(…)La estabilidad laboral y
los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí a poco un tema para
arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo al revés, la
libertad oprime: la libertad del dinero exige trabajadores presos de la cárcel
del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El dios del mercado
amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El
miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano
de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia
más universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser arrojado a las largas
colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un “obstáculo
interno”, para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que
explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los
obstáculos internos”?
LOS DERECHOS DE LOS
TRABAJADORES:
¿UN TEMA PARA ARQUEÓLOGOS?
El escritor uruguayo convocó
a cientos de estudiantes, que fueron hasta nueve horas antes de que hablara
para conseguir entrar. El tema era uno “que ya no suele tocarse”, el del
trabajo “y el del miedo que tenemos todos de quedarnos sin trabajo”. Fue escuchado
en un silencio profundo y aclamado al final.
Por Eduardo Galeano
Este mosaico ha sido armado con unos pocos textos míos, publicados en
libros y revistas en los últimos años. Sin querer queriendo, yendo y viniendo
entre el pasado y el presente y entre temas diversos, todos los textos se
refieren, de alguna manera, directa o indirectamente, a los derechos de los
trabajadores, derechos despedazados por el huracán de la crisis: esta crisis
feroz, que castiga el trabajo y recompensa la especulación y está arrojando al
tacho de la basura más de dos siglos de conquistas obreras.
La tarántula universal
Ocurrió en Chicago, en 1886.
El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades,
el diario Philadelphia Tribune diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado
por una especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate.
Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo
de ocho horas y por el derecho a la organización sindical.
Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron
sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer, Albert
Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado, Louis Linng,
se había volado la cabeza en su celda.
Cada 1º de mayo, el mundo entero los recuerda.
Con el paso del tiempo, las convenciones internacionales, las
constituciones y las leyes les han dado la razón.
Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los
sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes
derretidos que pintó Salvador Dalí.
Una enfermedad llamada trabajo
En 1714 murió Bernardino Ramazzini.
El era un médico raro, que empezaba preguntando:
–¿En qué trabaja usted?
A nadie se le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia.
Su experiencia le permitió escribir el primer tratado de medicina del
trabajo, donde describió, una por una, las enfermedades frecuentes en más de
cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los
obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados,
irrespirables y mugrientos.
Mientras Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott.
Siguiendo las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la
vida y la muerte de los obreros pobres. Entre otros hallazgos, Pott descubrió
por qué era tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se
deslizaban, desnudos, por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea
de limpieza respiraban mucho hollín. El hollín era su verdugo.
Desechables
Más de noventa millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas
Wal-Mart. Sus más de novecientos mil empleados tienen prohibida la afiliación a
cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un
desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los derechos
humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de asociación. El
fundador de Wal-Mart, Sam Walton, recibió en 1992, la Medalla de la Libertad,
una de las más altas condecoraciones de los Estados Unidos.
Uno de cada cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez niños,
engullen en McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los trabajadores de
McDonald’s son tan desechables como la comida que sirven: los pica la misma
máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las
empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett Packard lograron evitar
esa molestia. El gobierno de Malasia declaró union free, libre de sindicatos,
el sector electrónico.
Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa obreras
que murieron quemadas en Tailandia, en 1993, en el galpón trancado por fuera
donde fabricaban los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson y Los Muppets.
En sus campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore
coincidieron en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo
norteamericano de relaciones laborales. “Nuestro estilo de trabajo”, como ambos
lo llamaron, es el que está marcando el paso de la globalización que avanza con
botas de siete leguas y entra hasta en los más remotos rincones del planeta.
La tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero
de Nike en Indonesia tenga que trabajar cien mil años para ganar lo que gana en
un año un ejecutivo de Nike en los Estados Unidos.
Es la continuación de la época colonial, en una escala jamás conocida. Los
pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos
baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos
deportivos, computadoras o instrumentos de alta tecnología además de producir,
como antes, caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado
mundial.
Desde 1919, se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las
relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional del
Trabajo, de esos 183 acuerdos, Francia ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y
los Estados Unidos... catorce. El país que encabeza el proceso de globalización
sólo obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente impunidad a sus
grandes corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la
conquista de territorios que las industrias sucias pueden contaminar a su
antojo. Paradójicamente, este país que no reconoce más ley que la ley del
trabajo fuera de la ley es el que ahora dice que no habrá más remedio que
incluir “cláusulas sociales” y de “protección ambiental” en los acuerdos de
libre comercio. ¿Qué sería de la realidad sin la publicidad que la enmascara?
Esas cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo
al rubro relaciones públicas, pero la sola mención de los derechos obreros pone
los pelos de punta a los más fervorosos abogados del salario de hambre, el
horario de goma y el despido libre. Desde que Ernesto Zedillo dejó la
presidencia de México, pasó a integrar los directorios de la Union Pacific
Corporation y del consorcio Procter & Gamble, que opera en 140 países.
Además, encabeza una comisión de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos
en la revista Forbes: en idioma tecnocratés, se indigna contra “la imposición
de estándares laborales homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales”.
