Las amenazas de muerte y las
órdenes de ejecución sin ninguna clase de juicio no sirven para intimidarnos,
ni logran aclimatar el ambiente de reconciliación necesario para concertar una
salida. Valga recordar, llevando abusivamente a la prosa a Jorge Manrique, que
Esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, por tristes casos,
llorosos, fueron sus buenas venturas trastornadas; así que no hay cosa fuerte,
que a papas, emperadores y prelados, así los trata la muerte, como a los pobres
pastores de ganado. Cuando morimos descansamos, Santos.
CUANDO MORIMOS DESCANSAMOS,
SANTOS
Por Timoleón Jiménez
Ahí vamos, ahí vamos… respondió socarronamente el general Sergio Mantilla
cuando la prensa le preguntó cuán cerca de Timoleón Jiménez se hallaba el
Ejército. Como quien repite una lección aprendida, dijo igual que el
Presidente, que la guerra está pronta a acabarse por las buenas o por las
malas. Y aprovechó la ocasión para advertir a nuestros delegados en La Habana
que siguen siendo un objetivo de alto valor estratégico, así que no vaya a
ocurrírseles salirse del proceso, o de Cuba, porque perderían las garantías
conocidas.
El general Mantilla al menos hizo mención a órdenes de captura. El
Presidente en cambio fue mucho más explícito, la orden que tienen las fuerzas
militares es ejecutar a cualquier miembro de las FARC que localicen en
Colombia. Dar muerte, o de baja, o matar, especialmente a Timochenko, con quien
al mismo tiempo no descarta reunirse, siempre que sirva para poner fin al
conflicto. No se puede bajar un instante la guardia, porque “sería un incentivo
perverso para que la guerrilla prolongue las conversaciones indefinidamente”,
explicó.
A La oligarquía colombiana, como a sus verdugos de turno, no le interesa
disimular su carácter violento, ni su lógica de imposiciones y dominación. Ante
las tropas, por boca del Presidente, repite el estribillo según el cual la Mesa
de La Habana no hubiera existido si no fuera por la campaña exitosa cumplida
por las fuerzas armadas. En otros escenarios, es el Alto Comisionado de Paz,
Sergio Jaramillo, quien advierte que para llegar al punto actual fueron
determinantes el Plan Colombia de Pastrana y el cerco militar realizado durante
el gobierno de Álvaro Uribe.
El punto actual son las conversaciones de paz de La Habana. Y el punto de
partida, el proceso de paz del Caguán. Resulta una monumental tontería afirmar
que se requirieron diez años de guerra, aterradoras cifras de muertos y
heridos, miles de millones de dólares y millones de desplazados y de víctimas
para obligar a las FARC a sentarse en una mesa de diálogos, cuando precisamente
allí estábamos al iniciarse semejante demostración de fuerza tan criminal como
inútil. Olvidaron que fue el régimen quien se paró de la Mesa.
En todas sus guerras contra el pueblo de Colombia, la oligarquía
bipartidista ha apelado a los emplazamientos y amenazas. El Presidente Valencia
creyó que con izar el pendón nacional en la destruida aldea de Marquetalia
había finiquitado el asunto. Y el Presidente Gaviria, que con su guerra
integral pondría fin al problema en dieciocho meses. El presupuesto de Uribe fue
de dos años, y no lo logró en dos gobiernos. Recién posesionado, Santos
advirtió que si no nos entregábamos vendrían por nosotros. Lejos de lograrlo,
vuelve a mostrarnos los colmillos.
La cuestión con las FARC, que sin duda celebraremos nuestros cincuenta años
de lucha armada mientras Juan Manuel hace las maletas o pugna por su
reelección, es más sencilla de lo que parece. Mucho más fácil que matarnos o
desmovilizarnos a todos. Más simple que encarcelar 13.700 compatriotas
inconformes. Es abrir realmente las puertas a la democracia en nuestro país,
desterrar para siempre la manía de imponer las decisiones a la fuerza.
