La violencia envuelve todo;
también la respuesta inmediata que surgió: el pedido de pena de muerte. Aunque
se fusilen unos cuantos mareros, ni la salud pública del Hospital Roosevelt
mejorará, ni los asentamientos precarios desaparecerán. Y los corruptos de
cuello blanco siguen saliendo impolutos de la cárcel. En otros términos: las
causas que encendieron la guerra siguen presentes, por tanto, aunque con otra
modalidad, la guerra continúa.
HOSPITAL ROOSEVELT:
LA GUERRA CONTINÚA
Por Marcelo Colussi
La reciente masacre del Hospital Roosevelt, con 7 muertos y una docena de
heridos, es un fenómeno complejo que debe abordarse desde una multitud de
aristas. Lecturas simplistas y opiniones viscerales no permiten entender
realidades tan complicadas.
Una primera reacción –quizá la más generalizada– fue una mecánica y
sentimentaloide respuesta violenta: ¡pena de muerte para los mareros! El hilo
se corta siempre por lo más fino. Sin querer, en modo alguno, dulcificar o
aminorar la conducta antisocial de los pandilleros que provocaron la masacre,
lo importante es intentar entender el fenómeno en su totalidad. En ese sentido,
entonces, los hechores materiales, los jóvenes que operaron las armas (¡por Q.
200!, según se dijo), son el último eslabón de una larga cadena.
Las maras, se sabe, son un síntoma social producto de una sociedad
desgarrada, empobrecida hasta la médula y con una monstruosa historia de
violencia a sus espaldas. Pero más desgarrador y patético que todo eso, es la
utilización que pueden hacer de ellas los llamados “poderes ocultos”: grupos
criminales que operan en el ámbito de una opaca dimensión política, enquistados
en estructuras del Estado.
¿Por qué sucedió la matanza del Hospital Roosevelt? ¿Quién es el
responsable? En todo caso, no hay “culpable” único: es una sumatoria de causas,
histórico-estructurales en un caso, coyunturales en otro, interactuando todas.
Quizá sería más útil preguntarse, dado que esto es un hecho que supera la mera
crónica policial alcanzando ribetes políticos, si alguien se beneficia de todo
esto. La población común, definitivamente no. ¿Habrá otros actores
beneficiados?
Analizando acuciosamente los hechos, se encuentras más preguntas y dudas
que respuestas convincentes. Por lo pronto, es preocupante encontrar que el reo
finalmente rescatado fue trasladado al hospital para un examen de sangre. ¿Mala
práctica o complicidad?
Sin la más mínima intención de apelar a teorías conspirativas (ese día
casualmente se daba, al mismo tiempo de la matanza, el sobreseimiento del caso
“Bufete de la impunidad”, quedando libres la magistrada Blanca Stalling y la ex
directora del Hogar Seguro, Anahy Keller), hay datos que abren interrogantes.
Quizá no haya vinculación entre ese sobreseimiento y lo que estaba sucediendo
en el Hospital, pero sin dudas hechos de tal magnitud como lo sucedido en el
Roosevelt no pueden entenderse solo como casualidades.
Lo cierto es que la violencia descontrolada continúa en el país, y eso, más
allá de pomposas declaraciones, tiene una lógica. Tal violencia va de la mano
de la corrupción y la impunidad reinante. La “ineficiencia” del Estado –que,
sin dudas, la hay– es un corolario de esa corrupción e impunidad. Enviar un
preso a un hospital público solo para un estudio hematológico es una expresión
de todo ese paquete: ¿ineficiencia, corrupción, Estado debilitado? Se había
dicho que eso no volvería a suceder, teniendo en cuenta anteriores experiencias
(una matanza similar en el Hospital San Juan de Dios). ¿Por qué sucedió? Es
evidente que la satisfacción de la población es lo que menos interesa.
¿Sucedería esto en un hospital privado de jerarquía? ¿No es posible atender una
situación similar en la Enfermería del centro carcelario?
Resulta significativo también, y refuerza la situación de corrupción e
impunidad –que no es sino otra forma de demostrar la violencia en que seguimos
viviendo– el cómo puede operar un grupo criminal. Eso evidencia la catástrofe
social que nos envuelve. ¿Quién puede matar por encargo por 200 quetzales? ¿Qué
opción tiene un joven de las (mal llamadas) “zonas rojas”? Sobrevivir
penosamente –si consigue trabajo–, emigrar de ilegal, ¿o la mara? Es cierto que
no todo joven de estas zonas ingresa a una pandilla (contrariando el
prejuicioso mito dominante), pero la puerta para la transgresión está siempre
abierta (recordemos que personas que no vienen de “barrios marginales” también
transgreden, pero por vericuetos de la ¿politiquería?, al mismo tiempo de la
masacre estaban saliendo en libertad en la Torre de Tribunales). La
desesperación social reinante (la catástrofe humana latente, podría decirse)
permite que por 200 quetzales se pueda ir a matar.
La violencia, la cultura de muerte, el desprecio por el otro están
enraizadas en la historia del país. Los 245,000 muertos de la guerra son una
pesada y no procesada herencia que aún cuenta mucho. La impunidad que se
desprende de eso (¿quién se hace responsable de tanto crimen?) marca la
historia. A partir de la pobreza crónica y esa impunidad, es que puede haber
maras que desprecian la vida, y por unos pocos pesos matan a discreción.
La violencia envuelve todo; también la respuesta inmediata que surgió: el
pedido de pena de muerte. Aunque se fusilen unos cuantos mareros, ni la salud
pública del Hospital Roosevelt mejorará, ni los asentamientos precarios
desaparecerán. Y los corruptos de cuello blanco siguen saliendo impolutos de la
cárcel. En otros términos: las causas que encendieron la guerra siguen
presentes, por tanto, aunque con otra modalidad, la guerra continúa.
Publicado por La Cuna del Sol
USA.
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