Esta rara especie subhumana surgió en el territorio nacional hace 66 años, cuando la Primavera Democrática fue traicionada. Son los habitantes de los tugurios.
LOS INFILTRADOS,
ESOS HERMANOS DE
CLASE,
SON LOS GUATEMALTECOS
SUBHUMANOS
Luciano Castro Barillas
Escritor y analista político
La Cuna del Sol
Esta rara especie subhumana surgió en el
territorio nacional hace 66 años, cuando la Primavera Democrática fue
traicionada. Son los habitantes de los tugurios. Su padre fue un alcohólico
violento que los hizo muchas veces dormir en la calle y aguantar hambre, porque
todo se le iba en el guaro. Desde los trece años vendió y aprendió a fumar
mariguana. A robar empezó practicando con los bolos que se quedaban tirados en
línea férrea. Allí vio también por primera vez a unas mujeres embadurnadas de
maquillaje, casi desnudas, oreando sus carnes. Lo invitaron a subirse sobre
ellas por cincuenta centavos. Y adquirió a su tierna edad la primera
enfermedad, una purgación doliente y apestosa. La escuela la abandonó temprano
y con dificultad leía la prensa que en ocasiones vendía por el Parque Central.
Por los rincones podridos del Mercado de la
Terminal de la zona 4 aprendió a robar baratijas a los buhoneros de occidente y
practicar la guinda, o sea correr
con toda la velocidad que le daban sus piernas, saltando sobre bultos y
personas. Su madre, ya abandonada por el padre; se juntó con otro hombre, un
padrastro malvado que le aporreaba la espalda con un mecate, de esos lazos
gruesos y pesados con que se conduce a los bueyes. Desesperado y aterrorizado
por el maltrato tomó las calles por su casa y supo de dormir en cartones en los
aleros de la sexta avenida. Supo también lo terrible de aguantar hambre. Otros
hambrientos igual a él le enseñaron que el pegamento quita el hambre y pasó tocando saxofón como cinco años, hasta
que sintiéndose absolutamente miserable y enfermo decidió, por su cuenta, deja
el saxo y emplearse como repartidor de pan en varias zonas de la capital.
Con su trabajo descubrió la satisfacción de
comprar algunas cosillas que le hacían tanta falta, como unos zapatos burros,
de gran aguante y, calcetines, tres pares, para lavarlos en la fuente del
parque central y no andar con los pies pestilentes. Supo de comer en un pequeño
comedor en el mercado y pagar, sobre todo pagar, lo que comía. Conforme iba
creciendo sus manos se hicieron grandes y fuertes, sus pies también se
estiraron y su estatura fue otra, se aceleró su tamaño, cambió su voz, ahora
grave; pero sobre todo su sorpresa fue que ahora tenía una insinuación de
bigote y el vello apareció en las partes pudendas de su cuerpo.
Se hizo adulto y cuando cumplió sus diez y ocho
años fue a la oficina de cédulas de la Municipalidad y grande sorpresa tuvo
cuando el oficial encargado, tras la máquina de escribir, le preguntó: (…) ¿Oficio o profesión? Azorado,
confundido, no sabía qué responder. “¿Ofició
o profesión?, volvió a insistir el oficial. Farfullando sus palabras,
entrecortadas, con timidez le dijo: “Repartidor
de pan”. El oficial a carcajadas le dijo: “Mirá muchacho, eso que hacés no
es realmente un oficio, si fueras panificador sería otra cosa”. Nunca se había
sentido tan avergonzado de enterarse en ese momento que era un vago. Que no
tenía oficio ni profesión. Que se ocupaba de repartir pan, pero en realidad eso
no era un oficio.
Y así por la vida fue dando tumbos, hasta que
lo botaron de su trabajo de repartidor de pan y tuvo que lustrar, vender
chicles, cigarros y caramelos para sobrevivir. Pero ya no quiso robar. Miraba
como otros jóvenes de su edad iban a los colegios, se educaban y a los pocos
años iban camino de la universidad y se hacían médicos, abogados, ingenieros; a
los que él les lustraba los zapatos en los campus de la universidad. Y creció
su resentimiento contra esos señoritos
de la pequeña burguesía guatemalteca que en un momento gastaban lo que él
lograba hacer en un mes.
Una tarde, por estos días tan revueltos,
acompañó a los manifestantes capitalinos por las calles de la ciudad pues se
enteró que había que sacar a un presidente deshonesto y a decenas de
sinvergüenzas que se atrincheraban en un edificio llamado Congreso Nacional.
Tuvo fuertes impulsos y decidió darle mecha, echarle candela a ese recinto,
pues según escuchaba gritar, eran los causantes de las desgracias de los
pobres. Trepó con un formidable garrote, quebró los ventanales y vertió
gasolina. Las llamas salieron con fuerza buscando oxígeno a la calle y las
fotografías de unos viejos mañosos ardieron inmediatamente. Los manifestantes,
los otros, los que hacían en la plaza como que hacían algo, gritaron al
unísono: ¡Infiltrados, infiltrados, no
somos nosotros! Y se dio cuenta al instante que había hecho algo malo, pero
si tanto era el odio contra esos viejos de ese lugar, por qué no les hacían
algo. Al menos, por lo menos, quemar su guarida.
La policía los persiguió, pero la gran guinda
que practicó desde niño le sirvió en ese momento. No pudieron atraparlo y el
otro día fue noticia en todos los periódicos, del mundo, según le contaron. A
los manifestantes pacíficos ni siquiera los mencionaron. “¿No sé qué hice de malo?, todos maldecían a unos que llaman diputados
porque son malvados. Yo solo quise ayudar… Pero los señoritos pacifistas no
nos quisieron pues dicen que nos pagó la policía y la policía dice que son los
universitarios. No se puede quedar bien con nadie y pienso mejor que miren como
salen…
Publicado por La Cuna del Sol
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