El diario 'El espectador' tituló recientemente que todos los días era
atacado un defensor de derechos humanos en Colombia y que en los siete primeros
meses de 2013 cada cuatro días ha sido asesinado uno. En un país en que el
Presidente y los ministros del interior y de defensa acusan de guerrilleros de
las FARC a los campesinos y mineros que protestan y paran, no es extraño que la
Policía y el Ejército, en cumplimiento del público mandato presidencial, los
repelan con granadas y balas de fusil. Ni que los grupos paramilitares que
subsisten amenacen de muerte a líderes de la oposición o maten dirigentes
reclamantes de tierra o defensores de derechos humanos.
¿Acaso valían algo los campesinos masacrados en las recientes marchas en el
Catatumbo? ¿No salió todo el Establecimiento y la prensa a rodear al conductor
que en Cáceres decidió arrollar con su camioneta a los mineros que bloqueaban
la vía? En este último caso, todos hablaban del terrible drama del pobre hombre
que accidentalmente, por obra de la infiltración guerrillera en la protesta,
había matado a cinco mineros y lesionado ocho más, estableciendo una cruel
segregación entre quien deliberadamente asesina y las repudiables víctimas que
lo provocan. Vaya a saberse realmente cuál es la condición de semejante
energúmeno.
Cuando el presidente se ufana en los montes de María de haber estado allá
seis años atrás, comprobando la baja de Martín Caballero, olvida que consta
judicialmente que Caballero y los guerrilleros que lo acompañaban, fueron
rematados salvajemente por la tropa, después que el bombardeo de la fuerza
aérea los había dejado heridos, desarmados y pidiendo clemencia al tiempo que ofrecían
entregarse. Y cuando celebra la muerte de Seplin en el Cauca, oculta que no fue
dado de baja en combate sino asesinado a traición y sobreseguro cuando en
compañía de un campesino transitaba vestido de civil por un camino. Igual a
como mataron a Gabriel Zavala en Zaragoza, o al Negro Eliécer en el Norte de
Santander.
La dificultad para llegar a prontos acuerdos radica precisamente en las
confesiones públicas de Santos: no estamos negociando nada que pueda preocupar
a los colombianos en materia económica o de aspectos fundamentales de nuestro
sistema de gobierno. Los guerrilleros colombianos no estamos defendiendo ningún
sistema criminal de gobierno, ni estamos empeñados en sacar adelante una
política económica que beneficie las transnacionales en desmedro del pueblo de
nuestro país. Santos sí, y esa es nuestra pequeña gran diferencia.
Los combatientes y mandos de las FARC somos revolucionarios, no nos mueve
ningún interés personal, ni percibimos ningún salario por lo que hacemos. Hemos
entregado nuestras vidas a la más bella causa del género humano, poner fin a la
discriminación entre los hombres, a la explotación de unos por otros, a las
injusticias institucionalizadas. Defendemos la independencia y soberanía real
de nuestra patria, banderas heredadas del Libertador Simón Bolívar. No
pretendemos la revolución en una Mesa, pero sí al menos concertar un gran
acuerdo que saque al país para siempre de la opresión violenta, que siente unas
bases mínimas para la construcción de la justicia social. Nuestros adversarios
sólo insisten en rendiciones.
Las amenazas de muerte y las órdenes de ejecución sin ninguna clase de
juicio no sirven para intimidarnos, ni logran aclimatar el ambiente de
reconciliación necesario para concertar una salida. Valga recordar, llevando
abusivamente a la prosa a Jorge Manrique, que “Esos reyes poderosos que vemos
por escrituras ya pasadas, por tristes casos, llorosos, fueron sus buenas
venturas trastornadas; así que no hay cosa fuerte, que a papas, emperadores y
prelados, así los trata la muerte, como a los pobres pastores de ganado”.
Cuando morimos descansamos, Santos.
* Timoleón Jiménez es Comandante del Estado Mayor Central de las FARC-EP
Agosto 14 de 2013
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
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