Manuel José Arce, es uno de los
más exquisitos poetas guatemaltecos. En su conocida columna periodística, Diario
de un escribiente, aparecida entre en 1970 y 1978, años ricos en
acontecimientos de todo tipo, artículos que no murieron el día de su publicación
porque, naciendo al impulso de las emociones, cristalizaron en verdaderas
realizaciones artísticas. La selección que se estará publicando en nuestra
revista La Cuna del Sol, incluye los temas más variados: hay temas
tiernos, recios y también rebeldes; otros son tan chapines que nos hacen soltar
el llanto o la risa: folklore, arte, protesta, preocupaciones humanas,
vivencias, etc. Todos son artículos originales y sensitivos, gritos del sentir
y pensar de un hombre que no sólo se rebela con su crítica sino alienta la
lucha por la vida. Al final de las entregas se incluirá un estudio crítico de
la importante obra de Manuel José Arce (descendiente de los próceres de nuestro
país) y que entre sus títulos o diplomas formativos tiene un certificado otorgado
por un INTECAP: Ayudante de Albañil. No obstante, fue durante muchos años
tallerista de arte dramático en universidades europeas y latinoamericanas. Luciano Castro Barillas
DOÑA
CARMEN
Le contaré, lector amigo, si no soy un charamilero, un asesino, un
resentido, no es por casualidad. Tuve una adolescencia turbulenta y
desesperada. Prófugo de la amada sombra de mi padre desde los quince años a
consecuencia de una sorda conspiración digna de una novela psicológica y que,
si sobrevivo a los protagonistas, se la contaré algún día, desde esa época
empecé a darme trompadas con la vida. Dos veces me pasé las fronteras de
contrabando y en una de ellas caí preso y fui traído por cordillera hasta la
capital. Hice vida militar, vida de obrero y de vago. Nadie me aguantaba. Mejor
dicho, casi nadie. Para colmo, la poesía, la pintura y las artes todas me
tenían hecha una coctelera la cabeza, al mismo tiempo que el fútbol, el mambo y
las traídas. Por ser asiduo visitante de la Casa de la Cultura me gané la
antipatía de mi familia -con gran parte
de ella recurrí desde entonces a la poda del árbol genealógico- que veía con
ojos escandalizados mis lecturas de Neruda, de Baudelaire y de Lautrèamont.
Así andaba yo entre los
“repasos”, los partidos de fut y las inquietudes literarias que habrían de
condicionar mi vida para siempre, exiliado de mis parientes. Múltiples noches
dormí en parques y sitios por el estilo, con la cobija de mi rebeldía por toda
comodidad. Sin embargo, nunca falta gente buena que tuviera para mí un consejo
a tiempo, un sitio en la mesa familiar y hasta un pedazo de techo bondadoso.
Aquí entra en escena doña Carmen
Pinagel viuda de Asturias. Su
antepenúltimo hijo, José Osvaldo, alias Pájaro Loco, futbolero empedernido, con
una vocación de portero que lo habría llevado muy lejos si la vida no le
hubiera trazado otros caminos ajenos al deporte, compañero fraternal de
pandilla, se reía de buena gana de mis afanes literarios, pero veía en mi
agresividad y en mi poco amor al pellejo de por aquellos años la posibilidad de
hacer un buen alero derecho para un equipo que soñaba formar. Así establecimos
una amistad que nos hizo hermanos. Mis poemas le resultaban estupendos para las
declaraciones de amor con las traídas. Sus tacuches me quedaban a la medida. En
muchas ocasiones participamos juntos, hombro con hombro en descomunales
trifulcas que emprendíamos solidariamente contra las respectivos rivales y sus
aliados. Nos reconocimos como primos, pero en realidad éramos hermanos.
Y éramos hermanos porque doña
Carmen, al conocer mi situación, me abrió las puertas de su casa y, como a uno
más de sus hijos, me acogió allí durante una larga temporada. Eran tiempos
duros aquellos. Había enviudado de don Mario Asturias, hombre íntegro que pasó
por diversos pueblos de la administración pública con la norma inquebrantable
de servir a su país a costa de su propio bienestar. No quedaron bienes ni
dineros, sino su ejemplo laborioso y honrado para sus hijos. Estos, mocetones
fuertes, alegres, empezaron a pelear con la vida desde muy temprano; cada uno
de ellos se impuso el deber de suplir al padre en el duro marco de las
obligaciones familiares y todos, bajo el recio pero amable matriarcado de doña
Carmen formaban una familia cordial y llena de cariño.
Han pasado los años desde
entonces sin pedirnos permiso. Eugenio
-boxeador triunfal y actor de teatro-
emigró, al igual que Mario, Osvaldo y Leopoldo, lejos de de Guatemala.
Quedan acá Blanca, Gilda, Carmencita y Gonzalo. Ya casi nunca nos vemos. Casi
nunca nos escribimos. Todos nos hemos llenado de hijos, hemos cambiado mucho
desde entonces. Por mí, el fut se puede quedar en el estadio. Los repasos ya no
nos interesan ni a Pájaro Loco ni a este escribiente. El mambo pasó de moda.
Pero hoy, día de la madre según
lo proclaman los almacenes, doña Carmen, la maternal y noble doña Carmen, desde
un rinconcito muy suyo de mis años, me reclama estas líneas. En enero, mientras
estaba yo en San Antonio Panimaquín dándole los últimos toques al libreto de La
Última Profecía, se derrumbó como una ceiba apacible que me cobijó con
su sombra bondadosa en la época más atormentada de mi vida. No pude verla. No
pude abrazar a mi hermano Pájaro Loco durante su breve y luctuosa permanencia
en Guatemala. Fue Manolo, mi hijo, que estaba en esos días en la capital, quien
recibió la visita de mi hermano remoto en casa y quien acaso en nombre mío pudo
decirle algo de todo esto.
Y, la verdad, es que me pone muy
triste todo esto.
Aunque agradezco a la vida que,
en momentos duros y definitivos, aquella hermosa familia haya estado allí con
su generosidad irregateada y creo más en la gente cuando pienso que una persona
como doña Carmen no pasa sin dejar una huella de ejemplos que hacen del mundo
un lugar en el que, a pesar de todo, se puede vivir aún.
Publicado por Marvin Najarro
CT,USA.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario