interés y reconocimiento a través de las identidades,
abandonando la lucha de clases y la disputa por la base material de las
sociedades, cada vez más absorbidas por la dinámica desintegradora del
capitalismo tardío.
Responsabilizar a Errejón de esto sería darle demasiado mérito, aun cuando
forme parte del edificio intelectual del presidente en un país de casi 20
millones de personas.
Mark Lilla, un reconocido especialista estadounidense en el estudio de la
política de identidad, afirma que el camino comenzó a torcerse
irremediablemente en los años 60, cuando la izquierda progresista dejó de
agrupar a personas de la clase trabajadora y comunidades agrícolas, para
centrarse únicamente en las universidades. Errejón y, por elevación, Boric, se
enmarcan en esta deriva.
"Los activistas y líderes de hoy se forman
casi exclusivamente en colegios y universidades […] especialmente en el nivel
de élite, están en gran medida separados social y geográficamente del resto del
país", indica Lilla, situando su análisis en su área de especialidad:
Estados Unidos.
Otro dato de interés aportado por Lilla es la carga ideológica que
transmitió la generación de los 60 a la que tomaría el relevo, la cual impulsó
que "los jóvenes se vuelvan a sí mismos, en lugar de volverlos hacia el
mundo más amplio que comparten con los demás".
Poco a poco, relata Lilla, las causas comunes perdieron vigor y atractivo,
y se "arraigó la convicción de que los movimientos más significativos para
uno mismo son […] sobre uno mismo", porque "la actividad política
debe tener algún significado auténtico para el yo", en aras de cumplir
"el objetivo limitado de comprender y afirmar lo que uno ya es".
En esa huida hacia el yo, en palabras de Hannah Arendt, que trazó la deriva
actual de la izquierda, el Mayo Francés tuvo una importancia cardinal. Diego Sequera, con razón, la denomina la
primera revolución de color, por su carácter movimientista centrado en la
expresividad cultural y su carácter desintegrador bajo un paraguas cool de
falso libertinaje. A partir de la década de los 60, como
asegura Gregory Leffel interpretando
al propio Lilla y al filósofo William Desmond, hubo una "revolución de la
conciencia" que provocó una nueva mirada sobre la política y la cultura:
la totalidad centrada en el conflicto material, los grandes agrupamientos de
clase y nación, las grandes demandas de trasformación social, justicia y
equidad, perdieron terreno frente a una artificiosa preocupación en torno al
yo, donde las subjetividades y el reconocimiento de las minorías se volvieron
las cartas a jugar en el terreno de juego.
Este proceso no hubiese tenido el impacto que tuvo en la formación de
nuestro presente inmediato de no ser por la corriente intelectual protagonizada
por Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, la Escuela de Fráncfort,
entre otros, para quienes centrar la atención en la individualidad, en las
opresiones periféricas y sus "líneas de fuga" eran una vía de
resistencia a la totalización capitalista. No vieron, sin embargo, que la
reformulación postfordista del capitalismo neoliberal les tomaría la palabra y
reestructuraría su funcionamiento sobre la base del más dañino consumismo
individualizado, donde las reafirmaciones personales, en un mercado controlado
de identidades, fortalecen el control del sistema.
No fue gratuito, dato aparte, que
la CIA promoviese el
pensamiento de Foucault para crear una opinión negativa contra el comunismo.
A partir de este momento podemos comprender el origen del vocabulario
político que signa nuestra actualidad. Interseccionalidad, fluidez,
performatividad, entre otras, son las marcas de una época donde la izquierda ha
perdido contacto con la realidad, dado que el debate académico abstracto y el
uso obsesivo de Big Data simulan una mediación coherente con la sociedad.
En su magistral
ensayo La
izquierda y la política de la identidad, el historiador británico Eric
Hobsbawm alertó de los riesgos que traería para la izquierda asumir la política
de identidad como programa estratégico y mascarón de proa intelectual. Uno de
los problemas que detectó Hobsbawm es que "la mayor parte de las
identidades colectivas se parecen más a una camisa que a la piel, es decir, que
son, por lo menos en teoría, optativas, no ineludibles. Y asume también, por
supuesto, que hay que librarse de los otros porque son incompatibles con tu
verdadero yo".
El resultado práctico de la política de identidad, a la luz de este
análisis, es la competencia permanente por cuotas de representación
institucional o cultural, donde la acumulación de estatus, prestigio y
reconocimiento está mediada por las propias mediaciones de la esfera cultural
del capitalismo. Se alienta la división y la fragmentación, ya que los vínculos
de solidaridad entre agendas de lucha serían más bien portátiles, coyunturales,
pues lo realmente importante es cumplir con las demandas de cada grupo. Una vez
agotadas, la identidad se repliega a la esfera privada para convertirse en
objeto de consumo.
Pero los problemas que se derivan de esto son también tácticos. Como apunta
el historiador:
"Desde la década de 1970, ha habido una
tendencia, una tendencia creciente, a ver la izquierda esencialmente como una
coalición de grupos e intereses minoritarios: de raza, género, preferencia
sexual u otras preferencias culturales y estilos de vida, e incluso de minorías
económicas […] Una tendencia muy comprensible, pero peligrosa, y más en la
medida en que conquistar mayorías no equivale a sumar minorías".
Al parecer estamos en presencia del punto clímax de lo que Hobsbawm
alertaba con preocupación cuando publicó su ensayo en 1996, donde la política
de identidad ha seguido en paralelo la misma dinámica globalizadora del
capitalismo. Se ha globalizado la guerra por recursos, el dominio de las
corporaciones, pero también el vocabulario y las formas y métodos de una
izquierda occidental que traicionó a la humanidad.
No se trata de caer en la reducción al absurdo de asumir que, en el
contexto chileno u otro, la lucha de género, indígena, ambiental, y otras más,
lleven en su naturaleza un atributo negativo. Es más bien todo
lo contrario: la política de identidad llevada a cabo por la izquierda actual
refuerza el aislamiento de estas causas, las vuelve fines en sí mismas, reduce
su potencial político a maniobras de reconocimiento y crea tensiones crecientes
por cuotas de protagonismo en el panorama institucional y de medios.
En este marco, el
discurso de Boric al
obtener la victoria sobre Kast es un interesante mapa de coordenadas. El
catedrático chileno Grínor Rojo intenta
captar su esencial final,
y pone el acento en atributos que lo distancian del discurso de Allende como el
énfasis en la diferencia y la diversidad de Chile. Más allá del mar de
contradicciones del texto y la cascada de referencias teóricas empleadas, Rojo
interpreta una línea maestra que preanuncia la trayectoria que asumirá Boric:
"En suma: la tarea que el fondo conceptual del
discurso de Boric está anunciando y que él tratará de poner en ejecución es
diáfana y correcta: unir a la comunidad nacional, pero sin meterla por eso en
una camisa de fuerza. Ni en una camisa de fuerza de ultraizquierda (la que pone
en el centro a la clase obrera o al pueblo todo y afirma que cualquier
identidad que no sea esa es inadmisible) ni menos en una de ultraderecha, para
la que tampoco existen las diferencias".
Quizás sin saberlo, Rojo confiesa que Boric está decididamente alejado de
esa visión supuestamente anticuada que ve a Chile como un pueblo todo, por lo
que se centrará en las líneas que lo separan. Para un Boric moldeado por la
izquierda identitaria, la imagen de lo diverso, con su acento en la diferencia,
se volvió más interesante, cool y atractiva que lo común.
La sustitución del eje material y de clase por la espectacularidad y el
artificio simbólico puede resultar una apuesta ganadora dado el nivel de
normalización de la obsesión identitaria. Sin haber alcanzado ni siquiera una
transformación real en las condiciones
de desigualdad tan extremas que vive el país, Boric ya ha recibido ovaciones por la paridad de
género en su gabinete y por su tono ponderado y de apertura a múltiples
sectores.
No se cuestiona que sean avances significativos. Pero lo que genera
preocupación es que las decisiones en esa dirección se intenten imponer como el
único método de validación de un gobernante dentro de ese amplio campo que es
la izquierda y el progresismo.
Venezuela, con una guerra híbrida de una potencia nuclear a cuestas,
soportando una presión inaudita y creciente durante años, ahora intenta ser
desdibujada por un Boric que no ha visto la muerte de frente con un dron
artillado, ni una orden de captura por 15 millones de dólares por capturarte y
asesinarte o la disolución del fisco de la República que gestionas por un
bloqueo económico.
Boric apuesta a la política de identidad porque ahí puede obtener triunfos
mediáticos y ganar audiencia, respaldo y prestigio, de acuerdo a las mediocres
pautas actuales, sin pelear en el terreno de una guerra real, como le ha tocado
a Maduro, a quien le tocó perder la buena publicidad de representar a una
"izquierda moderna y democrática" a cambio de mantener a flote a un
país entero.
Volviendo sobre lo anterior, Pamela Figueroa en un extenso artículo de la revista Nueva Sociedad considera
que la "diversidad" de la sociedad chilena solo puede verse desde el
filtro identitario:
"Esta pluralidad [la del gabinete] es notoria
frente a la predominante presencia de varones abogados o ingenieros en los
gobiernos anteriores. También está presente la diversidad sexual, con dos
representantes de la comunidad LGTBI. Se trata de un gabinete que se parece más
a la diversidad de la sociedad chilena".
Bajo un criterio de superficialidad, la tesis de Figueroa sería correcta.
No obstante, de acuerdo a las cifras del Instituto Nacional de Estadística, el
70% de los ingresos de los hogares chilenos provienen de sueldos y salarios,
el 89,1%
de los trabajadores y trabajadores trabajan 40 horas o más a la semana y más
del 70% de la masa laboral con salarios que oscilan entre 288 mil y 1 millón de pesos, muy por
debajo del
gasto familiar promedio.
Otros
datos muestran
que en un 34% de las empresas donde hay sindicatos constituidos existe
hostigamiento por estar afiliado, además de acoso laboral y obstáculos a la
afiliación.
El paisaje material rebate la tesis de Figueroa. Los datos muestran a un
país compactado entre el sufrimiento y la precariedad. Las líneas de separación
que se dibujan son puramente ideológicas y producto de preocupaciones
académicas.
En su primera entrevista a un medio extranjero tras haber
ganado las elecciones (la BBC), Boric dejó ver los reflejos de lo anteriormente
comentado referido al identitarismo. Ante la pregunta de las habilidades y
competencias de que debe tener un presidente, Boric afirmó:
"Yo me he ido formando la convicción de que
un buen presidente no es el que está más ocupado, no es el que tiene más
papeles a su alrededor. Un buen presidente es el que tiene la capacidad de
escuchar, de abrirse a nuevas ideas, aunque no provengan de su círculo más
íntimo".
Cuesta saber si Boric asumió el reto de conducir a un país, primero, para
sentirse bien consigo mismo.
En la misma entrevista, afirmó que no usaría corbata para el cambio de
mando porque sería traicionar su esencia. Indicó que le cuesta asimilar que
dirige una institución presidencial (parte del hecho de que está idealizada),
que aspira irse del cargo con menos poder con que llegó y reafirmó su buena
sintonía con Justin Trudeau y Emmanuel Macron en cuanto al cambio climático.
Afirmó que "primero uno hace cambios culturales antes de tener la
oportunidad de dirigirlos", incurriendo en el error de que puede existir
una transformación en ese plano sin conquistar una mayoría social sólida y
alcanzar logros verificables en la distribución de la riqueza.
Es el turno de la élite económica chilena de sobarse las manos, a sabiendas
de que tienen un amplio margen de concesiones y estabilización sin verse
molestados sus privilegios de poder reales. Como dijo Boric: "No espero
que estén de acuerdo conmigo, pero sí que dejen de tenernos miedo".
Para ir terminando, es obvio que Boric juega la carta de atacar a Venezuela
para polemizar con el ala más a la izquierda de su gobierno, cuyo apoyo al
proceso se ha mantenido. De esta forma, polemiza indirectamente, trata de
limitar el margen de acción de los más comprometidos con la agenda de cambio,
pero se evita la molestia de hacerlo en temas programáticos.
Sin embargo, el marco intelectual y de comprensión del mundo de Boric es
indisociable de su postura vertida contra Venezuela en sus primeras
declaraciones como mandatario electo.
En definitiva, su cercanía con Europa es la causa de su lejanía con el
proceso venezolano, y su delirio por las formas e identidades choca con un país
que pelea por su futuro y supervivencia inmediata desde los conceptos de clase,
nación y patria, cuyo patrimonio continúa siendo fuente de preservación y
adaptación.
La apuesta por la tradición nos sigue salvando de la confusión de la
novedad, que corresponde al mundo de la mercancía y el consumo.
Y es normal que ese cúmulo de valores le haga ruido a alguien que, por
ahora, y muy a diferencia de nosotros, tiene muy poco que demostrar.
Publicado por La Cuna del Sol
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