Traducido, eso significa: olvidemos de una buena vez toda la legislación
internacional que todavía protege a los trabajadores. El presidente jubilado
cobra por predicar la esclavitud. Pero el principal director ejecutivo de
General Electric lo dice más claro: “Para competir, hay que exprimir los
limones”. Y no es necesario aclarar que él no trabaja de limón en el reality
show del mundo de nuestro tiempo.
Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos: yo no
fui. En la industria posmoderna, el trabajo ya no está concentrado. Así es en
todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas fabrican las
tres cuartas partes de los autos de Toyota. De cada cinco obreros de Volkswagen
en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa. De los 81 obreros de Petrobras
muertos en accidentes de trabajo a fines del siglo XX, 66 estaban al servicio
de contratistas que no cumplen las normas de seguridad. A través de trescientas
empresas contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para
las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un estado que
en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra:
“Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social, para
asegurar un clima favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai, alto dirigente
del Partido Comunista chino.
El poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las
personas compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece más a cambio de menos, a
ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están
quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de
lucha.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo
se llaman “sweat shops”, talleres del sudor, crecen a un ritmo mucho más
acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en
la Argentina están “en negro”, sin ninguna protección legal. Nueve de cada diez
nuevos empleos en toda América latina corresponden al “sector informal”, un
eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios. La
estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí a
poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige
trabajadores presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles.
El dios del mercado amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier trabajador, en
cualquier lugar. El miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para
reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por
hoy, la fuente de angustia más universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser
arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme
convertirse en un “obstáculo interno”, para decirlo con las palabras del
presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores
diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”?
Y en tren de preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que
divide al mundo en domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha
por la dignidad del trabajo? Menudo desafío.
Un raro acto de cordura
En 1998, Francia dictó la ley que redujo a treinta y cinco horas semanales
el horario de trabajo.
Trabajar menos, vivir más: Tomás Moro lo había soñado, en su Utopía, pero
hubo que esperar cinco siglos para que por fin una nación se atreviera a
cometer semejante acto de sentido común.
Al fin y al cabo, ¿para qué sirven las máquinas, si no es para reducir el
tiempo de trabajo y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso
tecnológico tiene que regalarnos desempleo y angustia?
Por una vez, al menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta
sinrazón.
Pero poco duró la cordura. La ley de las treinta y cinco horas murió a los
diez años.
Este inseguro mundo
Hoy, abril 28, Día de la Seguridad en el Trabajo, vale la pena advertir que
no hay nada más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los
trabajadores que despiertan, cada día, preguntando:
–¿Cuántos sobraremos? ¿Quién me comprará?
Muchos pierden el trabajo y muchos pierden, trabajando, la vida: cada
quince segundos muere un obrero, asesinado por eso que llaman accidentes de
trabajo.
La inseguridad pública es el tema preferido de los políticos que desatan la
histeria colectiva para ganar elecciones. Peligro, peligro, proclaman: en cada
esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino. Pero esos políticos jamás
denuncian que trabajar es peligroso, y es peligroso cruzar la calle, porque
cada veinticinco segundos muere un peatón, asesinado por eso que llaman
accidente de tránsito; y es peligroso comer, porque quien está a salvo del
hambre puede sucumbir envenenado por la comida química; y es peligroso
respirar, porque en las ciudades el aire puro es, como el silencio, un artículo
de lujo; y también es peligroso nacer, porque cada tres segundos muere un niño
que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.
Historia de Maruja
Hoy, 30 de marzo, Día del Servicio Doméstico, no viene mal contar la breve
historia de una
trabajadora de uno de los oficios más ninguneados del mundo.
Maruja no tenía edad.
De sus años de antes, nada decía. De sus años de después, nada esperaba.
No era linda, ni fea, ni más o menos.
Caminaba arrastrando los pies, empuñando el plumero, o la escoba, o el
cucharón.
Despierta, hundía la cabeza entre los hombros.
Dormida, hundía la cabeza entre las rodillas.
Cuando le hablaban, miraba el suelo, como quien cuenta hormigas.
Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria.
Nunca había salido de la ciudad de Lima.
Mucho trajinó, de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, encontró
un lugar donde fue tratada como si fuera persona.
A los pocos días, se fue.
Se estaba encariñando.
Desaparecidos
Agosto 30, Día de los Desaparecidos:
los muertos sin tumba,
las tumbas sin nombre,
las mujeres y los hombres que el terror tragó,
los bebés que son o han sido botín de guerra.
Y también:
los bosques nativos,
las estrellas en la noche de las ciudades,
el aroma de las flores,
el sabor de las frutas,
las cartas escritas a mano,
los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo,
el fútbol de la calle,
el derecho a caminar,
el derecho a respirar,
los empleos seguros,
las jubilaciones seguras,
las casas sin rejas,
las puertas sin cerradura,
el sentido comunitario
y el sentido común.
El origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la guerra española y la cruz y la
espada reinaban sobre las ruinas de la República.
Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel,
buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un
rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda.
Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le
quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los
reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño
pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo
contó.
Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio.
Me lo contó: él era un niño desesperado, que quería salvar a su padre de la
condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
–Pero papá –preguntó Josep, llorando–. Si Dios no existe, ¿quién hizo el
mundo?
Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo:
–Tonto.
Dijo:
–Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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