La perversión humana
pasa por el espanto, por lo inimaginable, por lo insospechado. Es estremecedor
y conmociona ver un ser humano derribado a tiros y, sin embargo es poco,
comparado con el horror de ver a un ser humano diseccionado, desmembrado,
derrengado como si fuera la cadera de un pollo. Quien hace semejantes cosas,
definitivamente, es un demente. Consciente sí de muchos de sus actos, pero un
demente inevitable. Hubo y hay infinidad de tormentos aplicados a personas
indefensas, por acciones criminales comunes o por violencia
ideológica-política, tan despreciable una como la otra. En la antigüedad por
ejemplo fue común el tormento del toro, el cual consistía en meter atado de
pies y manos a un ser humano en las entrañas de un toro muerto para que fuera
comido, lentamente, por las larvas de moscas y escarabajos, con un hoyo en el
cuello del animal para que entrara aire y por supuesto los insectos. El toro de
bronce consistía en meter de la misma manera a un ser humano en tanto bajo el
vientre del toro se prendía leña para cocinarlo lentamente. O el tormento chino
de la rata: sentaban sobre un cajón con ratas al infeliz para que los roedores
buscaran una salida, que era el ano del desafortunado. Y así una infinidad
indecible de atrocidades practicadas por un ser humano contra otro ser humano,
tal dijera el pensador político inglés Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre”. Y aunque las torturadoras
mujeres no son ninguna novedad, Guatemala desafortunadamente le antecede en ese
tipo de crueldades a las torturadoras chilenas: La Macistes, carcelera y torturadora oficial del dictador
Ubico, les masticaba literalmente los testículos al hombre que caía en sus
manos asándolos en pinchos cuyo sabor, indudablemente, disfrutaba. De eso hay
mucho, pero basta con los que menciono para sentir asco y desprecio por esa
clase de personas. Luciano Castro Barillas.
MUJERES QUE TORTURAN
Por Ricardo Candia Cares
Punto Final, agosto 2012
Frente a nuestra celda en el subterráneo tenebroso de la CNI de la calle
Borgoño, estaba encerrada una mujer. Sus gritos se confundieron con los
nuestros cuando nos dieron la primera brutal andanada de golpes, tras bajar los
trece peldaños hacia el subterráneo.
Las instalaciones estaban llenas. Pocos días antes, un grupo de patriotas
intentó el tiranicidio y las detenciones y razias arreciaban. En venganza
habían sido asesinados cuatro personas. Una estela de terror cruzaba el
territorio.
Las celdas del cuartel de Borgoño eran amarillas y medían cinco pasos
cortos de largo y de ancho, a lo más un metro veinte. Una puerta de fierro, una
ventanilla y un camastro de concreto.
A la mujer de la celda de enfrente la torturaban mucho. Le preguntaban por
el desembarco de armas de Carrizal y sus gritos aumentaban nuestro miedo en
esos pasadizos monstruosos. La televisión era subida de volumen y se oía la voz
inconfundible de Enrique Maluenda. Por los gritos que llegaban a pesar de la
televisión, era posible saber que el trato dado a la mujer era mucho más
terrible que el reservado a los hombres. Al que estaba a cargo de la tortura lo
reconocíamos por el ruido que hacía con una cadena y por su silbido, cuando iba
por alguien a las celdas. Entonces, comenzábamos a tiritar.
A la prisionera de la celda de enfrente era una mujer la que la llevaba a
la sala de tortura. La sacaba en medio de amenazas, golpes, ofensas,
humillaciones, sin importarle su llanto aterrado ni sus súplicas. Y luego,
desde nuestras celdas, podíamos escuchar, a pesar del Show de la una ,
cómo la torturaban. Al rato, era devuelta a su celda, llorando de una forma
desgarradora, mientras la mujer a cargo de su vigilancia le propinaba un trato
brutal de golpes, insultos y amenazas.
La voz de esa mujer torturadora causaba un miedo adicional en esos pasillos
del terror, pero era la de una mujer común. No tenía una carraspera adjudicable
a una loca, ni la ronquera de una poseída, ni el balbuceo de una alcohólica.
Parecía ser la de una oficinista, una dueña de casa, una vendedora. No tenía
voz de torturadora. Pero lo era.
De vez en cuando, en la noche, la mujer de la celda de enfrente se ponía a
gritar. Serían sus pesadillas, sus dolores, su terror. Entonces aparecía la
mujer que la custodiaba, abría la celda y la golpeaba e insultaba de una manera
mucho más brutal, cruel y agresiva a como lo hacían los hombres, sus colegas y
jefes de la CNI.
Una mujer aterrorizaba a otra mujer indefensa, rendida, torturada, en el
límite de sus fuerzas, presa de la desesperación y del miedo más profundo.
Estos recuerdos aparecen en el momento en que se ve al contingente de
carabineras que fue encargado de sacar a las muchachas del Liceo Carmela
Carvajal, quienes mantenían tomado su colegio en una muestra soberbia de
dignidad y solidaridad. Fueron detenidas y golpeadas de una manera insana.
No hay entre las muchachas dos opiniones respecto de esas mujeres policías
en su rol indigno de carceleras. Maltrataron, humillaron, golpearon con
ferocidad, con un lenguaje grosero y una brutalidad que el sentido común cree
propio de los hombres y no de las mujeres. Las niñas coinciden que esas mujeres
vestidas de verde fueron mucho más agresivas y malas que sus colegas hombres:
“Son más perras”, dijeron a coro.
Varias preguntas quedan en el aire: ¿Cómo una mujer, madre, hija, puede
llegar a ser la castigadora cruel e insensible de una niña de quince años? ¿Qué
proceso traumático debe sufrir una mujer para llegar a ese límite grotesco y
horrible, qué agresión temprana, qué zurra paterna habrá dejado esa huella
cobarde que se demuestra en toda su magnitud trágica en esas mujeres policías?
¿Qué formación reciben en sus escuelas matrices que las hace actuar como
poseídas del odio más feroz contra muchachas de primero medio?
Nada bueno se puede estar incubando en esa tropa de mujeres policías, que
decidieron seguir una carrera atraídas por un futuro estable, al servicio de la
gente. De una manera lastimosa terminaron en conductas que no aparecen en los
folletos promocionales de la institución.
Conocido fue el caso de la mujer policía que durante la dictadura fue capaz
de adiestrar perros para violar a detenidas. Y otras, a las que se les probó su
paso por las brigadas de la Dina, que secuestraron, torturaron, asesinaron e
hicieron desaparecer a personas.
La policía es necesaria en toda sociedad. El pueblo les encarga el uso de
la fuerza para mantener el orden y la seguridad de las personas. Pero no para
que se ganen la vida aterrorizando a niñas y niños. Jamás una persona normal podría
justificar como propio de un trabajo sano el castigo, el golpe aleve, la burla,
la humillación.
Estas mujeres, a cambio de un sueldo y las posibilidades de una carrera, se
someten en conciencia a la vileza de castigar sin asomo de sentimientos a una niña
de escasos catorce o quince años, como parte de su currículum, de su formación
integral de policía, como condición de valer militar para el ascenso. Son
utilizadas por los mandos para inocular una dosis extra de miedo en las
estudiantes. Son lanzadas al ataque no para hacer más blando el castigo,
considerando la rudeza extrema de los subordinados varones, sino para hacerlo
más perverso.
Las imágenes muestran a mujeres policías enfundadas en uniformes verdes,
peinadas correctamente, usando aritos de perlas y arrastrando sin misericordia
a niñas que podrían ser sus hijas. Pero que no lo serán jamás.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 765, 31 de
agosto, 2012
Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario