Las he visto en las calles céntricas de la
ciudad con su adolescencia marchita, tatarateando encima de los tacones a los
que no se han habituado aún, con la sorpresa campesina que el callo del cinismo
defensivo no ha logrado ocultar del todo.
LA VIDA ALEGRE
Por Manuel José Arce
-“Y… ¿Desde cuándo te entregaste a la vida
alegre, hija mía…?
-¿Vida “alegre”, señor cura? ¡Ya lo quisiera
ver a usted a las cuatro de la mañana, dándole servicio a un bolo hediondo!
¡Alegre la canasta!
El chistecito aquel que me contaron en un
velorio muy serio, hace ya varios años, se me viene hoy a la memoria a
propósito del martirologio de las pobres mariposillas nocturnas que pueblan
nuestra oscura ciudad.
Vida perra la que les ha tocado.
Están bajo la punta del embudo. Sobre ellas
caen los desagües y las enfermedades todas de nuestra ciudad. Y no me refiero
solo a las enfermedades aquéllas, cuyos agentes patógenos crearon ya
resistencia a los antibióticos, sino a las otras: a la soledad amarga, al
desprecio por el ser humano, a la compra, venta y alquiler de gente, al
chantaje, a la injusticia, a la explotación más despiadada ¡en fin!
Las he visto en las calles céntricas de la
ciudad con su adolescencia marchita, tatarateando encima de los tacones a los
que no se han habituado aún, con la sorpresa campesina que el callo del cinismo
defensivo no ha logrado ocultar del todo.
Han debido salir a la calle salir a la calle a
masacrar sus propios sueños, porque en la covacha familiar no había pan ni
trabajo, porque las condiciones de vida del rancho remoto no admitían una boca más, porque el hombre se
fue con otra y las dejó cargadas de chirices, porque vinieron a la capital de
sirvientillas contratadas por una señora gorda y muy pintada y que tenía un
carrote así y unos amigos -todas las
noches distintos- muy bolos y alegres.
Los aguaceros, los fríos, los juanetes, las
hambres, y las gomas se aguantan allí, en la esquina de una calle. Las carreras
cuando hay batidas. Los quetzales arrebatados por el padrote que chupa o que se
quema, pero que al menos se deja querer.
-Lo hacen por vicio o por haraganería, les
gusta ganarse la plata sin trabajar, la vida fácil… -decía una señora en el té del otro día.
“¿Vida fácil señor cura?”.
Nuestra sociedad con sus tabúes, sus prejuicios
y sus soluciones superficiales, las acepta y las usa como un mal
necesario: -“Si no fuera por ellas,
los muchachos no podrían tener novias decentes y como Dios manda… Y a pesar de todo, ya ven la promiscuidad de
ahora… Ya los azahares de la pureza son una burla en las bodas…” -comentaba la misma señora, como si fuera
imprescindible vivir o como víctima o como victimario en este mundo.
Y ahora, para colmo, hasta la propia vida
arriesgan las pobres en su lamentable trabajo (¡que aburrido les debe resultar
ese remedo de amor!): Un día se “trarrosca” un hijo de vecino y, como si ellas
tuvieran la culpa, se dedica a mutilarlas, a asesinarlas, a agredir esos pobres
pechos marchitos.
¡Vida alegre, la canasta!
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